Volver a empezar en Campanillas
Inundaciones en Málaga
En este ángulo oculto de la ciudad, descolgado y a destiempo, hay familias que lo han perdido absolutamente todo
Pero escribir la historia desde cero no es fácil cuando aún pisas el barro
Málaga/EL puente bajo el que corre el río Campanillas con abundante caudal es un barrizal sin tregua, especialmente en sus lindes. La estampa es un preludio inefable para lo que espera al visitante: en los márgenes del río, y a lo largo y ancho del distrito, el barro se amontona todavía en los lugares más insospechados, sin respetar esquinas, aceras ni jardineras. Es un jueves soleado, pero en la misma calle José Calderón, la arteria principal del barrio, que conduce desde la Avenida Ortega y Gasset hasta el PTA, los signos de la tormenta son todavía visibles, muy a pesar de todo el dispositivo que sigue puesto en marcha para la normalización del enclave. No obstante, la idea de normalización es aquí todavía una quimera: las leguas de barro se pierden en las calles aledañas y se acumulan en los alcorques, bajo los contenedores, en las ruedas de los coches. Si no hay barro, es una capa de polvo espeso la que lo cubre todo. La imagen del Colegio Francisco de Quevedo, con el muro derruido, produce un impacto notable y deja bien claro que el tiempo que habrá de transcurrir hasta el olvido no será precisamente poco. Del edificio entran y salen personas que sacan todavía material anegado e inservible para arrojarlo a un contenedor cercano. En el mismo patio del centro continúan las labores del centro, y dentro tanto el equipo docente como vecinos trabajan a destajo para paliar los destrozos, todavía visibles, en la medida de lo posible. Sorprende, sin embargo, encontrar una cierta pátina de cotidianidad en un barrio cuyo día a día ha quedado trastocado de manera tan radical. Entre los escombros, los contenedores y el barro que persiste hay mujeres que van a hacer la compra, jubilados entregados a la contemplación crítica de las labores de limpieza, los comercios en su refriega diaria. Pero esta impresión es más bien una ilusión superficial: en una cafetería donde desayunan varios vecinos, el propietario relata con uno de ellos los pormenores del cambio de la instalación eléctrica, que quedó inútil tras la inundación y que pudo haber generado un desastre mayor. Al lado, en la barra, una mujer asiente: “Pudo haber sido mucho peor. Es un milagro que la corriente no se llevara a nadie”.
Los efectos de Gloria se distribuyen por lo tanto con eficacia a lo largo y ancho de Campanillas, pero son especialmente visibles justo a la espalda del mismo Colegio y del Centro de Salud. Se extiende aquí una urbanización de construcciones más recientes en la que los estragos son de tal calibre que lo más fácil para quien llega es enmudecer. Todo es un inmenso charco marrón que se ha tragado el parque que atraviesa el área, la pequeña instalación deportiva que se abre a continuación y, claro, las casas contiguas. En las aceras, los camiones continúan el frenético e interminable desatoro. Los coches que desplazó el caudal han sido retirados, al menos en su mayor parte, pero en los garajes continúan amontonados como juguetes rotos los que no llegaron a salir y terminaron a su suerte bajo un océano de lodo. Las máquinas siguen sacando escombros de los sótanos mientras los vecinos, tantos días después, retiran de sus casas todas sus pertenencias y las someten a observación en los patios para, una vez apartado el barro, considerar si tiene sentido conservarlas o no. La estampa es desoladora. Nadie puede dar un paso sin ponerse perdido. Los mismos propietarios baldean los accesos de sus casas, pero el barro que queda por retirar es todavía abundante. Sorprende, sin embargo, la entereza de estos hombres y mujeres a la hora de afrontar el desastre y valorar el estado de las cosas que han acumulado durante toda una vida. No hay apenas charlas, ni excesivos gestos de complicidad. Alguien cuenta un chiste y logra sacar a un familiar media sonrisa. Pero es mucho más visible la abnegación, la absoluta entrega a la tarea. Seguramente es ahí, en la labor, sin más intermediarios, donde con más determinación queda distraída la tragedia.
