Para ser ciudad sangro, lucho, pervivo
Un paseo por los corralones de El Perchel y la Trinidad: de puertas afuera, un mundo olvidado; de puertas adentro, un modelo de resistencia y convivencia con nombres propios
Como no puede hablar, Benjamín instaló dos campanas en su casa. Así hace saber a sus vecinos que ha conseguido una nueva pieza. Cuando los necesite, los llamará de la misma forma. Ha trabajado toda la vida de chatarrero, callado, qué paradoja, torcía la cabeza y cargaba lo suyo en silencio, mientras calculaba lo que podría sacar por la jornada. Ahora un cáncer de laringe le ha arrebatado la voz. Se guardó muchas palabras y ya no puede decirlas. Si viviera en otra casa, en un piso con la puerta cerrada, con un rellano en el que apenas saludar con la cabeza o la mano al prójimo, el silencio ya le habría carcomido también por dentro. Pero Benjamín, a sus más de 70 años, vive en un corralón. Calle Trinidad, 86. Tiene legitimidad para hablar al Cautivo de tú. Cuando supo de su enfermedad y de la manera en que ésta iba a condicionar su existencia se vino abajo como un espantapájaros. Pero Pepi, su vecina, que había mordido el polvo antes, decidió venirse arriba ayudándole. Benjamín había coleccionado durante toda su vida figuras de cobre y bronce, antiguallas de todos los tamaños, tinteros escolares, cubiertos, medallas, esculturas, monedas, un ejército de cosas que no sirven para nada, su oficio resultaba idóneo para tal menester. Pepi le dijo, te voy a montar un museo. En tu casa. Y Benjamín, que vive solo, descubrió una tarde su salón convertido en un expositor de reliquias, mezcladas con sus fotos de alineaciones históricas del Real Madrid. Como en el túnel antes de la muerte: tenía su vida entera frente a sí, de un vistazo. Podía recordar el instante exacto en que se hizo con cada objeto. Pero quedaba sitio para más piezas, así que buscó otras en los rincones acostumbrados. Si lo apretamos todo cabrán más. Y colocó las campanas, del mismo bronce, en dos puertas. Cuando encuentra algo las hace repicar a gusto, tengo otra, tengo otra, y Pepi va enseguida a ponerla en el mejor sitio. Fuera el jardín luce precioso, y Benjamín ríe, saluda amablemente, tiene la radio puesta a todo volumen.
María Recio parece la matriarca de este corralón en calle Agustín Parejo, en el Perchel. Un bulldog francés parece salirse de debajo de la falda, se acerca sin reparos, es fácil adivinar, a pesar de la mirada de esta mujer cargada de historia y de vestido negro, a la manera milenaria, Alejandría y Roma enteras metidas en su pecho, quién manda aquí, quién retoza donde le da la gana, aunque parece que respeta las plantas primorosamente aireadas. He pasado aquí toda la vida, en el barrio, advierte. Los últimos catorce años los ha contado en esta casa, lo dice con solemnidad, como quien ha resistido. Y sus ojos explican con facilidad lo que el antropólogo Oscar Lewis definió como cultura de la pobreza: no me moveréis de aquí. Ésta es mi casa y aquí me quedo. Fuera, el barrio es un auténtico desastre. No hay una sola papelera. Los solares invadidos por automóviles mal aparcados demuestran una intención cargada de saña para que esta zona de la ciudad parezca merecedora del derribo. Pero, de puertas para adentro, un mundo de frescor y luz se abre en cada corralón. María se muestra digna al principio, es una mujer de su tiempo. Tú a mí de qué. Luego transige, incluso coquetea cuando el fotógrafo saca la cámara. De inmediato, una chica cuelga una imagen del Cautivo en la escalera del fondo. Si han de hacer fotos, éste tiene que salir. María tiene un objetivo: "Hemos puesto una huchita, a ver si somos capaces de juntar dinero para cambiar el suelo y poner uno de ladrillo. Éste está muy feo". No tiene prisa: la huchita esperará el tiempo que haga falta. Una vecina de su edad aparece en escena, se abraza a ella y ríe. "Nos llevamos como cualquier familia, a veces bien, a veces nos decimos de todo". Una familia y un proyecto. Parece bastarles. Nos despedimos y sonríen todavía, abrazadas. Fuera canta Camarón.
