Málaga: 2+2=5
Calle Larios
Ya hemos llegado a este punto en el que señalar lo evidente significa salirse del tiesto, hacerse indeseable, ejercer una resistencia hacia la que nunca se sintió vocación alguna
No lo llamen desbandá
Málaga/Escribo estas líneas en la pausa de una lectura apasionante: El Ministerio de la Verdad, ensayo del periodista británico Dorian Lynksey que acaba de publicar en España la editorial Capitán Swing con traducción de Gema Facal Lozano (vayan a buscarlo a la librería). El autor presenta una biografía, señalada así, de 1984 la novela de George Orwell. Esto es, cuenta tanto las condiciones y circunstancias bajo las que Orwell alumbró su obra como la influencia descomunal que la misma ha ejercido hasta el presente, especialmente en todo lo que tiene de vaticinio, de sabiduría proverbial del escritor a la hora de leer su época y comprender en qué dirección iba a evolucionar todo aquello después. Lo cierto es que 1984 conserva su condición de bestseller con férrea determinación, ayudado a menudo por la coyuntura política: tras la llegada de Donald Trump a la Presidencia de EEUU, las ventas del libro se dispararon en el país un 10.000%, mientras que en España ha sido recientemente Núñez Feijóo, con su entrañable torpeza, el que ha vuelto a ponerlo en la actualidad de las redes. Más allá del éxito televisivo de Gran Hermano y de todos los daños colaterales, Lynksey advierte cómo algunos de los elementos que Orwell introdujo en su obra, especialmente los relacionados con el Ministerio de la Verdad, han llegado a realizarse de manera escalofriante. En el momento en que las clases dirigentes consideran que los “hechos alternativos” son tan válidos a nivel político como los verificables, o más aún, la obligación ciudadana a la hora de admitir que 2+2=5 prevista por Orwell en 1984 se hace patente, real, manifiesta. Pocos años antes de la publicación de la novela, Albert Camus había tanteado este juego en su obra teatral Calígula, en la que el emperador despiadado decide enfrentarse a la lógica y subvertirla, hasta el punto de ordenar a sus patricios que rían a mandíbula abierta cuando él mismo se encargue de asesinar a sus ojos. A Orwell le bastan sin embargo unos pocos años de distancia para comprender que este quebrantamiento de la razón no vendrá impuesto por una violencia descarnada, sino por otra mucho más sutil, asumida desde convicciones más o menos generales. Aunque la crítica siempre asoció 1984 a la tiranía estalinista, es ahora, en las democracias consolidadas, donde aquel dardo ha hecho diana.
Porque sería una necedad vincular el Ministerio de la Verdad contemporáneo al populismo en exclusiva. El asalto a la lógica, la consagración de los hechos alternativos, se da en las ciudades, también, a través de los cauces señalados para su desarrollo, sin necesidad de discursos agitadores ni de amenazas con sal gruesa. Hace unos días, convocados por Guillermo Busutil, participamos en una mesa redonda celebrada en el Observatorio de Medio Ambiente Urbano bajo el lema ¿De quién es la ciudad? la ambientóloga y portavoz de la Plataforma por el Bosque Urbano Paula Aranda, el profesor de Ciencia Política de la Universidad de Málaga Sebastián Escámez y un servidor. Y Escámez apeló a una virtud política sensacional: el sentido común. Lo hizo, precisamente, como argumento esencial del que puede hacer uso la ciudadanía para ejercer su función democrática frente a la administración. La solución del bosque urbano es mucho más beneficiosa que unos rascacielos para los suelos de Repsol por muchos motivos sociales, económicos y medioambientales, pero también por una mera cuestión de sentido común; y si la política se aparta del sentido común, en gran medida está facilitando a la ciudadanía los argumentos de su crítica y su oposición. Lo mismo podemos decir de la torre del Puerto, por ejemplo: más allá de los criterios autorizados y mejor formados, es el sentido común, tal cual, el que nos dice que ese edificio estaría mejor en otra parte. El problema es que el sentido común ha perdido su prestigio a cuenta de quienes, precisamente, lo consideran a merced de valoraciones subjetivas, cuando su sustento es la objetividad más cristalina y compartida. Lo contrario al sentido común es la obligación de afirmar que 2+2=5, pero es ahí donde estamos. Me temo que hoy, en Málaga, al igual que en otras muchas ciudades, afirmar que 2+2=4 significa ser un enemigo del progreso y un agente contrario a las aspiraciones de Málaga. Como si sólo hubiera un modelo posible de progreso, el más ruidoso, el más extractivo, el menos sostenible. Exactamente igual, ay, que en 1984.
La misma lógica concretada en el uso elemental del sentido común nos dice que el complejo de oficinas presentado para el Cortijo Jurado constituye una intervención indeseable. Ya no se trata sólo de que el PGOU advierta de que cualquier actuación en la parcela debe respetar la visión del edificio como referente singular del paisaje, premisa que el proyecto anunciado, cuanto menos, ignora; es que el sentido común nos indica que un edificio tan emblemático, tan protagonista en la memoria de los malagueños, merecería una recuperación consonante con su identidad y su posición, un trabajo de embellecimiento y preservación, no su desnaturalización en medio de más moles frías e inhabitables. Los responsables de la compañía impulsora de este complejo definen su órdago como “una propuesta revolucionaria que atiende la demanda generada como consecuencia de la evolución que la ciudad de Málaga está experimentado en los últimos años”, y uno se pregunta a qué evolución se refiere esta gente, qué demanda es esa, en qué consiste esa revolución que proponen, qué es lo que está experimentando Málaga en los últimos años que justifique esta destrucción patrimonial y ambiental, por qué se perpetúa año tras año un discurso tan hueco y preñado de especulación con tal de justificar lo que no tiene justificación. Porque el sentido común, como si quisiéramos expresar que 2+2=4, nos dice que Málaga también se merece edificios bonitos, proyectos que dialoguen de manera inteligente con su paisaje y su patrimonio, arquitecturas capaces de fomentar la relación y el encuentro, y no esta especie de barra libre que sólo concibe el abuso inmobiliario, la inversión destinada al mismo mamotreto feo, denso e impenetrable de siempre al que además no podrá entrar nadie, porque nada de esto es para nosotros, lo mismo en la Alameda que en el Puerto o a los pies de la Alcazaba. Pero el ejercicio de ese sentido común, como en 1984, nos aboca a una resistencia por la que uno no ha sentido nunca una vocación especial. De modo que Málaga es también esa ciudad en la que 2+2=5. Y si no, ya saben.
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