El espetero que llegó a Málaga en los bajos de un camión
Mohammed lleva diez años trabajando en un chiringuito de Marbella
Vino hace veinte desde Ceuta
Marbella/Mohammed Basraoui coge las sardinas de la caja de corcho casi sin mirar. Las voltea panza arriba y las clava en el espeto de bambú con la soltura que baraja un croupier. Parece que lleva toda la vida haciendo banderillas de plata. Cualquiera pensaría que se ha criado en El Palo o Huelin viendo a mayores pinchar sardinas. Nadie podría imaginar que llegó hace veinte años debajo de un camión desde Ceuta.
La de serpentear hasta un recoveco en los bajos de un camión y atarse a él con el cinturón no debe ser una decisión fácil. Para Mohammed, era la única posible: “No todo el mundo tiene recursos económicos para pagar una patera, que es el camino fácil. Si me hubiesen dado cualquier otra opción, también la habría probado”. Era 2001, algún amigo suyo ya lo había hecho y tenía claros los motivos. “Estaba en la Universidad estudiando para maestro, me tuve que mudar de casa de mi madre y no me daba para pagar el alquiler del piso compartido, pensé que no había tiempo para tonterías”, relata Mohammed mientras sigue manipulando el pescado.
Antes de cumplir la mayoría de edad era un apasionado de la filosofía, leía todo lo que caía en sus manos, “sobre todo filósofos de Al-Andalus". Hubo una época que me dio por la metafísica”, recuerda. Su profesor de Filosofía le dijo que podía ser un gran maestro en la materia, pero él no tenía beca ni dinero para costearlo, así que puso rumbo a Castillejos, donde estuvo un par de meses pasando bultos a Ceuta.
Una vez pudo quedarse al otro lado de la frontera tardó una semana en encontrar el camión que le llevaría a cruzar el Mediterráneo. Horas más tarde se encontraba en plena madrugada y lleno de grasa en el Polígono Santa Bárbara. No entendía ni una palabra en español. Cuando lo vio el conductor del camión se enfadó mucho con él y llamó a un guardia de seguridad. “Yo creía que era policía, de lo que me dijo sólo entendí five minutes y comprendí que en cinco minutos no me quería ver más por allí”, sigue espetando Basraoui.
Acabó cerca de una nave en la que un guarda jurado le dejó estar y le dio algo de ropa y comida a cambio de que le ayudase con algunas tareas. Hasta que se cruzó con un compatriota que le aconsejó que fuera a los montes de Málaga, donde habría menos vigilancia. Allí trabajó en varias granjas de ovejas hasta que recaló junto a un empresario que se dedicaba a comprar almendras, aceitunas y otros frutos para vendérselos a las cooperativas. Un día conoció a Miguel García, hijo de los vecinos de finca que les invitó a él y a su jefe a una paella. Miguel le dijo que era copropietario de un chiringuito en San Pedro de Alcántara, Guayaba Beach, y que cuando tuviera los papeles en regla le llamase. Meses más tarde Mohammed pudo acogerse a la regularización de inmigrantes de Zapatero y llamó a Miguel, como le había dicho. “Cumplió con su palabra y me trajo a San Pedro, me pagó la habitación en un hostal y me dejó trabajar en el office, limpiando platos”, cuenta agradecido Mohammed.
Pero su paso por las cocinas no llegaría hasta unos años más tarde, cuando estuvo trabajando cuatro años como cocinero en el Hotel Guadalmina. Época que coincidió con su boda en 2008. "Me casé según las tradiciones de mi país en una boda preciosa, ahora tengo cuatro hijos y he conseguido traer a España a mi madre y a una hermana. Aún estoy luchando por traer a mi otra hermana, que sigue en Marruecos”, narra.
Seguía en el hotel cuando el espetero de Guayaba tuvo que dejar su puesto y Miguel García y José M. del Pino (el otro socio del chiringuito) se acordaron de él. “Como tenía experiencia en cocina y había estado un tiempo ayudando al espetero me lo ofrecieron, probé dos semanas y me salieron bien, así que me dejaron. Hoy mis espetos son los mejores de la zona, sin duda”, dice sin disimular su orgullo. “Lleva ya 10 años y es un trabajo difícil, pocos lo aguantan. Además hace muy buenos espetos”, responde Pino cuando le preguntan por Mohammed.
El chiringuito está en pleno bullicio. Todas las mesas ocupadas, pese a ello Antonio y Ángela le dicen al recepcionista que se sientan en la barra, “sólo venimos a comer unos espetos”, peinan canas y llevan más de veinte años yendo al chiringuito los veranos. Como ellos, muchos clientes vienen por las sardinas, las lubinas, las doradas o el calamar. No se entiende un chiringuito en Málaga sin el pescado a la brasa y en La Guayaba se hace según la tradición, sobre una barquita de pesca y en caña de bambú. Cerca de los troncos de olivo la temperatura aumenta y Mohammed se protege del sol con un gorro de ala ancha. Delante de la candela ha pasado muchos momentos, incluso el Ramadán. "Se hace muy difícil estar todo el día sin beber con tanto calor, cuando llega la noche lo primero que hago es pedir agua, pero todo se aguanta, está en la mente”, comenta.
Una clienta rubísima de unos cuarenta años y con la tez rojiza se acerca a la barca. Chapurrea algo de español y pregunta si puede hacer una foto a los espetos, Mohammed la atiende entre bromas, “es lo que más llama la atención”, dice. Está a la entrada del chiringuito y muchos clientes le conocen y le saludan “estoy en la doce, acuérdate de mí y me las haces con cariño”, le dice un hombre con camisa de lino azul, bermudas blancas y gafas de sol oscuras. Pero el de espetero no deja de ser un trabajo estacional. "En invierno hago lo que salga, trabajo en la obra, pintando, en bares…", explica. Ahora ha abierto también una frutería, en la que da trabajo a su hermana y a su mujer, todo lo hace pensando en su familia. “Cuando tenía 15 años ya trabajaba en bares y otros sitios haciendo recados y al final del día volvía con más dinero a casa que mi madre que se pasaba el día entero limpiando casas”, cuenta.
Con su gorro de paja, sigue clavando las banderillas de plata sobre la arena de la barca. La sal sobre las sardinas cruje al calor del fuego; Mohammed emplata un par de raciones. Nadie pensaría que llegó hace veinte años en los bajos de un camión.
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