Málaga: el bucle sin fecha
Calle Larios
Todo apuntaba a una ciudad, al fin, más civilizada, o al menos con una capacidad de reacción más ágil contra la barbarie, pero esta desidia nos resulta ya tristemente familiar
Málaga: la plaza de la costumbre

Málaga/Cuando escribo estas líneas, la cruz de la plaza de San Juan Dios que derribaron (según diversos testimonios) unos turistas en la madrugada del 1 de agosto de 2024 no ha sido todavía repuesta. En su momento, el Ayuntamiento anunció que se procedería a la restauración de la pieza y su posterior emplazamiento en el mismo sitio, pero los responsables municipales precisaron que no barajaban “una fecha concreta” para el término de la operación. La empresa Quibla Restaura, a la que el Consistorio encarga habitualmente el cuidado del patrimonio de la ciudad, culminó hace unos meses la restauración y puesta a punto de la cruz, pero respecto a su colocación el Ayuntamiento seguía sin tener apuntada en la agenda “una fecha concreta”. De modo que ahí sigue el pequeño recinto vallado, todavía empleado a veces por más de uno para dejar su bicicleta aparcada en la verja, a la espera de su principal emblema como si de Godot se tratase. Todavía uno, por muy curados de espanto que nos hallemos, especula con lo que habría sucedido con la cruz de haber sido vandalizada en otra ciudad andaluza, por no irnos más lejos. Nos queda la confirmación municipal de que no hay “una fecha concreta”, igual que si nos dijeran “estamos esperando a Godot”, aunque ya Beckett nos contó que un mensaje del tipo “la cruz volverá a estar muy pronto en su sitio” resultaría más nefasto, porque sembraría en nuestro ánimo la emoción más cruel: la esperanza. Y, bueno, usted, lector, pensará lo que quiera, pero creo que en una ciudad como Málaga esto resulta bastante razonable. Quiero decir, la esperanza no es precisamente un trago por el que uno desee pasar después de todo lo que sabemos, especialmente en lo que al cuidado y la protección del patrimonio se refiere. La instalación de la cruz no resultará sencilla, hará falta una grúa de dimensiones notables en un enclave de acceso complicado. Pero, de cualquier forma, por mucha solución que le encuentren, lo que sí sabemos es que nuestra identidad se parece más a aquello que cantaba Tabletom: “Aunque tenga arreglo, no hay manera”.
Cuando era niño instalaron cerca de mi casa, en los jardines del Puente de las Américas, la escultura de Félix Rodríguez de la Fuente realizada por el artista Antonio Arjona y costeada mediante una suscripción popular en la que participaron alumnos y alumnas de distintos colegios de la capital. Yo tenía entonces seis o siete años y me chiflaba El hombre y la tierra, así que me encantaba acercarme a ver la representación de aquel señor con maneras de maestro riguroso, cuyo reciente fallecimiento multiplicaba el aura de santidad que exhalaban tanto la figura como su memoria. Un buen día, sin embargo, poco después de la instalación, la escultura amaneció descabezada. Recuerdo bien el impacto que me causó la imagen desoladora del monumento cercenado, reducido ahora a un cúmulo inerte, sin alma. No podía imaginar los motivos que habían empujado al agresor a violar de esta manera un símbolo tan inspirador, que nos conmovía a tantos. Entonces no teníamos turistas a los que echar la culpa, así que la certeza de que el infame había sido uno de los nuestros multiplicaba el estupor y la desazón. En los días sucesivos, la escultura apareció desprovista de un brazo, el halcón posado en el brazo restante, este segundo brazo también, algunas de las hojas que cubrían la figura y otros elementos. Aquel espectáculo de desmembración programada, como en los libros de los Macabeos, resultó ilustrativo del territorio en el que nos movíamos. El Ayuntamiento fue reponiendo cada pieza hasta que finalmente alguien en algún despacho comprendió que el afán reparador no tenía sentido. O quizá todo el mundo se cansó, quién sabe. La escultura prolongó así su degradación irrevocable, anclada ya en el paisaje hasta que, finalmente, cerca de tres décadas después, fue retirada y restaurada. Hace ahora un lustro, tras su recuperación, instalaron la pieza en un emplazamiento distinto, en el Morlaco, a salvo presuntamente de las agresiones. Pocos días más tarde, estalló una pandemia. Avisados estábamos.
Ahora, el caso de la cruz de la plaza de San Juan de Dios nos recuerda que aquella Málaga salvaje y exenta de cualquier atisbo de ilustración nunca llegó a desaparecer del todo. En su momento pusimos todas las esperanzas (las esperanzas, cuidado) en la posibilidad de que la nueva Málaga, turística y cultural, viera erradicada de una vez la agresión patrimonial como norma. Y si se trataba de dejar de prestar atención a los nuestros para brindarla toda a los turistas, de cederles el centro recién peatonalizado para su disfrute exclusivo, libre ya de comercios tradicionales, cafeterías antiguas y otros ingredientes indeseables, pues adelante, maldita sea. Los de aquí ya habían mostrado de lo que eran capaces, los visitantes lo mantendrían todo mucho más aseado, eran unos expertos, mira lo bien que lucen las ciudades de las que vienen, no como aquí. Ellos sí han recibido la educación correcta. Quién sabe: a lo mejor estamos ya en condiciones de afirmar que el recambio nos ha devuelto al mismo punto de partida. Que esta ciudad tiene claro que no vale la pena inaugurar más exposiciones en la calle Larios porque todo terminará hecho unos zorros. Curiosamente, el turista borracho ha incorporado el mismo aprendizaje del que hacía gala aquel quinqui peligrosete y trapicheador: Málaga es ese sitio en el que puedes destrozar lo que se te antoje porque, total, nada vale mucho la pena. Y si encima te haces pasar por artista internacional, invita la casa. No sé usted, lector, pero tengo la impresión de que ya no tiene mucho sentido consolarse respecto al estado actual de las cosas con la idea de que hace veinte o treinta años todo estaba mucho peor, porque esta Málaga resulta ya tan sucia, descuidada, agredida y peligrosa como la de antaño. Que haya que echarle la culpa a los turistas o a los autóctonos es ya lo de menos: lo cierto es que el recambio no nos ha hecho mejores, ni más europeos, ni más civilizados. Tampoco más rentables, al menos para nosotros (otros sí que están haciendo un buen negocio: ahí está la diferencia). Así que siga el bucle su andadura, sin fecha concreta en la agenda, sin esperanza en los corazones.
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