Lo que pasa en El Palo
Calle Larios
El barrio lucha por la memoria y la conservación de sus propias tradiciones, como las antiguas artes de pesca, mientras reclama servicios, recursos y atención para garantizar su futuro
Málaga/La campaña municipal para el fomento del consumo en los barrios presenta en El Palo un lema harto significativo: “Lo que pasa en El Palo, se queda en El Palo”. Más allá de los guiños consabidos, la cita de marras, que cuelga en buena parte de las farolas de la avenida Salvador Allende, hace honor a la legendaria condición autonómica del entorno, donde todavía no pocos vecinos definen como “ir a Málaga” a cualquier exploración más allá del arroyo Jaboneros. Este presunto aislamiento, aliado inestimable para una definición cultural propia y una identidad singular y bien reconocible, ha marcado a fuego la evolución histórica de El Palo, enclave al que los antiguos romanos dieron nombre propio (del latín palus, que viene a significar marisma) justo con ese afán distintivo respecto a la vieja colonia fenicia de Malaca. Respecto a Málaga, El Palo ha estado siempre lejos, como cosa aparte, en una ubicación remota cuya penetración exigía la misma disposición de un viaje. Sin embargo, y tal vez como signo vehemente de los tiempos, si hay un servicio público cuyo buen funcionamiento coinciden en señalar los vecinos del barrio es el transporte público y la conexión con el Centro: la EMT, afirman, hace bien su trabajo, con la frecuencia deseable y los vehículos precisos, lo que no es moco de pavo en un distrito en el habría que hacer acopio de la paciencia del pueblo hebreo para trasladarse a pie hasta el centro. Muy distinta es, sin embargo, la consideración respecto a un carril bici digno, real y efectivo, demanda que mantienen álgida los usuarios del medio y que, de manera inexplicable, sigue siendo una cuestión pendiente. Esta mañana de enero es fría, el viento sopla con fuerza y la amenaza de un temporal se cierne sobre nuestras cabezas, con lo que no hay muchos vecinos en la calle. Pero a poco que entablas con alguna conversación con algunos, sobre todo con los más veteranos, las impresiones son muy parecidas: “Aquí tenemos de todo y, salvo que haya que ir por fuerza, se me pueden pasar meses enteros sin bajar al Centro. A lo mejor voy tres o cuatro veces al año. Y desde la pandemia, ni te cuento”, afirma un señor de rebeca de punto y mascarilla con enseña nacional que lucha de manera heroica para que el viento no le birle su gorra en el paseo marítimo. Respecto a la posibilidad de que, en un futuro de ciencia-ficción, el Metro llegara hasta Playa Virginia, los vecinos no quieren ni oír hablar de obras: “¿Cuánto tiempo iban a tenerlo todo levantado, veinte años? Mejor que no. Así estamos bien”, afirma el mismo caballero a escasos metros de la histórica sede de la SaFa, donde un hermoso azulejo rinde homenaje a Vicente Aleixandre a dos pasos de la playa con unos versos de su poema ‘Mar muerto’: “¡Qué nadar! Tú no sabes / que ese mar tan arriba / es ya cielo, y que el aire / me sostiene tan líquido / tan cristal, que yo en él / por tus ojos tan verdes / afilado me pierdo”.
El mar está ahora encrespado, agitado y oscuro, como un misterio que sacude la orilla con afán expansivo. El mismo viento que provoca el oleaje arrastra y amontona a lo largo del paseo vasos, botellas, bolsas, envases y todo tipo de plásticos y artilugios fabricados con cartón. Se produce así una desolación a dos voces. La limpieza deja aquí bastante que desear, como si, ahora que todo el mundo parece estar a resguardo, importara menos lo que sucede de puertas afuera. Apenas unos cuantos transeúntes que caminan junto a sus perros o mantienen el equilibrio en sus bicicletas configuran la mínima presencia al aire libre. Algunas casas de las calles Quitapenas y Banda del Mar tienen sus puertas abiertas, sin miedo al viento ni a lo que el mismo pueda traer consigo. A su espalda, la calle Biznaga se presenta intransitable, con el asfalto levantado a cuenta de la sustitución de algunas instalaciones del subsuelo. En no pocas esquinas de algunas de estas casas, por cierto, el cableado elemental del suministro eléctrico se amontona en soluciones chapuceras que inspiran, cuanto menos, inestabilidad y peligro. Lo mismo pasa en el entorno de la calle Mar, en Miguel Moya o en Pérez Zúñiga. Si a la municipalidad le diera por renovar aquí sus recursos y servicios, tendría que emplearse a fondo. La distancia respecto al centro y la frontera milenaria e invisible subraya, sin remedio, cierto recelo entre no pocos vecinos respecto a una posible desatención en este sentido, pero cabe advertir de que las demandas no son menos que las que se dan en otros barrios de la capital.