Entre estas personas, y en estas circunstancias, es fácil preguntarse qué salvarías primero si supieras que vas a perderlo todo. Miguel, un vecino que abre las puertas de su casa a Málaga Hoy, demuestra que la respuesta resulta difícil de atisbar si no se ha pasado por eso antes: “Mira, nosotros lo hemos perdido todo. Todos los muebles, todos los electrodomésticos. Todo. Hace poco compramos un televisor enorme para una sala de estar que nos hicimos en el sótano. Pues bien, el televisor lo hemos perdido y el sótano hemos tenido que echarlo abajo. No nos queda nada. Pero, si me paro a pensarlo, lo que más pena me da es haber perdido las fotos. En el mismo sótano tenía todas mis fotos desde que era chico y no ha quedado ni una. Y el disco duro donde había guardado unas cuantas se ha perdido también. Es imposible rescatar eso. Y me duele. Te sientes raro”. En el patio de al lado, un vecino corrobora esta declaración: ha tendido al sol las fotos de su hija con la esperanza de que se sequen y pueda recuperarlas. Mientras tanto, Miguel relata cómo vivió en primera persona la tormenta del sábado: “Nos llamó una vecina para pedir ayuda porque le estaba entrando agua en el sótano. Fuimos a echarle una mano y cuando vimos que no había manera de parar aquello caímos en la cuenta de que nuestro sótano no estaría mucho mejor. Volvimos rápido y vimos que entraba tanta o más agua. De los sumideros empezó a salir el barro a borbotones. Lo primero que hice fue intentar sacar el coche del garaje, pero uno de los coches que había arrastrado la lluvia en la calle se había parado justo en la salida, así que no pude sacarlo. Ahora pienso que a lo mejor ese coche me salvó la vida, porque si hubiera sacado el mío seguramente la corriente lo habría arrastrado conmigo dentro hasta los limoneros. Cuando me di cuenta de que el agua empezó a entrar en el coche, lo di por perdido, lo dejé en el garaje y subí a la casa. El sótano ya estaba lleno de agua y empezaba a inundarse la primera planta. No podíamos hacer nada. Subimos a la segunda planta y nos quedamos allí a esperar a que vinieran a por nosotros”.
La pregunta Y ahora qué encierra una coyuntura no menos dolorosa. Miguel recuerda las primeras horas después de que pasara la tormenta como un infierno kafkiano de abandono institucional: “Al principio el Consorcio dio a entender que no quería saber nada. Que los escombros eran nuestros y que teníamos que quitarlos nosotros. Cuando los vecinos pedimos que Campanillas se declarara zona catastrófica empezaron a cambiar las cosas. Llegaron los camiones de las empresas de desatoros y nos dijeron que si necesitábamos empresas de limpieza, que las llamáramos. Y vaya si las necesitábamos. Aunque yo llamé antes de nada a un cerrajero, porque desde que nos sacaron no podía entrar a mi casa”. Ahora, lo que queda por delante a las familias es un calvario de negociaciones con las compañías de seguros. Algunos peritos están ya en las casas valorando pérdidas y revisando las listas de daños de los clientes. Otros vendrán en las próximas semanas. ¿Qué cabe esperar? “Hemos contactado con gente que ha pasado por lo mismo en los últimos años y nos han transmitido tranquilidad. Nos dicen que las compañías suelen ser sensibles a estos casos. Esperemos que sea así”, apunta Miguel, antes de volver a la faena.
Otros vecinos, sin embargo, se muestran menos pacientes y responsabilizan directamente al Ayuntamiento y a la Junta de no haber encauzado el río tal y como prometieron. Un residente en el mismo barrio insiste en que los responsables “tuvieron que abrir la presa de Casasola. Si no, no se explica lo que pasó, porque tampoco llovió tan fuerte como para ocurriera esta catástrofe. No digo que evitaran un mal mayor, pero, si lo hicieron, deberían explicarlo”. Depurar responsabilidades en caliente es siempre delicado, pero lo cierto es que Gloria descargó 400 litros por metro cuadrado, la cantidad de lluvia correspondiente a un año entero. Emasa, igualmente, ha negado que se abriera la presa, y no es menos cierto que el encauzamiento del río sólo resolvería el problema en parte (geógrafos y expertos apuntan a la reforestación de la zona como solución más duradera, aunque tampoco sencilla dada la abultada expansión urbanística). Mientras, Campanillas sigue estando lejos, como una Málaga descolgada y anclada en el tiempo, que espera no tener que volver a empezar.
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