Málaga: casa tomada

Calle Larios

Quizá lo más significativo de la Málaga del siglo XXI es el modo, natural y simple, en que el malagueño ha aprendido que no todos los espacios son para él, que no es bienvenido en todas partes

Málaga: todo a las aulas

Cuando todo esto era campo, tampoco veníamos aquí y no pasaba nada.
Cuando todo esto era campo, tampoco veníamos aquí y no pasaba nada. / Javier Albiñana

Málaga/Cada vez que escucho a alguien decir que quienes piden límites a la explotación de las viviendas turísticas en Málaga son los primeros que alquilan un Airbnb cuando van por ahí de turisteo, pido un chupito: nunca en mi vida, y algo he viajado, he usado servicios semejantes, fundamentalmente porque me encantan los hoteles. Ya, incluso, que me voy convirtiendo en un señor mayor, puedo decir con menos vergüenza que me pirran los paradores. Por las mismas, me gusta explorar los hoteles de mi ciudad. Disfruto de lo lindo en sus vestíbulos y recibidores, sobre todo cuando están recién inaugurados y todo luce flamante, nuevo, a estrenar, con el aroma de las moquetas bien sensible y las cristalerías sin una sola huella en su superficie. Acudo a sus cafeterías y restaurantes para dar cumplimiento a no pocos planes, ya sean más espontáneos o más condicionados por una reserva previa, pero sí, me siento a gusto en los hoteles y creo que yo les gusto a ellos. En este sentido, tengo especial predilección por las terrazas ubicada en las azoteas de los hoteles: me siento libre como un pájaro cuando disfruto las vistas de la ciudad desde ahí arriba mientras dejo que el tiempo se diluya en mi café, salvo que el hotel tenga la piscina en la misma azotea, con lo que, especialmente en verano, la visita pierde buena parte de su encanto salvo que a uno le apetezca ver cómo los guiris tuestan sus blanquecinos cuerpos al sol. 

Hace ya unos meses, una amiga nos llamó la atención sobre la terraza instalada en la azotea de un hotel de reciente puesta de largo en el Centro: había buen ambiente, buen servicio, buena carta de copas y, en fin, encanto suficiente como para echar una tarde a gusto. Así que allá que fuimos. Llegamos a la recepción, preguntamos a la persona encargada de atender a los visitantes y, tras dedicarnos un vistazo ya sospechoso de la cabeza a los pies, hizo una llamada tras la que nos informó de que la terraza estaba completa. Preguntamos si habría posibilidad de volver más tarde, o de hacer una reserva, y nos dijeron que la terraza estaba reservada para un evento privado. De modo que nos fuimos, pero no nos dimos por vencidos. Regresamos unos días después y repetimos la operación, ahora con otro recepcionista que, esta vez, ni siquiera se tomó la molestia de hacer una llamada: la terraza estaba completa. Volvimos a preguntar por la posibilidad de subir en una hora o dos y el chico nos indicó que la terraza cerraría pronto, lo que nos extrañó porque no era precisamente tarde. Así que nos despedimos pero, en esta ocasión, nos sentamos en un bonito tresillo del recibidor para disfrutar de los interiores. No mucho después, llegaron cuatro jóvenes turistas, esbeltas y agraciadas, que se aproximaron también a la recepción, con lo que aproveché para acercarme sutilmente a la escena. Una de ellas preguntó si podían subir al “lounge”, y el recepcionista les indicó amablemente dónde estaban los ascensores. Tal vez se alojaban allí, pero en cualquier caso no se les preguntó al respecto. Todo estaba en orden.

Es cada vez más difícil que el Centro pueda resultar interesante a quien ha vivido aquí desde siempre, salvo que lo llenen todo de lucecitas

Y entonces me acordé de Casa tomada, el cuento de Julio Cortázar. Ya saben: dos hermanos, que comparten una relación un tanto extraña, conviven en la vieja casa familiar, grande y con multitud de estancias. Un día, descubren que alguien ha entrado en la casa y está haciendo uso de ciertas dependencias. Aterrorizados, optan por cerrar los accesos a las alas invadidas y, en una decisión no menos extraña, deciden conformarse con las áreas que se mantienen liberadas. La hermana, menos afectada, sigue con sus ocupaciones sin mucha novedad. El hermano echa de menos su biblioteca, que ha quedado entre las habitaciones tomadas, pero este vacío le permite descubrir otras aficiones distintas a la lectura en las que no había reparado y que ahora le resultan fascinantes. Así que ambos, en un espacio más reducido, descubren que pueden vivir igual de bien. De hecho, no tardan en identificar las ventajas de compartir un espacio más reducido, incluso con más comodidades y con más tiempo de su parte, sin tener que dedicar tantas horas, por ejemplo, a la limpieza doméstica. Finalmente, los intrusos invaden otras estancias y, ahora sí, los hermanos se ven obligados a marcharse: después de cerrar la puerta, el hermano despacha un patético gesto al tirar la llave de la casa por la alcantarilla para evitar que a nadie se le ocurra robar. Siempre me ha gustado de este cuento la naturalidad con la que los personajes se habitúan a la pérdida, la casi alegría con la que reparan en que tampoco están tan mal. Hay mucho que interpretar ahí a nivel social, político y económico. Porque si algo define, por ejemplo, el deterioro del bienestar y los servicios públicos es la capacidad de adaptación por parte de la ciudadanía: un día te das cuenta de que puedes vivir bien, a lo mejor igual de bien, sin poder aspirar a un alquiler por tu cuenta, sin tener la asistencia sanitaria a la que antes tenías acceso, teniendo que pagar el doble o el triple de lo que pagabas hace nada en los aparcamientos públicos del centro o a pesar de que los trámites que antes resolvías con cierta celeridad ahora te sumergen en un infierno burocrático largo y agónico. Esto es, conformándote. 

Y, a esto vamos, Málaga es también, a su manera, la casa tomada de Julio Cortázar. Los ciudadanos hemos asimilado, con la mayor naturalidad, que buena parte de los espacios de que antes disponíamos ya no son nuestros. Que hay determinados sitios en los que no somos bienvenidos. Es cada vez más difícil que el Centro de la ciudad pueda resultar interesante a quien ha vivido aquí desde siempre, salvo que lo llenen todo de lucecitas: ahora hay que pagar hasta para ver las procesiones. Si hago el recuento de los comercios, cafeterías y otros muchos lugares del corazón de la ciudad que tanto frecuenté en su momento y que he perdido a cambio de establecimientos que solo pueden resultar atractivos a personas de paso, el balance es desolador (quienes se den un paseo de vez en cuando ya solo por la calle Andrés Pérez me entenderán perfectamente). Ya no se trata tan solo de que cuando llamas para hacer una reserva a un restaurante te impongan condiciones especiales si no eres turista, es que cuando te das una vuelta por Carretería comprendes enseguida que el turista eres tú. Es verdad que, a cambio, hemos ganado el Puerto para la ciudad y que, bueno, siempre quedarán los barrios; pero el Puerto se ha convertido en el mismo centro comercial, dirigido exactamente al mismo tipo de clientes, y en los barrios se está extendiendo el mismo decorado a paso de gigante. Sin embargo, podemos seguir viviendo, claro que sí. Incluso se está bien, a lo mejor reparas en otros detalles de Málaga que antes pasaban inadvertidos. Pero habrá que decidir si tiramos la llave a la alcantarilla o nos quedamos con ella cuando cerremos la puerta.

stats