La Málaga de los 600.000 malagueños
Calle Larios
Pues está aquí, en los barrios, en enclaves como la plaza de Bailén, a un paso de la Trinidad, donde la magia de Google y de los cruceros no significan mucho aunque la vida sigue con sus rituales acostumbrados
Memoria del 37
Málaga/Se preguntaba hace poco Antonio de la Torre en una entrevista por la Málaga de los 600.000 malagueños, la de los barrios, la que vive más allá del centro promocionado y lleno de encantos turísticos. A uno, que a mucha honra es del barrio de la Victoria, la última identidad territorial por la que aún siento cierto aprecio, le gustaría recordarle a nuestro querido actor que el centro también es un barrio donde vive gente, aunque cada vez menos, pero gente aún, con sus necesidades, sus problemas, su día a día, sus niños en edad escolar, sus listas de la compra y sus ganas de tomar una cerveza de vez en cuando sin que se la cobren como si fuesen Florentino Pérez. Pero sí, los barrios están ahí, fuera de la pandémica y celeste, anclados en el tiempo en su mayoría, ajenos a la disputa electoralista del centro, por no hablar del eje litoral y otras predicciones alucinantes de la gran Málaga cosmopolita, metidos de lleno en su supervivencia cotidiana y acostumbrados a que nadie les haga mucho caso. Leo la entrevista mientras dilapido un sombra sentado en una cafetería de la Trinidad, pero los vientos me llevan a la plaza de Bailén y un servidor ha aprendido a hacerle caso a los pies, cosa de viejos, vamos pues. A ojos del inexperto, el paso de un enclave al otro puede entrañar un mundo de diferencia, pero quien gusta de andurrear por aquí de vez en cuando, como es mi caso, sabe bien que seguimos en los dominios señoriales de Jesús Cautivo, acaso la identidad territorial más poderosa desde la Declaración de Independencia de las colonias, así que es la misma Málaga la que en el fondo se respira a una acera y a otra de la Avenida de Barcelona. Lo más curioso de todo es que estamos a un paso del centro, a diez minutos de Puerta Nueva, ya saben, pero tan poca distancia es precisa para distinguir, ahora sí, el barrio de lo que no lo es, la enseña turística de su más radical ausencia, la supervivencia del éxito, la marca del producto de la verdad de las cosas. El único signo de la pujanza de la Málaga Valley que alcanza a este extremo del condado son las torres de Martiricos, visibles desde ciertos ángulos, visibles en realidad desde casi cualquier calle de la ciudad a poco que uno se descuide (¿recuerdan a aquel consejero socialista de la Junta de Andalucía que advertía de que a quien no le gustara el futuro rascacielos del Puerto siempre podría mirar para otro lado?), como una trampa en forma de laberinto borgeano del que es imposible salir. Pero una vez que miras al suelo, la plaza es la de siempre. Lo más probable es que encuentres un envoltorio de plástico o una lata de cerveza. Las cuestiones importantes no tienen más remedio que lidiarse en otra parte.
Lo primero que llama la atención es la avanzada edad de la población que se deja ver. Es por la mañana, los niños estarán en el colegio, de acuerdo, pero uno esperaría encontrarse a gente joven por aquí, individuos en edad de cotizar ganándose el sueldo. Quienes pasean arriba y abajo, sin embargo, muestran en sus canas méritos como para que les manden el dinero de la pensión a casa con un lazo. Sólo los repartidores que distribuyen sus mercancías desde los camiones aparcados en la trasera del mercado rompen el ritmo pausado a velocidad endiablada. Un señor con gorra de pana y rebeca calentita, pálido el rostro y sereno el caminar, como un Alonso Quijano que acabara de recuperar la cordura, compra un cupón de la ONCE en la esquina y entabla una conversación amistosa con el vendedor, que tenga usted mucha suerte, ya para lo que me queda, la suerte será para mis nietos. Pero no hay nietos aquí. Conforme se acerca uno a la puerta del mercado, el barrio adquiere rostro de mujer. Son ellas las que mandan ahora, las que empujan los carritos con la compra del día, las que reclaman al pescadero exactamente los boquerones que te he dicho, no vayas a echarme los que te dé la gana, que te conozco. Hablan en voz muy alta y se desplazan a velocidad lastimosa, con la espalda encorvada, los años sobre el costado, igualito que Jesús Cautivo, y el monedero entre las manos con los euros contados. Tengo al Julián en la cama malo, así que vengo a por los avíos para un emblanco, dice una con aspecto de recién haberse quitado los rulos de la melena plateada y con autoridad suficiente como para dejar a Macarena Olona a la altura del sebo en un tú a tú, déjate de rollos y cóbrame barato. Cuando termina de pagar y recoge la bolsa con la mercancía, se persigna como si hubiese tocado un anatema. La mayor parte de los tenderos son jóvenes y todos ellos cómplices de sus clientes, pero ninguno vive aquí. O casi. Los marroquíes son los que ríen con más ganas los chistes de las usuarias más audaces. Niño, a cómo tienes las almejas. Ay, las almejas.
