Málaga: tonto el último
Calle Larios
Ahora que los precios están por las nubes cabe recordar que siempre, en cada coyuntura adversa, ha habido quien ha sacado partido
Y en Málaga el clima es favorable a los muy listos
Málaga: la estrategia del humo
Málaga/Contaba mi padre que, en los años de la hambre, desaparecían de vez en cuando los gatos de la calle Granada, donde abundaban, sin razón aparente. No obstante, todos los vecinos sospechaban que el destino último de los felinos estaba en las carnicerías cercanas, sobre todo en las que despachaban su mercancía de manera clandestina, en las porterías, a espaldas de los racionamientos, donde las pobres presas, una vez troceadas, eran despachadas como conejos. Dado que hasta el sereno sabía de la identidad real de aquellas piezas, resultaba engorroso ir a comprar la cantidad justa de conejo para adornar el arroz, ya que, por mucha discreción que se pudiese mantener, todo el mundo tenía claro qué ibas a almorzar aquella tarde, tanto como el cliente y el carnicero. Recordaba mi padre que aquel conejo salía barato, aunque había alguno que lo despachaba a precios más elevados bajo el solemne juramento de que se trataba de conejo auténtico, cazado en el campo, y no de gato urbano, famélico y lleno de moscas. El hambre, ya se sabe, azotó con fuerza en la Málaga de la posguerra, aquella miseria a la que le habían quitado su esplendor industrial y a la que le faltaban aún algunos años para convertirse en el centro turístico del que dependemos aún. Hace ya algún tiempo, a raíz de la publicación de Sacramento, la ultima novela de Antonio Soler, pregunté a mi madre por Hipólito Lucena, ya que fue el cura que casó a mis padres, y sus hipolitinas. Ella me contó que lo que pasaba en Santiago lo sabía con más o menos detalle todo el mundo, pero de inmediato quiso dejarme claro que Don Hipólito era muy bueno con la gente, que desarrollaba una labor asistencial enorme en Málaga, que cualquiera al que le faltara el pan podía hablar con él y que el párroco movilizaba a quien hiciera falta para que nadie pasara necesidad. Es decir: cualquier asistencia que pudiera mitigar el latigazo del hambre, todavía en los años 50, entrañaba un guante blanco suficiente para ocultar la corrupción.
A menudo se habla del sacrificio que aquella generación de la posguerra asumió para salir adelante, del empeño puesto en el trabajo más precario y peor pagado con tal de ganar un futuro mejor para hijos y nietos; se pronuncian reconocimientos, se suceden alabanzas, incluso en la recién acabada campaña electoral, donde no han faltado candidatos que han llamado a los votantes a estar a la altura de esta memoria. Sin embargo, basta dar una vuelta por el mercado o por un súper y casi da vértigo pensar que la posibilidad de volver a aquellos gatos vendidos como conejos está más cerca de lo que uno querría aceptar. La crisis, la pandemia, la guerra en Ucrania y la inflación nos han conducido hasta aquí, parece, pero a menudo el hecho de que cada desembolso le deje a uno con un pellizco en el estómago obedece a factores no tan recurrentes: leo en varios análisis financieros que el alza espectacular del precio de la sandía obedece, por una parte, a una caída en la producción de hasta el 50% respecto al año pasado, dado el exiguo beneficio que desde hace años repercute en el agricultor con la venta del producto; y, por otra, en una fuerte demanda exterior vinculada al cambio climático, ya que las elevadas temperaturas excitan las ganas de sandía en países europeos que hasta ahora se habían contentado con sus manzanas y mermeladas. Las cotizaciones dirigidas a enriquecer sólo a una parte de las cadenas de producción y empobrecer al resto terminan estallando siempre, y no hay contexto más favorable que una subida irremediable de los precios para que los abusos que sí se pueden remediar cundan a su antojo. La cuestión es que en aquella Málaga de gatos despellejados vendidos como conejos había quien sacaba partido al asunto, y ahora que todo está por las nubes no es descabellado extraer conclusiones parecidas. La inflación es de órdago, de acuerdo. Pero la responsabilidad a la hora de asumir sus efectos no está bien repartida.
Vuelvo a la campaña andaluza: hace unos días escuché a un candidato de izquierdas afirmar que de ninguna manera iba a facilitar un gobierno de derechas “porque nadie puede tomarnos por tontos”. Siempre me ha resultado llamativo ese interés en no ser tomado por tonto en un contexto en el que las reglas del juego se resumen en tres palabras: tonto el último. Es decir, sólo se puede escoger entre parecer tonto o muy listo. Esta máxima cristaliza especialmente en el ámbito financiero, y con aún más decisión en el contexto municipal. Si hace unos años, igual que hoy, un propietario decidía poner en alquiler su vivienda a un precio inferior a ciertos mínimos, corría el riesgo de ser tomado por tonto. Al mismo tiempo, el mercado creaba las condiciones idóneas para la escalada de los precios mediante la entrada en juego de los apartamentos turísticos. En ciudades como Málaga, las mismas condiciones se traducían en la expulsión directa de la ciudadanía del derecho a la vivienda: ante la posibilidad de regular el mercado, el gobierno municipal, por mucho que diga que no quiere más viviendas turísticas, ha decidido cruzarse de brazos porque entiende que el beneficio que aporta el turismo va por delante. Otra cosa es que ese beneficio del turismo repercuta también en los vecinos, una clave que, tanto tiempo después, sigue sin ser precisamente clara. A la industria turística en Málaga le pasa un poco como a Don Hipólito: sus actividades se han dado en formas y modelos no siempre deseables, como el atractivo servido a las despedidas de soltero y la invasión del espacio público y patrimonial a manos de la hostelería, pero parece que sin ella no habrá pan para los pobres. Lo más curioso es el modo en que, desde los años de ‘la hambre’, los más listos se han salido, y se salen, con la suya.
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