Un día en Zurich

EL JARDÍN DE LOS MONOS

No es solo una ciudad, es un símbolo de perfección discreta, donde cada rincón, cada paraje, cada edificio parece diseñado para perdurar.

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Grossmünster. Catedral de Zurich
Grossmünster. Catedral de Zurich

“¡Oh Zurich! Joya de los Alpes, donde el cielo se inclina a besar la tierra, y los ríos, como lágrimas de cristal, se deslizan con serena melancolía. Quien te contempla sabe que tu belleza es infinita”, reza un anónimo poema. Y es que Zurich no es solo una ciudad, es un símbolo de perfección discreta, donde cada rincón, cada paraje, cada edificio parece diseñado para perdurar. Quizá sea por eso que ha sido un lugar de inspiración, de refugio y creación para tantos artistas, literatos y pensadores.

Decidimos quedarnos en Zurich el tiempo que fuese necesario para conocerla, y no nos equivocamos, porque es una ciudad que no solo se contempla, sino que además se siente. Es un lugar donde los monumentos no son meros vestigios de piedra, sino capítulos de un relato mucho mayor. Cada rincón, cada fachada, cada sombra proyectada por el sol parece susurrar algo íntimo, algo que se capta sin querer. Zurich es una ciudad y un estado del alma, es un poema vivo; con su elegante compostura, cada rincón parece un verso detenido, una imagen descrita con una elocuencia tan natural, como solo puede surgir en una ciudad con alma.

Zurich, con casi 500.000 habitantes, es la ciudad más grande de Suiza y uno de sus centros financieros más importantes. Su historia se remonta a tiempos romanos, cuando era conocida como Turicum. Durante la Edad Media se desarrolló como una ciudad relevante dentro del Sacro Imperio Romano Germánico. En el siglo XIII obtuvo el derecho de autogobernarse dentro de la Antigua Confederación Suiza, lo que le permitió prosperar notablemente. En el siglo XVI fue uno de los epicentros de la Reforma Protestante liderada por el teólogo Huldrych Zwingli, cuya influencia transformó la ciudad en un bastión del protestantismo. A lo largo de los siglos XIX y XX experimentó una rápida industrialización y un crecimiento económico significativo, convirtiéndose en uno de los principales centros financieros del mundo. A pesar de su modernización, la ciudad ha mantenido un fuerte sentido de identidad cultural y un alto nivel de vida, lo que la ha convertido en un destino turístico de primer orden. Hoy en día, Zurich es conocida, no solo por ser un centro financiero global, sino también por su rica oferta cultural, sus museos, teatros y su vibrante vida nocturna, además de su exuberante naturaleza, en la que adquiere un papel fundamental el Lago de Zurich y el río Limmat que atraviesa la ciudad.

En el corazón de la ciudad, a la orilla derecha del Limmat, se alza la Grossmünster, una catedral que más parece un manifiesto que un edificio. Sus torres gemelas se yerguen señalando al cielo en honor de los santos patronos, Felix y Régula, mártires decapitados en las persecuciones de Diocleciano. Románica, de los siglos XII-XIII, con elementos góticos, fue construida sobre un anterior templo carolingio. Las torres fueron construidas a finales del siglo XV. En origen las agujas eran de madera, pero al ser destruida una de ellas en 1781, por un incendio, la otra se derribó para ser ambas reconstruidas iguales. Fue entonces cuando se añadieron los chapiteles actuales de estilo barroco. Dentro, las vidrieras, que datan de 1932 y son obra de Giacometti, convierten la luz en un espectro de emociones, cada rayo que atraviesa el vidrio parece contar una historia perdida. Predicando desde su púlpito, Ulrico Zwingli emprendió la Reforma Protestante en 1519.

