Cornualles y su historia
EL JARDÍN DE LOS MONOS
Si algo tienen los ingleses, y no digamos los cornualleses (o córnicos), es su capacidad e inventiva para fabular su historia
Un verano en Cornualles, una idea genial
Cornualles es una región extraña. De hecho, en lugar del título elegido de Un verano en Cornualles, debería haber elegido algo así como El enigmático Cornualles. La geología de estas tierras ya es extremadamente peculiar, como también lo es su geografía. Cornualles, Cornwall en inglés, es una península con forma de protuberancia de oso hormiguero que linda, al este, con el condado de Devon, cuya capital es Exeter, al norte y oeste, con el mar Céltico o canal de San Jorge que la separa de Irlanda y, al sur, con el canal de la Mancha. Es la parte más suroccidental de Inglaterra, donde se encuentra el cabo de Land Ends que es el equivalente inglés del Finisterre gallego y el Finistére de la Bretaña francesa. Tres territorios con una clara ascendencia celta.
Gran parte de la península córnica es granítica, con una abundante cantidad de minerales, especialmente calcopirita y casiterita (mi compadre Paco le llamaba casirrotita, por la cantidad de pedruscos que siembran el terreno), de los que se extraen cobre y estaño respectivamente. La explotación de estos minerales comenzó en la Edad del Bronce (2.200 a.C.) y ha durado hasta los años 90 del siglo XX, lo que ha dejado un paisaje convertido en una exposición permanente de vestigios de la Revolución Industrial. A pesar de sus remotos comienzos, es en el siglo XVIII cuando el paisaje de Cornualles sufre una transformación alucinante. Se perforaron centenares de pozos y se erigieron sus correspondientes ingenios. Llegaron a existir cerca de 500 minas, entre ellas, una (la de Dolcoath) cuyo pozo alcanzó un kilómetro de profundidad. En el siglo XX, comenzó a decaer la minería hasta que, en 1998, se cerró la última mina. Pero el legado, tanto material como inmaterial de esta industria, ha sido inconmensurable. Sus principales consecuencias, aparte del incremento de la población que llegó a duplicarse, fueron el avance espectacular de los transportes, las comunicaciones y la fabricación de motores y maquinarias. También dio lugar al nacimiento de organizaciones obreras, empresariales y científicas, además de adelantos técnicos entre los que caben destacar el primer motor de balancín, la máquina de vapor de Watt o el motor de alta presión que permitió alcanzar profundidades antes insospechadas. Por todo ello, la Unesco ha declarado la zona como Patrimonio de la Humanidad en 2006. Pero, sobre todo, ese legado ha dado lugar a que, cuando se contemplan las minas abandonadas, en ese paisaje abrupto, plagado de pedruscos y matorral, frecuentemente difuminado por una densa niebla, al espectador se le encoja el corazón, sufra cierto canguelo y tenga la sensación de andar por un lugar distópico y torvo.
El paisaje de Cornwall, cuando menos en toda su costa occidental, no puede desligarse ni de los altos, peligrosos y bellísimos acantilados que lo elevan sobre el nivel del mar, ni de las doradas y apacibles playas de su costa levantina. No es infrecuente encontrarse con la chimenea de una mina abandonada en mitad de un acantilado. El miedo asalta entre caer por el acantilado o ser tragado por la mina, ya que los pozos superan la profundidad del suelo marino. Los acantilados son muy peligrosos. Sus bordes suelen ser engañosos cubiertos por los matojos. Las advertencias son numerosas, pero, pese a ello, son muchos los accidentes letales. Igualmente ocurren con los curiosos que exploran las minas abandonadas. En Cornualles el peligro acecha por todos lados. Ayuda la climatología. Quizá arrastrada por los vientos del oeste (llamados Westerlies en inglés), todos los días, a media tarde, entraba desde el mar una espesa niebla que nos dejaba una visión difusa, como si padeciésemos de cataratas. Todo se volvía fantasmagórico: las casas , las chimeneas de las minas arruinadas, los megalitos, el druida, mi compadre Paco con su linterna lasser en plan jedi de Star Wars,…
Si algo tienen los ingleses, y no digamos los cornualleses (o córnicos), es su capacidad e inventiva para fabular su historia. La historia, fuese la que fuere, se la fabulan a su medida, con una imaginación inusitada y, para que nunca se olvide la versión ingeniada, dejan vivos a sus protagonistas, siempre presentes, convertidos en fantasmas. No hay un sir o una lady que no siga fantasmagóricamente vivo en su castillo y, a sensu contrario, no existe un castillo que no tenga el fantasma de su sir o su lady. Eso ayuda a vivir envuelto en el misterio de esta tierra enigmática. Pero adentrémonos en la historia verdadera (supuestamente, siempre supuesta)) del condado de Cornualles.
