Málaga: las casas son personas
Calle Larios
Quizá la solución al problema pase por considerar los espacios que habitamos no solo como meros productos sujetos a las leyes de mercado, sino como depósitos de la identidad que construimos, también, como ciudad
Málaga: nos quedamos
Hace unos días lo expresaba así el poeta y amigo (milagrosamente, ambas categorías son todavía posibles) Ismael Rodríguez Lara en la presentación en Málaga de su libro Pasajeros: “Para mí, mi casa son personas. Mi casa son mi familia y mis amigos. No tengo tanto la sensación de estar en casa cuando estoy en un lugar determinado como cuando estoy con ellos”. Poco después de nuestro encuentro devolví a su propietaria las llaves de un pequeño estudio que he tenido alquilado los últimos tres años, un espacio pequeñito pero en el que he podido compartir experiencias enriquecedoras con mucha gente, que es como me gusta hacer las cosas. Decidí dejar este estudio después de haber podido alquilar un local más amplio, es decir, por una razón positiva e ilusionante, pero justo antes de entregar las llaves, al verlo vacío, sin muebles, sin mis libros, sin todos los signos acumulados que han dado cuenta de la habitabilidad de este espacio por mi parte y todos los que me han acompañado, me invadió un poderoso sentimiento de nostalgia, como si dejara allí, tras aquella puerta, a un amigo querido o a un órgano vital. Es un sentimiento común a cada traslado, pero, por algún motivo no bien definido, siempre distinto, inédito cada vez. Como escribió la poeta malagueña Cristina Angélica en su libro Mi hogar es una caja de mudanzas (disculpen el tostón con tanto poeta: es lo que hay): “Busco en aquellas casas vacías a la niña que fui. / Le pregunto si sigue yendo a comprar, / si ha desembalado la caja de la última mudanza / que aún sigue en el trastero”. Algo queda de nosotros en cada espacio que habitamos, igual que algo permanece, acaso un resto proclive al matiz, de los anteriores habitantes en cada nuevo espacio al que llegamos. La percepción del hogar como refugio, como espacio seguro frente a las inclemencias del exterior (en paralelo, escribió Montaigne, a la habitación interior que cultivamos para sentirnos seguros cuando ahí fuera todo parece ponerse feo), inherente a la especie humana desde la época de las cavernas, teje hilos invisibles entre el modus vivendi de cada uno y la casa en que se vive. Es curioso, por ejemplo, que, cuando sueñan con sus hogares, la mayor parte de los adultos sueñan con las casas de sus padres en las que vivieron durante su infancia, no tanto con las casas que pudieron adquirir posteriormente, ya en su madurez. Viene todo este rollo a cuento porque la casa que se habita es mucho más que un producto que se compra y se vende: se trata, más bien, de una prolongación de la identidad propia, de una proyección de la experiencia y la memoria, de algo, en el fondo, que somos nosotros mismos. De modo que sí, mi amigo Ismael Rodríguez tenía razón: las casas son personas, no solo porque nos sintamos protegidos en ellas, sino porque cada casa por la que pasamos contiene, traduce y significa lo que cada uno de sus inquilinos, propietarios y residentes es y ha sido.
Todo esto me hace recordar otra historia. En las primeras semanas de la invasión de Ucrania, en marzo de 2022, una mujer del mismo país que vive como cuidadora interna en la casa de una vecina de mi madre, en Málaga, le pidió a su empleadora un favor muy especial: que acogiera en el mismo domicilio (un piso grande con cuatro dormitorios) a su nuera y a su nieto, que habían logrado salir de su país mientras su hijo luchaba en el frente contra Rusia. A la propietaria del piso, ya mayor y dependiente, la situación le impresionó demasiado y declinó. Pero su cuidadora no se arredró y fue a pedirle el mismo favor a otra vecina, que vive justo en el piso de enfrente y que comparte rellano con su empleadora y mi madre. La vecina en cuestión había enviudado recientemente y sus hijas y nietas vivían ya en sus respectivos hogares, así que, sin pensárselo demasiado, aceptó sin más. Y allí llegaron, madre e hijo, refugiados de un país en guerra, desmoralizados y permanentemente preocupados por la situación del padre, a merced de las bombas y los disparos. No se quedaron mucho tiempo: la nuera de la cuidadora encontró trabajo relativamente pronto y pudo instalarse con su hijo en otra parte, hasta que finalmente, cuando consideraron que la situación era lo suficientemente estable (supongo que se equivocaban, pero Dios sabe qué impulsos secretos se esconden detrás de estas decisiones), volvieron a hacer el equipaje y regresaron a Kiev. La extranjera no dejó de agradecer a la vecina de mi madre que le hubiera abierto las puertas de su casa, que le hubiera ofrecido un hogar, tan lejos del suyo, en medio de semejante adversidad. Pero ya mucho después de que madre e hijo se marcharan, la vecina seguía refiriéndose a ellos como si fuesen miembros de su familia y albergaba la esperanza, confiada, de volver a verlos. Con las casas pasa a menudo como con las personas: la que menos esperas puede cambiarte la vida.
Lo que al final uno pretende decir con todo esto es que estaría bien, dentro de lo posible, que se recordara de vez en cuando en los debates, manifestaciones y declaraciones sobre el problema de la vivienda en Málaga que las casas no son meros objetos sometidos a las leyes del mercado. Esta consideración reduccionista tendría que ver con lo que Baudrillard llamó la era del simulacro: una casa entendida únicamente como un producto puesto a la venta no representa más que una simulación de la casa misma, pero, al igual que en cualquier orden de la existencia, el simulacro ha logrado imponerse a la realidad. Las casas, efectivamente, son personas. Como lo son las ciudades. Desde la Antigüedad llevan los (buenos) arquitectos y urbanistas recordando que la medida de los espacios habitables debe ser la medida del hombre, pero también es lógico que, en una ciudad donde el espacio común se ha sacrificado al rendimiento exclusivo de unos pocos, la vivienda se presente como un mero artículo de supermercado, una prenda de usar y tirar de la que, una vez usada, nunca te acuerdas. A partir de estas bases, puedes mandar a la gente a vivir a Álora, a Alhaurín, a Cártama o a donde haga falta porque hay que dejar libre la ciudad en la que hemos vivido para que otros hagan negocio y quedarte tan pancho. La cosificación de las ciudades y sus viviendas es, en fin, una estrategia fabulosa para legitimar la expulsión de quienes viven aquí y especular no ya con los espacios que han habitado, sino con la experiencia y la memoria acumuladas en ellos. Esta Málaga es un simulacro. Pero, quién sabe, siempre podemos ponernos en marcha para recuperar la ciudad real.
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