Antes de la Gran Málaga

Calle Larios

La definición metropolitana obedece, hasta cierto punto, a una evolución natural de la ciudad: el problema empieza, de nuevo, cuando, a la hora de gobernar, el territorio especulativo sustituye al real

Málaga: los bien domesticados

Somos la ciudad del Paraíso, pero queremos parecernos más a otras.
Somos la ciudad del Paraíso, pero queremos parecernos más a otras. / Javier Albiñana

Málaga/A veces corresponde empezar un artículo como nunca habría que hacerlo, pero aquí va: cuando empecé a leer a Dostoievski, allá por el Pleistoceno, me llamó la atención que en Crimen y castigo, por ejemplo, muchos personajes se expresaran en francés. Ya en la edición de Cátedra con la que me inicié en el mundo del autor ruso se explicaba que a mediados del siglo XIX, París, que representaba entonces el centro del mundo, causaba tal fascinación en San Petersburgo que buena parte de la sociedad peterburguesa de aquel tiempo importaba e imitaba todo lo posible de la capital francesa: la moda, la gastronomía, el arte, la literatura y hasta el idioma, un poco como hoy cuando cierta gente, ya saben, empieza a meter términos en inglés cuando abre la boca, sin venir a qué, solo para parecer más a la última. Algún tiempo después de aquella primera lectura investigué un poco sobre la cuestión y descubrí que la sugestión, truncada de manera brutal en el sangriento siglo XX, resultó ser mucho mayor: para muchos habitantes de San Petersburgo, la ilusión de que residían en París era tal que vivían convencidos de este encantamiento por mucho que la evidencia les dijera otra cosa; si cualquier ciudad es un teatro en el que cada cual interpreta su papel, aquí la ficción amenazaba con ser más poderosa que la realidad. Había en toda esta historia, por supuesto, un anhelo común de la ciudad por ser reconocida como una urbe moderna y europea frente al atraso que entrañaba el ecosistema ruso, un anhelo que, por una mera cuestión geográfica, presentaba una solución factible, o al menos razonable. Lo que Dostoievski nos cuenta es que esta ensoñación no estaba reservada a una élite, sino que obedecía a un cultivo transversal: también en las tabernas más chungas y en las timbas ilegales había quien hablaba en francés para dárselas de don Fulano de tal. Estas influencias son, por otra parte, comunes a lo largo de la Historia: en el Renacimiento, todas las ciudades querían parecerse a Florencia, igual que en el siglo XX todas las ciudades querían ser Nueva York (el apogeo de estos modelos, cada vez más universales, suelen parecerse también en su resolución traumática). Me acuerdo a menudo del San Petersburgo de Dostoievski cada vez que un responsable municipal o autonómico, un líder de opinión o un analista estratégico propone a Londres, Madrid o Miami como modelos para el desarrollo de Málaga. Porque el problema no son los modelos, que están ahí para escoger cuál nos conviene, sino la facilidad con la que el discurso da por sentado que ya estamos ahí, que ya somos eso, que ya somos aquellas otras ciudades, a falta de apenas dos palmos para igualarnos por completo. 

El problema no son los modelos, sino la facilidad con la que se da por sentado que ya estamos ahí, que ya somos esas otras ciudades

En los últimos meses he visto reproducida en varios foros y artículos la expresión Gran Málaga como marca representativa de nuestra área metropolitana. En realidad, el término no es nuevo: hasta la primera sección de información local de este periódico se llamó justamente así hace veinte años. La extensión metropolitana de la ciudad es, en correspondencia, una cuestión natural que viene forjándose desde hace mucho (esencialmente, desde que las comunicaciones lo permiten) y que sigue demandando, tanto tiempo después, las soluciones necesarias para hacer cada desplazamiento más fácil a quienes la viven de primera mano. Para una mayoría de malagueños de la capital, plantarse en Cártama, en Rincón de la Victoria y hasta en Marbella constituye un gesto más rutinario que hacerlo en otros barrios de su propia ciudad, por mucho que las mismas comunicaciones no siempre lo faciliten; y, precisamente, se le supone a la actividad política la obligación y la responsabilidad de facilitarlo. Cuestión bien distinta es que, por el hecho de que mucha gente de Málaga se desplace cada día a los municipios limítrofes y viceversa, lo que por otra parte es común a cualquier capital, consideremos que el modelo que nos brindan Londres o Madrid es el idóneo. No ya solo porque esas ciudades sí cuentan con medios suficientes para facilitar la vida a quienes viven en el área metropolitana y se trasladan cada día a la capital para trabajar, sino porque Málaga no es Londres ni Madrid, ni puede serlo, ni tiene por qué serlo. Por otra parte, es ya mucha, muchísima, la población que en Málaga hace ese viaje a diario, desde hace décadas, y que sigue esperando recursos que no llegan mientras nos hacemos la ilusión de que ya somos Silicon Valley. En cualquier caso, la justificación de la imposibilidad de acceder a un alquiler en Málaga porque mira Londres o mira Miami solo puede hacerse desde la ignorancia superficial o desde la más profunda falta de empatía. 

Es tremendo el modo en que se ha aceptado que el progreso únicamente puede ser especulativo, faraónico, propio de un territorio ajeno

La Málaga metropolitana, deficitaria y abandonada a su suerte, existe y necesita más soluciones y menos marcas. Pero lo peor de todo esto es la impresión de que esa enorme especulación denominada ahora Gran Málaga acapara muchas más inversiones y decisiones de gobierno que la Málaga real, la que tienen quienes viven y trabajan aquí, la que sufre cada año una oferta insuficiente de transporte público, de carriles bici, de zonas verdes y espacios dignos de esparcimiento, por no hablar de la atención sanitaria y otros presuntos derechos. Es tremendo el modo en que se ha aceptado que el progreso únicamente puede ser especulativo, faraónico, propio de un territorio ajeno a nuestra identidad y nuestro poso. El progreso, parece, consiste en llenarlo todo de cemento, elevar rascacielos donde no pintan nada y obligar a todo el mundo a largarse. Un bosque urbano, un auditorio, una red real de carril bici y todas esas infraestructuras de las que hacen gala otras ciudades europeas se interpretan aquí, demasiado a menudo, como una pérdida de tiempo porque lo nuestro es parecernos a Londres o a Madrid, o a la versión más nefasta de Londres y Madrid, cuyo éxito es, por cierto, mucho más que discutible. ¿Por qué entre los modelos nadie pone sobre la mesa, por ejemplo, la metrópoli de Lyon, que abarca una población similar a la provincia de Málaga y cuyo desarrollo urbano parece ser más respetuoso con la población y sus necesidades, amén de unas conexiones considerablemente más limpias y eficaces? ¿Quizá porque allí han dado menos oportunidades a la explotación inmobiliaria, porque alguien tenía que ser el bar de Europa y nos ha tocado a nosotros? Quién sabe, a lo mejor para empezar a hacer las cosas bien convenga bajarse un rato de la Gran Málaga y prestar algo de atención a la Málaga de verdad, que sigue ahí a pesar de todo. Por muy estimulante que resulte parecerse a Londres solo en lo malo. 

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