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Una luz para preferir la vida

calle larios

lResulta curioso, cuanto menos, asistir desde Málaga a la trifulca decimonónica de banderas, patrias y traidores que se traen otros

Será la indolencia

O la preferencia sutil de lo importante

Ciertamente: urge no hacer nada. / Javier Albiñana
Pablo Bujalance

24 de septiembre 2017 - 02:05

No se lo van a creer, pero ayer fui con mi familia a desayunar al paseo marítimo de Pedregalejo y, sentado ante el mar con un mollete en la mesa, me acordé de aquello que escribió Albert Camus sobre el nihilismo. El escritor nunca había podido caer en la tentación nihilista (El mito de Sísifo ya era una crítica demoledora a su ideario, si bien en realidad el autor no llegó a apartarse nunca radicalmente del mismo, sobre todo en lo relativo a la inviolabilidad del individuo frente a los poderes institucionales, aunque ésa es otra historia) porque, recordaba, había crecido en Argel, con la piel quemada por el sol y bañada por el Mediterráneo, a merced de una luz que reconciliaba necesariamente con el mundo. Un mundo por el que, en consecuencia, había que dar la cara ante los tiranos que querían exprimirlo en provecho propio. A veces entiendo perfectamente a Camus: la tentación nihilista existe y no escatima en encantos, pero sucede que el mar y el sol que me recibían ayer en Pedregalejo, en un espléndido primer día de otoño, eran exactamente los mismos que estimulaban a aquel niño criado en un barrio pobre, futuro autor de La peste yEl extranjero. De modo que no, la opción de dar la espalda al mundo no cabe ante tal descubrimiento. Sucede, eso sí, que cuando uno es consciente de esta conquista de los elementos naturales, la misma que al otro lado del mismo mar hizo germinar el conocimiento filosófico tal y como lo conocemos y algunas civilizaciones antiguas que hoy nos resultan admirables, el ánimo tiende sin remedio a la actitud más contemplativa. Y en este pararse sin más a mirar, a escuchar, a participar de la escena en el más absoluto silencio, sin mayor intención de hacer, se esconde una sabiduría vieja y a la vez intacta, un aprendizaje directo de la experiencia. Mientras terminaba el café miraba a una mujer mayor, sentada en la orilla de la playa, con la cabeza cubierta con un sombrero, que se levantaba y se mojaba los pies para volver a sentarse en la misma posición y perder la vista en el horizonte. Y nada más. Qué le vamos a hacer, Málaga, por su situación, su clima y seguramente también por cierto carácter filogenético, conservado en su sustrato cultural como el color de los ojos, comparte con el Argel de Camus esta absolución mediterránea que nos hace preferir la vida. Y no de todos sitios se puede decir lo mismo. Acudieron después algunos pájaros a poner algo de paz entre el trasiego de guiris en bici y recordé una anécdota relativa al poeta chileno Nicanor Parra que contaba el editor Ignacio Echevarría: cuando éste acudió a su casa en Las Cruces para discutir con el escritor algunos detalles de la edición de sus Obras completas, se colaron un par de gorriones en el balcón donde estaban sentados. Parra extendió su mano con un gesto firme ante la llegada de los plumíferos, cerró los ojos y suspiró: "Urge no hacer nada". Exactamente ésta es la gran enseñanza que nos prodiga el Mediterráneo en Málaga, a través de Heráclito, de Epicuro, de Lucrecio, de Marco Aurelio, de Averroes, de Ibn Gabirol, de María Zambrano, hasta el mismo Camus: no hacer nada. Sólo sentir. Ser sintiendo. La vida retirada que ansiaba Fray Luis es posible aquí sin necesidad de meterse en una celda: mucho mejor, claro, bajo este sol de otoño. Basta detenerse a contemplar y el mundo, de pronto, tiene sentido.

Por eso resulta cuanto menos curioso asistir a toda la refriega de patrias, banderas, traidores y demás fanfarria que se traen en otras regiones. Hay mediterráneos que quieren ser daneses, ¿acaso puede concebirse una desgracia mayor? Parece que a unos cuantos la posibilidad de ser lo que quieran, donde quieran y cuando quieran, al amparo de este mismo sol y este mismo mar, sea cual sea la titularidad de algo tan pobre como un Estado, no es suficiente. Necesitan fronteras, himnos y excluidos para que cierto monstruo insaciable se quede contento. Es posible, quién sabe, que este encogimiento de hombros ante las llamadas a la revolución sea signo de eso que algunos consideran indolencia. El carisma del gesto mediterráneo de pararse y disfrutar el momento que algunos, con las peores intenciones, tildan de pereza. Pero claro, hay que vivir en una ciudad como Málaga para que el sabor de la mera existencia, que a algunos en otras latitudes les resulta insoportable, suba como el de un fruto del estío a la boca. Tal vez la indolencia que a muchos ha servido de escarnio a lo largo de los siglos no sea otra cosa que saber preferir lo importante. Porque nada de esas naciones históricas ni de las identidades utópicas vale el pellejo de una higa. Qué pena no haberse dado cuenta a estas alturas.

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