Lo mejor del mercado es que también tiene dentro su cafetería y una taberna. Me siento en una mesa y vuelvo a abrir el periódico. Sorpresa: los que ocupan las mesas a mi alrededor son, en su totalidad, varones. Mayores también, pero señores de su casa. Ellas hacen la compra y ellos se traen el dominó para echar aquí la partida. Nunca el término reconquista habría resultado menos afortunado. Pido otro café a riesgo de la taquicardia del jueves, Bujalance, vas a acabar mal, pero necesito una excusa para quedarme aquí. Y no doy crédito: en la mesa que queda a mi derecha, otros dos hombres que tampoco se han quitado la gorra, insisten en repetir qué frío hace hoy como si ingresaran diez céntimos cada vez, tienen también el periódico abierto y comentan el alza en los precios de la vivienda en Málaga a tenor de las noticias del diario. Pues qué van a hacer las criaturas, irse a donde puedan vivir. Al final volverán todos al campo, ya te lo digo yo, a sembrar papas y a echar la peoná. El otro día me dijo el Enrique que su niño había ido a la aceituna pero que este año no han sacado nada, hay que ver que no llueve. Yo tomo nota en mi libreta del Tiger como si el notario estuviese revisando mi testamento, mi café se enfría, ellos se han acabado los suyos. ¿Y el alcalde? El alcalde qué va a decir, que todo estupendo, que cuanto más caro mejor. A mí, mientras no me echen de mi casa. No, hombre, Pepe, que lo que no puede ser es que un matrimonio trabajando los dos no pueda pagarse un piso para que se lo vendan a la gente de fuera y saquen una milloná. Aquí ya están pidiendo disparates. Otro hombre se acerca y completa el trío. Ahora toca hablar del Málaga, va a haber que hacerse del Betis, Alfonso. Nos vamos.
En las calles Pelayo y Alonso de Palencia resisten algunos otros bares y unos cuantos negocios de siempre, la floristería, la frutería, poco más. El recambio asiático de los bazares y las tiendas de alimentación se ha dado aquí como en todas partes. El paisaje vuelve a estar surcado de personas mayores que caminan despacio y en su mayor parte solas. A mi lado pasa un hombre sin embargo joven, también solo, muy alto, con la cabeza afeitada, la mirada perdida y un chándal a todas luces insuficiente para protegerse de frío. El joven acelera el paso y empieza a gritar como si se asfixiara, cada vez más fuerte. Se da un golpe con su propia mano en la cabeza y se pierde por la calle Cataluña. A su alrededor nadie le hace caso ni se inquieta. Su indiferencia delata cierta costumbre. Enfilo ahora por la calle Bailén, sucia, triste, con un aroma a abandono que se ha hecho más agudo desde la última vez que pasé por aquí. Hasta el cruce con Eugenio Gross es fácil encontrar en las calles aledañas casas bellísimas que, sin embargo, acusan el paso del tiempo, con fachadas a veces ruinosas, muros desconchados o colmados de grafitis, portales combados y el tendido eléctrico en mal estado. Y es inevitable pensar lo que daría de sí un plan de rehabilitación del barrio, las posibilidades económicas que entrañaría para los vecinos y para quien decidiera abrir aquí su negocio. Me cruzo con una vecina que tiene el suyo abierto aquí al lado desde hace unos años, me habla de muchas promesas por parte de los distintos concejales de distrito y de pocos avances en comparación. “Siempre se habla del centro, pero casi nadie se acuerda de los barrios”, me dice. “Yo no puedo aspirar a tener un local en el centro, no puedo permitírmelo, pero si el barrio estuviera más cuidado vendría más gente. Sería una manera de compensarlo”. Vuelvo ahora a la plaza. Algunas jardineras están sucias. Siempre me han gustado las esculturas infantiles de Marino Amaya, merecedoras también de una restauración. Nada, en fin, de los ingresos prometidos a cambio de las facilidades brindadas a los fondos de inversión y a las corporaciones tecnológicas se deja notar de momento por aquí. Y eso que, seguramente, son más de 600.000. Quién sabe.
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