Málaga: todo a las aulas
Calle Larios
Muy a pesar de los beneficios a corto plazo, de la especulación y las burbujas, queda la certeza de que esta ciudad tendrá que seguir siendo habitable, y a lo mejor ya hay en nuestros institutos quien está preparándose para ello
Málaga: Dioniso en Lagunillas
Málaga/Los alumnos de Educación Secundaria y la mayor parte de los estudiantes universitarios han comenzado esta semana el nuevo curso, acontecimiento que por motivos familiares me toca muy de cerca y marca a fuego mi rutina doméstica. Procuro, siempre, tomar el pulso a la cuestión a través de tan cercanas fuentes, además de otros muchos amigos que ejercen la docencia: atiendo a sus sensaciones e impresiones, los estados de ánimo, la diversidad social de las aulas, el modo en que los profesores afrontan los primeros días y aportan a sus alumnos las claves fundamentales para los próximos meses. E intento estar al día en la materia no por curiosidad, ni porque yo mismo fuese cocinero antes que fraile, sino porque el interés dirigido a la educación constituye una responsabilidad común en cualquier sociedad democrática. O debería.
Sospecho que los problemas, especialmente en la educación pública, tienden a perpetuarse y al mismo tiempo a redefinirse a una velocidad cada vez mayor: la carencia de recursos es un lastre que viene acumulándose desde la Transición, pero a los profesores se les exige una atención progresivamente mayor a su alumnado a tenor de criterios cada vez más afinados, en virtud de unos parámetros de diversidad directamente imposibles de asimilar por un tutor con ratios desproporcionadas. Al mismo tiempo, si los docentes han tenido que asumir ingentes tareas asignadas a su ejercicio que poco o nada tenían que ver con el día a día de las aulas, la cantidad de burocracia con la que tienen que lidiar hoy relega a menudo la docencia misma a un marco irrelevante, casi anecdótico, entre sus funciones. Algunos de mis amigos profesores me han manifestado en los últimos años su intención más o menos decidida de abandonar la profesión, o al menos tomarse un largo descanso, justo por este motivo, lo que cabría interpretar como el más sonoro fracaso en cualquier colectivo civilizado. Sucede, a menudo, que el empeño de un solo alumno capaz de sacar un curso adelante con todo en contra, el apoyo de un departamento o el gesto de un equipo directivo ayudan a recuperar la fe en lo que se hace; pero, al cabo, son las personas, con sus rostros y sus ejemplos, las que nos brindan a diario el mayor consuelo frente a una administración inclinada demasiadas veces a mostrar conductas no solo desalentadoras, sino directamente inhumanas. Pocos gremios han estado tan sometidos al escarnio y la degradación, ya sea por la clase política o por la opinión pública, como el docente; pero, créanme, la mayor parte de los profesores que conozco son gente generosa, capaz de hacer los kilómetros que hagan falta cada día o de hacer las maletas y separarse de sus familias el tiempo necesario para dar sus clases, de implicarse mucho más allá de sus horarios con tal de que a un solo alumno se le encienda la lucecita, de procurar el bienestar a sus estudiantes en todo momento. Si buscan a alguien de quien fiarse, yo jugaría todas las cartas a un profesor, desde luego, antes que a cualquier encantador de serpientes.
Y luego están ellos. Y ellas. La chavalería, ya saben. El paisaje ahí es descomunalmente diverso. Sobre todo, claro, en los centros públicos. En casi cualquier aula que te metas, el listado de alumnos parece una nómina de representantes de la ONU. Supongo todo esto sonará a mala noticia para todos esos que están tan preocupados por la inmigración, pero de aquí a un par de generaciones la tendencia actual quedará consolidada. Es decir, ya no serán albañiles, limpiadoras y pintores de brocha gorda los que tengan apellidos raros; sus hijos se están preparando a fondo y serán ellos los directores de la oficina que nos concedan el préstamo, los notarios que nos firmen la escritura de la casa, los gurús de la tecnología que vendan su startup por una millonada y los empresarios de éxito que reciban el premio al Malagueño del Año. También los alumnos, los de todos los tipos y todos los colores, han tenido que soportar la peor de las famas: los prejuicios más extendidos, con la inestimable colaboración de nuestro cine español, insisten en pintarlos como a gandules, incompetentes, retrasados y criminales adictos a la pantalla y los estupefacientes; sin embargo, créanme de nuevo, hay ahí, en nuestros centros, un talento descomunal con una visión ambiciosa y sensible que deja a miles de kilómetros la mediocridad que, por otra parte, ha existido siempre. Disculpen el optimismo, pero dispongo de experiencia e información suficiente, de primera mano (asisto con cierta frecuencia a facultades e institutos como artista invitado; es un privilegio, lo sé, pero bien que lo disfruto), para afirmar que lo mejor de nuestro tiempo está partiéndose la cara ahora mismo en las aulas con tal de ganarse el futuro. Y cada vez percibo menos miedo a conseguirlo.
De modo que si distingo un clavo ardiendo al que aferrarme en esta Málaga abandonada a merced de los especuladores, el beneficio a corto plazo y las burbujas periódicamente renovadas, lo hago en las aulas. Muy a pesar de todos los problemas, del descrédito, del olvido institucional y del desánimo. Y lo hago, seguramente, porque no nos queda otra. Por mucha humedad que revistan los sueños de ciertos promotores, Málaga tendrá que seguir siendo una ciudad habitable. Y los responsables de que así sea están ahora mismo dejándose los ojos bajo un flexo, o en una biblioteca, aprendiendo lo que les gusta y lo que no les gusta y jugándoselo todo al siguiente examen. Insisto, muy a pesar de que en su casa les espere lo más parecido al infierno, de que tengan a sus padres a un océano de distancia o de que cuando ponen un pie en la calle tengan todas las de perder. En cualquier instituto hay historias como para llenar la biblioteca de Borges. El único valor capaz de poner freno a una interpretación desquiciada del liberalismo económico que propone el lujo como única identidad social es el talento. Así que corresponde cuidarlo, mimarlo, facilitar a todos las mismas oportunidades y evitar, a toda costa, que uno solo se quede fuera. Por la cuenta que nos trae.
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