Destinos cruzados en el Cercanías de Málaga: del escritor Javier Castillo al músico callejero

El autor malagueño Javier Castillo escribió su primera novela en el tren

Un tren que una Nerja con Algeciras tendría 60 millones de pasajeros al año en cuatro tramos

Jairo Marfil, Carmen Fernández y Vladyslav Savenko, pasajeros del Cercanías. / Mar Bassa

Casi poniendo las calles, un hombre joven y de pelo moreno se dirige hacia la estación del Cercanías de Fuengirola para coger el tren a las 8:20. Se adentra al vagón y elige sentarse en el mismo asiento que lo lleva haciendo día a día: los tres que hay en fila cerca de la pasarela que lo une con el siguiente. Saca su ordenador, un HP, y abre el documento de Word. Quiere aprovechar los 48 minutos de trayecto que dura la travesía hasta la estación de Centro Alameda. Como un narrador omnisciente, se fija en todos los pasajeros y deja volar la imaginación. Si Beethoven era un mago con el teclado del piano, el malagueño hace magia al golpear las teclas de su portátil. Así, hace cerca de una década, el chico del tren escribió su primera novela: El día que se perdió la cordura. Es Javier Castillo.

"Era como un juego, no pensaba que fuese a llegar a nada, y lo que ha pasado después es que es algo que es un sueño", confiesa en una entrevista con este periódico. El tren está lleno de vida, de gente que viene y va. Un lugar perfecto en el que poder observar a las personas y cómo se relacionan entre ellas. Recuerda a un hombre trabajador de la construcción que subía siempre en Torremuelle hacia Málaga y siempre se quedaba de pie agarrando la barra: "Me fijaba en las manos para describir las de Steven, que es uno de los personajes de El día que se perdió la cordura, un personaje muy especial y con mucha fortaleza, y me encantaba porque en sus manos veía las de Steven, era algo increíble".

Casi 10 años después y un par de horas más tarde, no es extraño encontrar a algún lector del escritor, que se sumerge tanto en las historias de Javier Castillo, en los minutos que dura su trayecto en tren. "Es tan increíble el cambio, porque yo escribía, te lo aseguro, con la intención de que no me iba a leer nadie. Solo pensaba que este capítulo que había escrito, a ver si a mi mujer le gustaba cuando llegase a casa", comenta. Aunque, si uno se sube al Cercanías, no tarda en darse cuenta de que no se encuentra a muchas personas con un libro en sus manos. La mayoría sostiene sus teléfonos móviles, ajenos a lo que pasa alrededor.

La de Javier Castillo es una historia excepcional. Casi literaria. Pero hay otras. Muchas. Tantas como viajeros se suben cada día a sus vagones. Es el caso de un hombre que ronda los cuarenta y está absorto en la lectura de El cuarto mono, de J. D. Barker. Lleva un polo de manga corta y un gorrito de lana del mismo color: un gris aguado que parece ir a juego con el paisaje que se dibuja detrás de él, en la ventana del tren, unas nubes que corretean por el cielo con la amenaza de soltar agua en cualquier momento. Solo le saca de la investigación en la que se pierde un chihuahua blanco que se cuela entre sus piernas. Sonríe. Mira al dueño. Le devuelve la sonrisa. Deja el libro y estira el brazo para acariciarlo. Mueve la cola, feliz.

Ajena a toda esta escena, una joven no aparta la vista de un par de folios escritos con tinta azul. También lleva un gorrito de lana y un jersey burdeos de cuello alto. Carmen Fernández es una joven de 26 años que se dirige al Centro. Resopla al darle la vuelta a una de las hojas. Tiene palabras y frases subrayadas. Estudia la programación didáctica que tiene que exponer ante el tribunal y una unidad didáctica, si le da tiempo, desde que se sube al tren en Los Boliches. La fuengiroleña está opositando para ser profesora de Historia en Secundaria.