En Perchel norte y Trinidad sur la semana popular de los corralones ya terminó hace algún tiempo. Los patios mejor engalanados obtuvieron sus premios y los vecinos aceptaron el compromiso de invertir la dotación en la mejora de estos ámbitos de obligados encuentros. Marta Monserrate, que trabaja en los servicios sociales del Ayuntamiento en calle Cañaveral, lo explica sin titubeos: "Algunos de estos corralones no tienen nada que envidiar a los patios de Córdoba; la diferencia es que el proyecto de Córdoba tiene un interés económico y el nuestro tiene un interés social". Los mismos servicios sociales tienen censados 106 corralones en el área, aunque no descartan que haya más. Buena parte de la población vive un riesgo serio de exclusión social, especialmente los ancianos que viven solos y los niños, entre los que se dan casos de absentismo escolar. Vivir en un corralón, donde las relaciones se desarrollan de una manera muy concreta y la común dependencia entre vecinos (estimulada con proyectos como la semana popular y el concurso de patios) es necesaria para el trasiego diario, ha permitido a muchos abandonar el lumpen. Esta realidad se aprecia especialmente en un día cualquiera, como el de nuestra visita, en el que no hay banderitas ni poses de cara a la galería.
En Plaza Bravo, en la Trinidad, Carmela luce orgullosa su balcón, que mereció un premio en la última semana popular. En el corralón viven cuatro familias, que se organizan en turnos para mantenerlo cuidado y regar las plantas. Ella presume de haber pasado toda la vida en la Trinidad, "por si era poco me casé con un trianero". No hay dudas. De nuevo El Cautivo. Por todas partes. Hace 15 años que vive aquí con los suyos. Y hace cinco que una de las casas le fue asignada a un chico taciturno, algo desorientado, que había llegado desde Rumanía no mucho tiempo atrás. Por entonces, los vecinos habían decidido pintar el edificio, pero el presupuesto más barato de los solicitados se quedaba en 1.500 euros. Entonces, el rumano abrió la boca: "Yo lo pinto entero por 300 euros. Con el color que queráis". Y así lo hizo. Hasta el último palmo cubierto de un espléndido azul cielo, colmado de cenefas y mantones. Carmen nos recibe con una sonrisa de oreja a oreja, sirve gazpacho, es una anfitriona a conciencia. Otra vecina saca una bandeja de pimientos fritos, hace calor, perfecto. Esta amabilidad es mediterránea, la misma que se respira en las casas de Túnez y Esmirna.
En el Perchel, en el número 19 de calle Fuentecilla, vive Pepi Guerrero, la presidenta de la Asociación de Patios. Se queja de que cuando construyeron el corralón, de nueva planta, no hicieron el registro de salida y las tuberías se atascan cada seis meses justo debajo de su salón. Hasta ahora, la Junta de Andalucía, propietaria del inmueble, se ha limitado a desatascar, pero no a solucionar el problema. Muy cerca, en el Llano de la Trinidad, la morena Yolanda es la secretaria de la misma asociación. Y se pregunta por qué cuando construyeron el corralón dibujaron en el adorno de la puerta la silueta exacta de Mickey Mouse. Cierto: cuando se cierra la reja aparece la figura con sus dos orejas redondas. "Al menos somos famosos por esto. Éste es el corralón del Mickey". Isabelita se asoma juguetona en la misma puerta, como partiendo el dibujo en dos. Y explica que, además de la reja, instalaron la puerta exterior "porque entraban en el rellano a dormir y a fumar. Se pagó entre todos". El gasto de la comunidad por vecinos asciende a 10 euros. La Virgen del Carmen en otro azulejo.
Entre la Trinidad y el Perchel, en calle Montes de Oca, se extiende el corralón de Santa Sofía. El porqué de este nombre tan bizantino es un misterio. Se construyó en 1884 y es uno de los pocos que pudo rehabilitarse sin necesidad de derrumbarlo, en 1992. Su estructura, encajada entre moles de siete y ocho pisos, impone una soberbia sensación de resistencia. El Ayuntamiento lo expropió en 1989 al antiguo propietario y lo integró en el plan de recuperación de la Trinidad y el Perchel. Ancianos solitarios, permanentemente atendidos, van y vienen. Atraviesa el espacio una familia magrebí. Éste era el corralón casamentero. Los novios contraían matrimonio y luego tocaba la yamba, o lo que es lo mismo, la jazz band. Hay un lavadero común, con sus pilas y sus cordeles. Un milagro de tejas perdido en el tiempo.
De vuelta a la Trinidad, en calle Carril, la droguería Triviño vende aceite de hígado de bacalao y otros remedios ancestrales. Tienen página web y despachan por internet. Cabe parafrasear a Miguel Hernández: "Para ser ciudad sangro, lucho, pervivo".
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