La tierra de las oportunidades
Calle Larios
Tal vez el coste social de esta crisis debía invitar en Málaga a algo más que esperar la reactivación de los modelos productivos ya conocidos
Si es que se trata de ganar un futuro
Málaga/A esta hora de la noche vuelvo a casa a toda pastilla. Faltan sólo unos minutos para que empiece el toque de queda. Tengo un salvoconducto impreso en mi bolsillo, pero prefiero no tener que usarlo, aunque cuando no he tenido más remedio los agentes de la policía se han mostrado amables, más o menos quisquillosos pero sin más novedad. Me doy cuenta, mientras escribo estas líneas, de que si hace dos años alguien me hubiera dicho que iba a escribirlas, con todo el sentido, tal y como la realidad impone, me habría echado a temblar. Pero llega a ser ahora casi más terrorífico el modo en que estas conductas ya nos resultan acostumbradas, señales de una normalidad que hemos adoptado como el wi-fi y el reciclaje de residuos domésticos. Vuelvo a mi relato: en el centro, los únicos pobladores de las calles desiertas son los repartidores de comida a domicilio, que van y vienen con sus bicicletas a la velocidad del rayo. Con los restaurantes cerrados, es un ejército de emisarios el que cruza las esquinas y reclama la atención de los porteros electrónicos: se trata de una legión desperdigada, de individuos con misiones particulares que cumplir, de diferentes empresas y con distintas encomiendas, pero a veces la coreografía parece multiplicarse. Tal vez se celebra algo, un acontecimiento que invita a los inquilinos a no cocinar y pedir que les lleven la cena, un partido de fútbol, un concurso de talentos, alguna final con un premio importante en juego, quién sabe. Enfilo por una calle donde la ausencia alcanza a incrustarse en el paladar con más vehemencia. Hace frío y no hay más que sombras. Una joven sale de un portal. Acaba de entregar un encargo y, con su casco en ristre, vuelve a la bici que ha dejado anclada en la acera. Entonces, llega a toda mecha otro repartidor con su bici. Es un chico. Se detiene junto a la joven y se quita su casco. Ella hace lo mismo. Ninguno de los dos aparenta tener mucho más de veinte años. Surge de inmediato una complicidad directa entre ellos: parecen ser pareja, aunque no hay gestos de cariño. Cómo podría haberlos. Ella busca ya en su móvil el siguiente destino. “¿Cómo vas?”, le pregunta él. “Voy para largo. Pero en cuanto llegue a casa me pongo a estudiar. No dejo de darle vueltas al examen del lunes”, responde la joven. “Descansa y estudia mañana”, replica el chico. “No puedo dejarlo más. Total, ya descansaré cuando acabe los exámenes”, dice ella, ya subida en la bici y con el casco otra vez en su cabeza. Un beso fugaz confirma las sospechas románticas, ahora tan enfriadas. Salen flechados, cada uno en una dirección. No hay tiempo para más. Viene un coche de la policía. Faltan cinco minutos para las diez. Sigo mi camino.
Y empiezo a hacerme preguntas. Manías de viejo. De un viejo que en su juventud aceptó trabajos que no le gustaban con la esperanza de encontrar algo mejor. Como casi todo el mundo. Me pregunto qué tiene que ofrecer Málaga a dos chicos que se desloman repartiendo comida a domicilio mientras organizan su tiempo para sacar adelante unos exámenes. Tengo una hija de doce años, así que mi pregunta va en serio. Hay toda una generación que pide paso, que está a las puertas de querer ganarse la vida. ¿Qué cabe esperar, a qué pueden atenerse? ¿Y qué hacemos con todos a los que esta nueva crisis ha dejado en la estacada? ¿Qué hacemos con una Málaga que no contempla más oportunidades que el turismo, que se lo juega todo siempre a la misma carta? ¿Qué hacemos con un alcalde que destaca cada día la importancia de que baje la tasa de contagios para que vuelvan los turistas? Es fácil: o logras una plaza de funcionario o sirves cervezas. Montar algo por cuenta propia ante los precios con los que se las gasta aquí el mercado inmobiliario es ya un privilegio reservado a una minoría cada vez más selecta. Y no hay muchos otros sectores productivos en los que meter la cabeza. Ni , a tenor de los planes municipales, se les espera. Podemos consolarnos con la idea de que esta generación podrá buscarse la vida fuera, y de hecho será sano y saludable que así lo haga. Pero, ¿no estaría bien tener la opción de quedarse? ¿Y la de volver? ¿Por qué son tan escasas las alternativas a la dependencia en una ciudad en la que, ya sólo por sus privilegios naturales, la historia debía ser muy distinta? Málaga se ha pintado un futuro muy estrecho. Y, ay, parece conformarse.
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