Fahrenheit 451: no hace falta quemar
Calle Larios
La pandemia ha cambiado también, parece, nuestra relación con los libros, o al menos con aquellos libros que antaño presidían los salones
Pero los desahucios son a menudo dolorosos
Málaga/Hay días que parecen inclinarse al fuego. Esta tarde hace un calor de mil demonios, como si el mes de julio hubiera decidido anticiparse por su cuenta, y caminamos de vuelta a casa sedientos, arrimados a cualquier sombra que se ponga a tiro y locos por llegar. Junto a un contenedor de reciclaje de papel aparecen varados en la acera varios libros, en un conjunto abultado que bastaría para llenar una estantería. Alguien los ha dejado allí abandonados, a su suerte, sin necesidad de meterlos en el depósito azul, ya se harán cargo de ellos los operarios igualmente. Y es curiosa la semejanza que presenta un libro tirado en el suelo con un animal agonizante, un pez que da sus últimas bocanadas fuera del agua. Pronto serán recogidos, desmenuzados y reconvertidos en cajas para embalar, en papel de cocina o en cosas aún peores. Lo cierto es que desde que estalló la pandemia he asistido a este mismo lamentable espectáculo en varias ocasiones: han sido demasiadas las veces que he encontrado libros así, amontonados en la basura, o en la esquina más insospechada, rotos y cubiertos de polvo. Las razones que explicarían tal comportamiento son complejas y se mueven en escalas de grises, pero algo tiene que ver el hecho de que el confinamiento transformó en gran medida la relación de buena parte de la sociedad con sus espacios domésticos y ahí los libros salieron perdiendo. Entraría en juego el crecimiento exponencial del consumo de libros electrónicos, pero, de cualquier forma, llama la atención el hecho de que tanta gente no considere un atentado tirar un libro, cualquier libro, a la basura. Decidimos acercarnos y echar un vistazo: lo primero que encontramos es una Biblia en dos tomos ya desvencijados; y, bajo los mismos, ejemplares de un diccionario enciclopédico Larousse, de la Acta 2000, de otra enciclopedia juvenil titulada Maravillas del saber y otras publicaciones semejantes, de ésas que antaño se vendían puerta a puerta y coronaban los salones de los hogares de bien. A modo de defensa de quien los ha dejado allí, corresponde decir que las opciones disponibles antes de mandar un libro a reciclar se complican cuando hablamos de este tipo de entregas: las librerías de viejo suelen tener ya llenos sus fondos al respecto, particularmente difíciles de vender. Tampoco las bibliotecas públicas se muestran por lo general muy favorables a recibirlos, dado que se trata de volúmenes dañados que no harían más que estorbar en sus almacenes. Las soluciones se concentran casi exclusivamente en mercadillos y rastros de segunda mano en los que hay que saber a quién dirigirse y en los que moverse entraña una incomodidad notable (sí, habrán comprobado que cuento todo esto por experiencia propia). Sin embargo, a poco que te muevas terminas colocándolos en lugares mucho más apropiados. Esta estampa es desoladora. Irene hace algunas fotos. Manuela hace una lectura filosófica: “Aquí están, la fe y el conocimiento, tirados a la basura”. Si cabe interpretar este hallazgo como el signo de una época, igual sí ha llegado el momento de pedir plaza en los viajes previstos a Marte sin billete de vuelta.
Recuerdo que una mujer mayor a la que conocí recriminaba a los suyos que dieran pellizcos al pan: “El pan es Dios, así que el pan no se rompe”. Una intuición semejante, de índole tan fundacional, filogenética, nos llevaría a concluir que los libros son personas, las que los escribieron y las que los leyeron, y ya sabemos que a las personas, por ahora, y por más que alguna pudiera merecerlo, no se las tira a la basura. Sobre esta intuición escribieron Cicerón, Séneca, Fray Luis, Borges y, más recientemente, Irene Vallejo en su espléndido y felizmente popular El infinito en un juncoEl infinito en un junco. Si hablamos además de objetos como la Biblia o la Enciclopedia, nos referimos a personas colectivas, redes orgánicas de pensamientos, miradas, manos y cuerpos entrelazados para dar cuenta de lo que como especie nos corresponde. Pero sí, igual hay que admitir que nuestra relación con las ideas habitadas, igual que con los espacios, ha evolucionado a esta especie de insensibilidad, como una tara incorporada a la norma de manera acrítica, sin reservas. En una entrevista crepuscular, al ser preguntado por el impacto de Fahrenheit 451, Ray Bradbury admitía haber errado el tiro: para acabar con los libros no hacía falta quemarlos, basta con convertirlos en electrodomésticos (una solución al cabo más limpia y elegante). En eso consiste el juego: el homo wasap sólo entiende de cacharros. Dejamos los libros en su particular cementerio y seguimos nuestro camino a casa en una ciudad ahora más gris y más fría.
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