"La unidad didáctica es como un temario para organizar las clases y también cómo se interactúa con el alumno, los exámenes a realizar, cómo los evalúas y, además, un programa para personas con discapacidad o individualidad de aprendizaje", explica. Ya se lo sabe de memoria. De hecho, ha quedado con un amigo, que ya es profesor, para practicar la parte oral del examen. Confiesa que es algo que le cuesta más. Lo corroboran su risa nerviosa y sus ojos verdes, que esconden algo de vergüenza al hablar de ello.

Estudió Historia en la Universidad de Málaga. Hizo el máster en Desarrollos Sociales de la Cultura Artística y después el Universitario en Profesorado de Educación Secundaria Obligatoria, Bachillerato, Formación Profesional y Enseñanza de Idiomas. "A ver si me toca ya la plaza definitivamente", desea con una sonrisa que se escapa de forma inconsciente. El año que viene tiene el examen. No pudo presentarse a la anterior convocatoria porque todavía estaba estudiando el máster y le era "imposible" abarcarlo todo. Un oposición requiere de mucho esfuerzo, pero, también, de mucho tiempo. Tiempo del que ya dispone. Se coloca el pelo, de un rubio oscuro, para afirmar que ya tiene "las riendas de la situación".

En otro vagón hay un tipo que, a priori, puede pasar desapercibido. Va de pie, agarrado a las barras superiores del vagón. Lleva puesta una chaqueta vaquera de color negro con borreguillo y unos pantalones a juego. Los zapatos también son negros. A su lado lleva lo que parece una pequeña maleta, pero nunca hay que dar nada por sentado. "Soy un músico callejero", dice. Esa es su carta de presentación. No quiere decir su nombre, prefiere mantenerse en el anonimato. Un artista más de los muchos que regalan su arte por las calles de Málaga. No ha nacido en España, se le nota en el acento seseante. Es latino y está orgulloso de sus raíces.

Se busca la vida brindando momentos únicos a los transeúntes de distintos puntos de la provincia. Tampoco quiere revelar cuál va a ser su primer destino del día. Lo que sí garantiza es que, en estas fechas, su repertorio es de lo más navideño: desde el famoso El tamborilero, que también versiona Raphael, hasta otros villancicos como Feliz Navidad. Temas que llenan de alegría e invitan a los que pasan cerca de él a dejar pasar el espíritu navideño, que se cuele y cale en su alma y llene de brillo sus ojos.

No muy lejos de él, un joven con gafas se entretiene mirando el paisaje. Lleva puesta una gabardina de color gris sobre las piernas, un jersey verde oscuro y una braga que le cubre el cuello. Se llama Jairo Marfil. También viene desde Fuengirola y, aunque apenas coge el tren, lo hace por una ocasión especial. Como si lo hubiera hecho a posta, su jersey va a juego: se dirige hacia la basílica del Dulce Nombre de Jesús Nazareno del Paso y María Santísima de la Esperanza - la Basílica de la Esperanza para la mayoría de malagueños- para acompañar a su novia. "Vamos a ir al besamanos de la Virgen de la Esperanza", señala con una leve sonrisa.

Él no es muy devoto, pero lo hace por ella. Es su día libre. Un acto de amor del joven de 32 años. A veces, estos pequeños gestos son los que marcan la diferencia. Su pareja tiene el piso en Málaga y, ya que van a la cita con la Esperanza antes de que parta a Roma, aprovechan para pasar el día juntos por la capital y dormir con el calor del otro. "Con el tren me ahorro el tener que buscar aparcamiento, pero tiene sus contras, como cuando hay retrasos. Tú necesitas coger el tren a cierta hora y si se retrasan, te alteran el plan que ya tenías hecho", lamenta el operario de limpieza.