A un paso, cruzando el río, nos encontramos con el Fraumünster, un monasterio basilical de simples y delicadas líneas góticas construido entre los siglos XIII y XIV. El campanario, sin embargo, es barroco de 1732. El interior, con un delicado aire monacal, guarda las vibrantes vidrieras de Marc Chagall, realizadas en 1970. Es como si el artista hubiese querido atrapar un sueño y dejarlo suspendido allí, en los vitrales, para que los ojos del visitante lo descifren. En ese espacio, el tiempo se convierte en un susurro y el alma se encuentra con algo que trasciende lo terrenal. Muy cerca, en la misma orilla del rio Limmat se encuentra St. Peter, la iglesia más antigua de la ciudad, en cuya torre campanario, románico-gótica, destacan las esferas del reloj que están consideradas como las más grandes de Europa. Si hay algo imprescindible de visitar en Zurich es, sin duda, el Museo Kunsthaus (Museo de Bellas Artes). Es uno de los museos más importantes de Suiza. Su colección abarca una gran variedad de períodos y estilos, desde el arte medieval hasta el arte contemporáneo. De este último destacan obras de artistas como Alberto Giacometti, Marc Chagall, Pablo Picasso o Vincent van Gogh, entre otros muchos.

Fuimos paseando a Lindenhof, un tranquilo espacio histórico en pleno corazón de la ciudad, es un rincón que parece diseñado para la contemplación. Desde aquí, Zurich se contempla como una panorámica animada: el río Limmat serpentea con elegancia, reflejando las fachadas de las casas medievales que parecen flotar en el agua. Al atardecer, este lugar se transforma en un teatro de luces y sombras, donde los colores del cielo danzan sobre las aguas; y después a Niederdorf, el barrio bohemio por excelencia en pleno centro histórico. Un laberinto de callejuelas donde la historia y la modernidad se entrelazan como amantes furtivos. Aquí, cada esquina guarda un secreto: una pequeña librería, un café íntimo, una puerta que se abre a otro siglo. El aroma del café y el eco de la música callejera flotan en el aire creando una atmósfera que invita al abandono y la exploración. Y junto a todo ello, el Lago de Zurich, un espejo inmenso que refleja el cielo y las emociones del que lo contempla. En sus orillas, los parques y paseos parecen diseñados para detener el tiempo; mientras los cisnes, con su majestuosa indiferencia, se deslizan sobre el que bien pudiera ser “El lago de los cisnes” de Tchaikovsky (ya me pareció a mi que aquel cisne de mirada lánguida e indolente me evocaba a la princesa Odette).

Zurich, en su conjunto, es una ciudad que no se contempla, sino que se siente. Es un lugar donde los monumentos no son meros vestigios de piedra, sino capítulos de un relato mayor. Cada rincón, cada fachada, cada sombra proyectada por el sol parece susurrar algo íntimo, algo que sólo el viajero atento puede captar. Estamos, no solo en una hermosa ciudad, sino también ante un estado del alma.

Hay dos capítulos que me fascinaron de Zurich: El primero comprobar que la gastronomía podía ser un festival de los sentidos en el que se combina tradición y sofisticación, desde los sabores robustos de la cocina suiza hasta los platos de la mejor cocina internacional. Hasta un menú informal, como es una fondue, puede resultar todo un ritual gastronómico; nada como compartir un ardiente caldero de queso fundido, con pan fresco y encurtidos, en la noche fría zuriqués (que no fue nuestro caso a primeros de agosto) y terminar con un postre de chocolate. Y el segundo, su vibrante vida cultural y la atracción que esta ciudad alpina ha despertado en artistas, escritores, filósofos, científicos y personajes influyentes a lo largo de la historia. En sus calles, cafés y salones se han gestado movimientos artísticos, debates intelectuales y obras inmortales que han dejado huella en la humanidad. Por Zurich han pasado genios de las artes plásticas, como Giacometti, de las letras, como James Joyce o Tomas Mann, pensadores como Gustav Jung, de la música, como Wagner, de la filosofía y la política como Lenin, o científicos como el mismísimo Einstein.

Esta ciudad es tan fascinante que, aparte de ser el lugar del mundo donde más multimillonarios hay por metro cuadrado, es según Einstein “una de las ciudades más bellas del mundo”, de la que además confesó: “Zurich es la ciudad en la que me he sentido en casa, donde pude estudiar y trabajar en paz, y donde realmente comencé a comprender lo que significa pensar”.

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