Hace 10.000 años, después de la última glaciación, comienza la reocupación de la Gran Bretaña. Pero los restos megalíticos, tan abundantes en esta península, son ya del Neolítico. Los famosos Quoit, especie de cámara mortuoria hecha con piedras grandes, se construyeron alrededor del año 3.000 a.C. Pero es en la Edad del Bronce (alrededor del año 2.200 a.C.) cuando se produce un cambio radical propiciado por la comercialización del estaño y el cobre. Comenzó su venta a otros pueblos limítrofes, generalmente bretones, pero se fue extendiendo hasta establecerse un comercio regular con pueblos del Mediterráneo. Ahí estaban los fenicios para ello. Para esas fechas, el bronce (aleación de estaño y cobre) ya era el metal comúnmente utilizado en armas, herramientas e, incluso, en joyería. Desde esa fecha y hasta el año 1.400 a.C., los habitantes córnicos erigieron innumerables círculos de piedra (stone circles), menhires, alineaciones, etc. que se reparten por todo el territorio; expresión de sus creencias religiosas o, quizá, observatorios astronómicos o meteorológicos, pero que dan fe de una sociedad ya organizada y sofisticada, esto es, de una sociedad urbana que vivía de la agricultura y la ganadería, lo que le permitía dedicarse a otras materias que no fuesen exclusivamente la supervivencia. Para estas fechas también la cerámica estaba desarrollada.
Pero fue hacia el 800 a.C. cuando llegaron, desde la Europa central, los pueblos conocidos como los celtas. Traían de la mano la Edad del Hierro. Eran pueblos que venían con nuevas ideas, que vivían en sociedades perfectamente estructuradas en grupos tribales y dinásticos, en las que existía una aristocracia, dominante por su riqueza o su poder militar, y unos gremios en los que cada uno tenía su función social o económica: marineros, soldados, constructores, herreros, agricultores, etc. Y también existía una clase sacerdotal, los druidas, encargados de la liturgia, las creencias, las historias y la tradición. Estos celtas hablaban un idioma llamado britónik que derivó en tres lenguas regionales, el córnico de Cornualles, el galés y el bretón. A pesar de que ya se había impuesto el uso del hierro, siguió siendo potente el comercio del estaño que se exportaba a los pueblos del Mediterráneo, especialmente a Marsella, hecho que conocemos a través del historiador Diodoro Sículo que fue el primero en hablar de Cornualles. En esta época se cree que Cornualles pertenecía al gran reino de Dummonia, que comprendía también los condados de Devon, Dorset y Somerset. Este reino estaba subdividido en pequeñas regiones que fueron la base de las, después llamadas centenares, divisiones administrativas que perduraron más de mil años (del siglo IX hasta el XIX).
En el año 56 a.C., en la batalla de Quiebron, Julio César derrotó a los celtas. Comenzó la conquista romana de Britania, pero que nunca llegaron a apoderarse totalmente de Cornualles (ni de Gales), de forma que no dejaron una huella importante en lo que ellos llamaban Cornouia. Así que, tras la caída del Imperio Romano, los sajones, entre otros, pudieron conquistar y colonizar gran parte de Britania aunque Cornualles siguió bajo el dominio de las élites preexistentes romano-británicas y celtas. En el siglo V comienza lo que se ha dado en llamar La era de los santos. Una era oscura en la que el cristianismo celta se instala en Cornualles y dan comienzo una serie de mitos y leyendas que posteriormente se convirtieron en las “leyendas artúricas”, donde aparece el nombre de Gorlois (Gwrlais en galés) que significa duque de Cornualles, pero del que no hay pruebas fehacientes de que existiese. Bien, llegados a este punto, con el rey Arturo y los caballeros de la Tabla Redonda, creo que estamos ante una historia que merece un capítulo aparte.
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