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Málaga: apología del merdellón

Calle Larios

¿Sufre el malagueño medio, ese que ni pincha ni corta, una campaña de descrédito en su contra, una mala imagen construida de manera consciente con tal de que el reemplazo turístico resulte menos traumático?

Hotel Málaga

Los merdellones también tienen su corazoncito. / Javier Albiñana

Málaga/Uno de los motivos por los que se agradece la llegada de cada mes de septiembre es, además de la bajada de las temperaturas (apenas sensible, pero buena es), el repliegue que parecen experimentar buena parte de las conductas sociales menos afortunadas. El verano, seguramente por la distensión que procuran las vacaciones, favorece la proliferación de comportamientos indeseables, la dejadez en la responsabilidad propia sostenida a cuenta de (como mínimo) el tiempo del prójimo, la ocupación aprovechada de la vía pública, los malos modos en la cola de la caja del supermercado, los móviles con el volumen disparado en cualquier contexto, la odiosa negativa a responder cuando alguien saluda o resuelve un gesto merecedor de agradecimiento. Cuando más aprieta el calor y cuando, en consonancia, menos en el punto de mira de evaluadores externos hay que pacer, la atención se ciega como un animal que hiberna y si alguien se cruza en nuestro camino sobre la misma acera lo mejor que podrá hacer será apartarse. El regreso de los quehaceres cotidianos con los que más o menos nos ganamos la vida, o la perdemos, parece prodigar la prudencia mínima que por lo general se emplea para despachar al otro, bajo la premisa de que conviene no hacerle demasiado la vida imposible al vecino por la mera razón de que mañana puedes ser tú el que necesite y reclame su atención. En fin, todo este rollo es para decir que en verano se echan en falta más buenos modales y que, si el cambio climático lo hace todo más difícil, también podríamos echarle las culpas de que tanta gente vaya por ahí como zombis sin importarle un pimiento el destino inmediato del primero que pasa; cabe constatar, en cualquier caso, que si fuera verano todo el año, lo que terminará pasando tarde o temprano según auguran los profetas del clima, acabaríamos corriendo la misma suerte de los anabaptistas en Münster. Los modales, no crean, son importantes y constituyen mucho más que un capricho estético: conviene considerarlos como una cuestión política de primer orden, sobre todo ahora que es la clase política la que menos escrúpulos muestra a la hora de deshacerse de ellos. Ya expresó Ralph Waldo Emerson a las claras su preferencia por un enemigo del Estado con suficientes modales antes que por un demócrata convencido carente de los mismos a la hora de compartir mesa y mantel, y algo de eso queda. El caso es que hace unos días el portal Preply, cuya existencia desconocía un servidor hasta la aparición de esta noticia, publicó los resultados de una encuesta realizada a nivel nacional en la que Málaga aparece como la octava ciudad peor educada en una muestra de diecinueve capitales españolas. Ahí lo llevas.

Es digna de reseñar la perdurabilidad del mito del malagueño merdellón, chungo, bocazas, agresivo, metepatas y menos cultivado que un gato de escayola

Las variables consideradas a la hora de medir el nivel de educación (entendida como conducta social) son previsibles: tienen que ver, fundamentalmente, con el uso del móvil en público, la respuesta brindada a cualquier requerimiento, el ruido generado, saltarse las colas, la actitud al volante, la más fundamental cortesía y las propinas despachadas. Así que, bueno, uno lee cosas así y no cabe más remedio que concluir que a los malagueños nos queda mucho por aprender en cuanto a urbanidad. Uno piensa en los canis que van por Carretería sobre sus patinetes a toda pastilla con el váper en la mano y sin importarles mucho el riesgo de colisión con el primer incauto que asome y, en fin, no hay más remedio que darle la razón al estudio de marras, si es que, por más que lo intentemos, no hay manera. Pero tampoco son muchos más amables los que dejan sus coches día sí y día también aparcado sobre las áreas de uso exclusivamente peatonal de la misma calle sin que, al parecer, sufran reprensión alguna. En cualquier caso, es digna de reseñar la perdurabilidad del mito del malagueño merdellón, chungo, bocazas, agresivo, metepatas y menos cultivado que un gato de escayola. Ya saben, aquel quinqui entrañable, muy del Málaga, muy de su Virgen, que se mete en todas las peleas que puede y que intenta ganarse un respeto imposible con su expresión fidedigna de pintarroja en adobo. No dudo de la vigencia del arquetipo, pero también es cierto que no han faltado aliados inestimables, como aquella concejal que hablaba de las niñas que bajaban a la Feria con las bragas en la mano. La cuestión es que en los últimos años se han sucedido este tipo de informes, salidos de fuentes de las que apenas habíamos oído hablar (eso con suerte), que vienen a actualizar la consideración merdellona del malagueño, alguien de poco fiar, a quien conviene evitar cuando se hacen negocios y a quien será siempre mejor no alquilarle el piso. Ya saben.

Tal desprestigio viene que ni pintado: tampoco se habrá perdido tanto

Y no sé qué pensarán ustedes, pero hace solo unas semanas, en una escapada fugaz a Madrid, encontré reproducidos todos y cada uno de los comportamientos que la encuesta incluye entre los registros propios de la mala educación. Pero es que puedo decir exactamente lo mismo de Valencia, Barcelona, Cáceres, Sevilla, Murcia, Toledo, Zaragoza y Ávila (bueno, Ávila no, la verdad es que no he conocido a gente más educada en mi vida). Hay una perdurabilidad aún más significativa que la del merdellón: la de la cansina manía de asociar comportamientos morales y territorios nacionales o hasta locales, como si nacer en un sitio te condicionara a decir “gracias” con más o menos frecuencia. En todas partes cuecen habas, que diría Don Quijote. cuerdo, a merdellones no nos gana nadie, pero ¿no vendrá esta campaña adversa, esta mala imagen ya tan asumida, a validar la menor consideración política del nativo respecto al visitante en Málaga? ¿No se está de alguna forma dando a entender que igual tampoco nos merecemos mucho, que es mejor poner nuestras esperanzas en el turista o en el nómada digital, mucho más cultivado y exquisito, él sí, dónde va a parar? ¿No hay en cierta insistente invocación al mayor nivel de estudios entre los locales como clave para encontrar una vivienda una aceptación de que aquí somos más del cinco raspao? Si se trata, tal y como sucede, de que la población general crezca a tenor de las distintas modalidades del turismo residencial mientras la tribu local se ve obligada a tomar las de Villadiego, tal desprestigio viene que ni pintado: tampoco se habrá perdido tanto. Si hay que hacer un reemplazo, hagámoslo bien, como los Reyes Católicos. Bien visto, esa suerte de asquito que el malagueño se profesa a sí mismo tiene su gracia. Mientras tanto, los especuladores aplauden emocionados.  

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