A media tarde, el tipo de personas que se sube al tren cambia ligeramente. Hay muchos más adolescentes y mucho más ruido que por la mañana. La gente ya está despierta y no hay nadie que esté aprovechando para dar una cabezadita. Como dice Javier Castillo: "El tren es un sitio muy lleno de vida y, si estás atento, ves historias preciosas, como una pareja mayor que hace muchos años que no va al Centro y escuchas la conversación de que están los dos nerviosos por ver cómo va a estar la calle Larios, que hace 10 años que no la ven". Algo cercano ocurre con María.

María es de Torremolinos y está sentada en un asiento similar a los que usaba el escritor. Va acompañada por su hermana, que es unos años menor. Las dos vuelven a casa en tren después de una reunión previa a la Navidad. Una reunión especial. María ha estado con todos sus hijos -que son cuatro- y no puede evitar sonreír al hablar de ellos. Tiene arrugas en la cara, quizás haya cambiado mucho su rostro en los 89 años que tiene, pero lo que sigue intacto es ese brillo en los ojos. Unos ojos de color verde, casi azul, que hipnotizan a cualquiera que se le acerque y que resaltan con el sombreado morado.

Castillo recuerda que en la zona en la que se montaba "había mucho jaleo de maletas" al pasar por la parada del aeropuerto: "Tener mucha gente alrededor y la maleta encima era un poco estresante". Lo mismo le pasa a María, pero los bloquea con su bastón. Mira con curiosidad a los nuevos pasajeros, casi todos extranjeros. María sería la mujer a la que el escritor le cedería el asiento: "Siempre cedo el asiento a todo el mundo y muchas veces estaba escribiendo, a lo mejor algo superinteresante, pero me levantaba y dejaba el capítulo muy alto". María, que tiene el pelo de un color cobrizo y bien peinado -y fijado con laca-, no es pasajera frecuente, pero lo utiliza más desde que murió su marido. Tiene la voz ronca y habla en voz baja, pero regala una sonrisa de esas que son capaces de alegrarte el día. "Hay que vivir el presente y disfrutarlo", concluye.

Vladyslav Savenko es un joven de 20 años que se dirige hacia Fuengirola. Tiene el pelo rapado y dos líneas en una ceja. Mira por la ventana del tren, algo que no es muy habitual en los más jóvenes, pero tiene una explicación: sus auriculares inalámbricos se han quedado sin batería y no puede escuchar música. No puede abstraerse del mundo físico, así que decide disfrutarlo en primera persona en vez de ver tiktoks. Viene de la comisaría de la Policía Nacional. "Me tocaba renovar el NIE", dice.

Savenko es de Ucrania y este año ha cumplido una década en España. "Mi madre y yo nos fuimos de nuestro país por la guerra y llegamos aquí, a Fuengirola, hace ahora 10 años", cuenta. Este es un ejemplo de las miles de personas y de familias que han tenido que emigrar de su país de origen por el conflicto armado. Aunque ya ha pasado un tiempo, el éxodo de ucranianos y la guerra con Rusia siguen siendo noticia de actualidad. Todavía no tiene la nacionalidad española, pero tiene más acento andaluz que muchos de los que han nacido aquí. Dicen que un malagueño nace donde quiere. Vladyslav Savenko quiere quedarse a vivir en Fuengirola y espera poder tener la nacionalidad en los próximos años.

El éxito de El día que se perdió la cordura transformó la vida de Javier Castillo, tanto que incluso escribió el último capítulo de El día que se perdió el amor allí, en el vagón que le dio alas, como un ritual de gratitud hacia el espacio que le "trajo suerte". El chico del tren, como muchos todavía lo siguen llamando, es uno de los ejemplos de que en el Cercanías concurren miles de historias al mismo tiempo, tan dispares y tan similares a la vez. Sin compartir un ápice de sus vidas -o sí, algo, quizás-, pero que se unen en las mismas vías para hacer el mismo recorrido. Quizás haya otro escritor dándole forma a su primera novela y que tenga ganas de contar historias. Historias que en el tren pasan desapercibidas, pero que, si se encuentran, sorprenden.

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