El Palo sostiene su memoria particular en tradiciones a menudo ya extintas, revividas de manera puntual en festividades señaladas y en ocasiones extraordinarias. El tejido vecinal que trabaja en la conservación de este patrimonio no es pequeño, pero se ha ido reduciendo con el paso de los años ante un recambio generacional que, seguramente de manera inevitable, no ha mantenido el mismo empeño. En la avenida Salvador Allende, en una de las casetas supervivientes del antiguo trazado ferroviario, junto a un parque infantil ahora deshabitado, tiene su sede la Asociación de Pescadores del Litoral Este de Málaga, que, además de trabajar por los derechos e intereses del gremio, difunde y divulga todo lo que tiene que ver con las artes tradicionales de la pesca, los deportes marítimos y otras actividades populares. Justo enfrente, en la otra acera, se encuentra el restaurante Juanito Juan, de nuevo en las páginas de la actualidad ante la inmediata jubilación de sus fundadores, Pepe y Enrique, quienes se retiran ya para dejar el negocio en manos de sus trabajadores. Los dos han compartido faena durante medio siglo, primero en el legendario Casa Pedro y desde 2011, tras el recordado cierre, en su propio establecimiento, sostenido en esta década a través de una clientela de fidelidad religiosa que es aquí llamada por su nombre, así que pocos vecinos cuentan con su autoridad y experiencia para conversar sobre la transformación del barrio en los últimos años. Son las 13:00 y ya hay sentadas dos vecinas en la terraza dispuestas a almorzar. Es hora punta, la maquinaria se desenvuelve sin remilgos lo mismo en la cocina que entre las mesas ya listas, pero Enrique ofrece con generosidad su particular lectura de la evolución social de El Palo y sus paradojas: “Más allá de que los modelos familiares hayan cambiado mucho y de que mucha gente joven se tenga que ir a buscarse la vida a otra parte, la población del barrio ya no tiene nada que ver con aquel vecindario de hace algunas décadas. Todo cambió con la construcción de los bloques de Echevarría, donde el 99% de las familias que se instalaron venían de fuera. Esa misma tendencia siguió creciendo en otras zonas hasta el punto de que ya quedan pocos sitios realmente autóctonos. Para conocer a la gente de El Palo de toda la vida tienes que irte a las cuevas, de la calle Villafuerte hacia arriba, y poco más. Los hijos y nietos de quienes vivían en el mismo paseo marítimo vendieron en gran parte sus casas y se marcharon”. Semejante relevo tuvo su consecuencia directa en la erosión de determinadas actividades hoy relegadas a meras tradiciones, cuales piezas de museo: “Las familias que viven aquí de la pesca tradicional son muy pocas. Hay mucha gente implicada para que eso no se pierda, pero lo cierto es que, a la hora de verdad, su práctica es testimonial”.
Pepe interviene para recordar que, en este sentido, todo cambió en 1989, “cuando se prohibió por ley echar el copo. Ya no se podía pescar como se había hecho siempre”. Preguntado sobre si han echado de menos estas artes desde entonces, Pepe responde de manera tajante: “Por supuesto. No era lo mismo traer del mar tus cubos llenos de boquerones que tener que ir a comprarlos a Mercamálaga”. Enrique vuelve a tomar la palabra para lamentar que toda esta gran transformación socioeconómica de El Palo no ha venido acompañada de los recursos necesarios: “Es verdad que el transporte público funciona muy bien. Pero hay un problema grave de limpieza. El paseo marítimo está abandonado, no hay más que asomarse para comprobarlo. Y es una pena. Tampoco hay centros culturales, y eso que hablamos de un sitio donde vive mucha gente. Málaga presume mucho de cultura, pero lo cierto es que al final todo se queda en el Centro. Y si tienes que desplazarte desde aquí para ir al teatro, a un concierto o a lo que sea, es normal que la gente se lo piense”. El Padrón Municipal asignaba en 2018 una población de 10.129 habitantes a El Palo y un total de 56.137 a todo el distrito Este, una cifra nada desdeñable que ofrece un contexto significativo a las declaraciones de Enrique.
En la avenida Juan Sebastián Elcano, en la plaza de la iglesia, junto al parking municipal, y hasta el Colegio San Estanislao de Kostka, ya en confluencia con Echevarría, el barrio muestra un carácter mucho más activo, en claro contraste con la tonalidad gris creciente conforme se avanza hacia el paseo marítimo. En la mismas calles de Echevarría las franquicias de panaderías, supermercados y demás comercios hacen su particular agosto, mientras que en el entorno de la calle Mar, y en el trazado que abre desde el cruce la calle Almería, son las droguerías, pescaderías, carnicerías, papelerías y los bazares asiáticos los que alientan la vida el barrio en su mayor acepción obrera. Este pulso se hace especialmente visible en el mercado, que todavía a esta hora reúne a clientes del más diverso pelaje en busca del avituallamiento diario. Una mujer recién llegada con su carrito aún vacío, con el pelo moreno trenzado, risa contagiosa, tez gitana, una edad indeterminada entre los treinta y los cincuenta años y el consabido chándal gris como uniforme, destaca la mayor seguridad como uno de los grandes avances del barrio en los últimos años: “Hubo tiempos muy malos, pero ahora podemos ir por la calle con tranquilidad”. Muy a pesar de que ser de El Palo significa en estos tiempos algo muy distinto, Málaga sigue respirando aquí una cierta autenticidad, como si, tomada la distancia necesaria desde los reclamos turísticos del centro, el carácter propio de la ciudad hallara en esta latitud una certera reserva espiritual: en virtud de la paradoja, hay que retirarse ya del corazón para encontrar el alma. El recambio social se dio, en su momento, y en gran medida, porque los precios de la vivienda eran más asequibles, pero los pocos vecinos que tienen algo que decir al respecto alertan de que los efectos de la gentrificación empiezan a hacerse visibles aquí también, con un crecimiento exponencial de los precios de los alquileres. Lo que pasa en El Palo, eso sí, se queda en El Palo. Por si acaso.
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