Los servicios prestados
Calle Larios
Asumida la idea a estas alturas de que las ciudades se gestionan como empresas, cabe concretar que el modelo malagueño se parece más al de una entidad financiera
En la balanza entre pagos y servicios ya sólo se puede perder, pero queda la marca
Málaga/Llego al cajero automático a primera hora de la tarde con el despiste de siempre y con la cabeza llena de los mismos pájaros. Voy a sacar dinero, así que la operación es sencilla y no debería tardar más de dos minutos. Los dos dispositivos están disponibles: no hay otros usuarios ni colas que haya que guardar, así que aquí estoy yo, vamos, majara, dame mis billetes. Mi organismo está preparado para, como quería Woody Allen, coger la pasta y salir corriendo, tonterías las justas, pero resulta que llega una mujer y se planta en el cajero de al lado. Viste una sudadera roja con capucha y lema universitario, pantalón de chándal negro y unas deportivas blancas demasiado usadas. En su pelo negro recogido en una larga cola asoman abundantes raíces blancas. De reojo calculo que bajo la mascarilla tendrá unos sesenta años, pero cualquiera sabe. Mi cajero me dice que no me a cobrar ninguna comisión por darme lo que es mío, como si me hiciera un favor, y entonces empieza a pensárselo en el mismo y aburrido paréntesis de siempre antes de devolverme la tarjeta. Observo que la mujer comienza a pulsar a mi lado la pantalla de su cajero como si estuviera dándole con un palo a un bicho muerto. Saco mi cartera, guardo los cincuenta pavos y me dispongo a tomar las de Villadiego cuando la susodicha reclama mi atención: disculpa, te importa. No todos los días se muestra uno inclinado a las necesidades del resto de la humanidad, pero le doy la atención que me reclama. Es que tengo que pagar esto, hoy es el último día y no sé cómo se hace, no lo he hecho nunca. La mujer me enseña entonces un recibo. Se supone que tengo que pasar el código de barras, ¿no? Sí, le respondo, lo que pasa es que los lectores de los cajeros no funcionan casi nunca y hay que meter los datos a mano. Venga, va. Me guardo las prisas para más tarde y me hago cargo del recibo que la mujer me tiende como si le quemara en las manos. Efectivamente, el cajero reacciona tal y como lo haría un personaje de Samuel Beckett cuando le arrimo el código de barras. Así que sigo el itinerario trazado e introduzco a mano los sucesivos códigos reclamados, así como la cantidad, hasta que se abre el agujerito para la introducción de los billetes con su poderosa connotación sexual. Indico a la mujer que proceda, si dejar de dirigirla para que lo haga con la orientación debida, y siento cómo suspira de alivio cuando el cajero da por buena la jugada, escupe algunas monedas con la cantidad sobrante y emite el certificado correspondiente. Gracias, gracias, muchas gracias, me insiste, es que hay que ver, habría venido por la mañana para pedir el favor a alguien de la oficina, pero acabo de darme cuenta de que hoy terminaba el plazo y me he puesto nerviosa, y ahora qué hago, antes no me encargaba yo de estas cosas, pero ahora. Le digo a la buena mujer que no hay nada que agradecer, le lanzo un gesto con la mano abierta que espero haya sido interpretado como signo de amabilidad y, ahora sí, meto la directa, hasta luego Lucas.
Mi cabeza, sin embargo, tan suya y tan amiga de las musarañas, empieza a darle vueltas a la movida. Independientemente del despiste que arrastró a esta mujer al cajero automático hecha un manojo de nervios, convencida ya de que le iba a caer una sanción por no saber hacer un pago por vía telemática, la imagino, igual que muchos a los que me encuentro cada mañana a primera hora en la cola del mismo banco cuando salgo a pasear con Estrella, plantándose por la mañana en la oficina, guardando su puesto en la cola el tiempo que haga falta y pidiendo el favor. Ya no se trata sólo de hacer sentir torpe a buena parte de la población, sino de cultivar un vasallaje humillante que a ciertos lumbreras se les ha dado particularmente bien desde la Edad Media. Y pienso, entonces, en el rescate público del que fueron objeto los mismos bancos que no han dejado de enriquecerse desde entonces sin dar cuentas al respecto, pero más aún en la multiplicación abusiva e irracional de las tasas y comisiones, en los productos vendidos a precios más que hinchados que resultaron ser nada, en un crecimiento exponencial de las exigencias aparejado a una eliminación proporcional de los servicios, con cada vez menos equipamientos, menos personal y menos recursos en manos de los clientes. Tenemos a muchas personas que pagan más y que ahora se ven obligadas a pedir un favor cuando se trata de obtener lo que es suyo a cambio de una mayor accesibilidad tecnológica. Conviene tener siempre presente a alguien tan de fiar como el filósofo Antonio Diéguez cuando recuerda que la tecnología nunca es desinteresada. Y seguramente ésta sea la evidencia que con mayor claridad explica por qué la misma tecnología es, en su aplicación cotidiana, uno de los principales generadores de desigualdad en la sociedad occidental.
Con tal de darle aún más leña al asunto, si bien parece estar asumida la idea de que las ciudades se gestionan como empresas, tal vez vale la pena concretar que el modelo de administración municipal tiende a parecerse cada vez más al de las entidades financieras. Se trata de entrar en un juego en el que se paga cada vez más a cambio de cada vez menos servicios, es decir, en el que el usuario sólo puede perder. Y la compensación que se ofrece a cambio es la certeza de formar parte de una firma sólida, de estar en buenas manos, de haberse integrado en un proyecto líder capaz de generar la mayor confianza. Lo paradójico es que esas mismas entidades pueden presumir de estabilidad gracias al desembolso procedente de los ciudadanos, hayan querido o no, sean clientes o no; un desembolso sin retorno y a fondo perdido. Bien, tal vez Málaga pueda servir como ejemplo eficaz de todo esto: tenemos, por una parte, una ciudad en la que cada vez es más caro vivir, circular, aparcar, rehabilitar, reformar y hacer uso de determinados servicios públicos elementales; y, por otra, una ciudad cada vez más sucia, incómoda, intransitable, carente de zonas verdes y áreas para el esparcimiento e insostenible, por más que ahora se presuma de lo contrario a cuenta del 2027. Es decir, aquí se juega para perder. Cierto, estos problemas son habituales y comunes en todas las grandes ciudades. La diferencia es que Málaga se ha convertido en una marca sólida de éxito internacional, un referente cultural sin parangón, con el Rafa Nadal de los alcaldes y con una política municipal que ya no sólo no oculta, sino que exhibe sin problema, concurso público mediante, la convicción de que Málaga es, exactamente, una marca. De modo que se nos ofrece el apogeo mundial de la marca, ante la que toca aplaudir sin poner peros, a cambio de la derrota en el juego. Quién sabe: a lo mejor algún día a alguien se le ocurre considerar que no hay que gobernar para Málaga, sino para quienes viven aquí (malagueños, puñeta, hayan nacido en Málaga, en Sebastopol o en Tau Ceti). Hasta entonces, seguiremos jugando.
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