Málaga: cuento de Navidad

Calle Larios

Se podría decir que no habrá esperanza para los amargados, aunque a lo mejor a los espíritus de las navidades pasadas, presentes y futuras les da por ponerse disidentes en la ciudad divertida

Málaga: otro ladrillo en el muro

La ilusión es de todos; la Navidad, ya veremos. / Álex Zea / EP

Málaga/En Fahrenheit 451, la novela distópica de Ray Bradbury, los bomberos no se dedican a apagar fuegos, sino a provocarlos para quemar libros, cuya posesión está estrictamente prohibida. Desde que se publicara la obra en 1956, la verdadera razón por la que en su trama se pone en marcha un organismo semejante, de hechuras paramilitares, con tal de que no quede un volumen entero ha alimentado no pocos debates y polémicas. De hecho, el mismo Ray Bradbury ofreció a lo largo de su vida interpretaciones distintas sobre por qué en su ficción se queman los libros: en el mismo 1956 admitió que había escrito esta historia a la sombra de la caza de brujas de la era MCarthy, entre cuyas medidas se aplicaba con cierta frecuencia esta solución radical, al estilo nazi, para acabar con la divulgación de idearios disidentes, sospechosos de contaminación comunista. No mucho después, sin embargo, apuntó Bradbury que Fahrenheit 451 abordaba en realidad la sustitución de la lectura tradicional por los medios de comunicación de masas, cuestión que preocupó verdaderamente al autor hasta sus últimos días (ante la popularización del libro electrónico, el autor afirmó poco antes de fallecer: “No hacía falta quemar los libros, bastaba con convertirlos en electrodomésticos”). Entre ambas opciones media un matiz no precisamente menor: en el primer caso, Fahrenheit 451 sería una novela sobre la censura; en el segundo, hablaríamos de una novela sobre una civilización que decide prescindir de los libros en favor de otros formatos más, digamos, estimulantes. Es curioso, porque si bien la adaptación cinematográfica de François Truffaut, estrenada en 1966, se inclina por la primera posibilidad a la hora de mostrar un mecanismo opresor empeñado en coartar la libertad de pensamiento, la novela se desliza originalmente con más tino por la segunda vía: no hay tanto una administración temerosa de que los libros puedan conducirla a su fin como una sociedad que encuentra en la lectura una actividad desasosegante, incómoda, abocada a la aflicción y el desánimo. Así que lo que procede es sustituirla por otra menos perniciosa. A los resistentes al cambio, empeñados en seguir leyendo, incluso en convertirse en personas-libro, se les acusa de preferir una sociedad enferma de melancolía. El matiz, insisto, no es menor. Pero Bradbury acierta, especialmente, al señalar una tónica general en la Historia: la identificación de la disidencia con la tristeza.  

En Málaga, autoproclamada ciudad divertida, la premisa de Bradbury se ajusta a los acontecimientos con una calidad profética

En Málaga, autoproclamada ciudad divertida, la premisa de Bradbury se ajusta a los acontecimientos con una calidad profética. Y es interesante, porque el mayor atractivo que tradicionalmente se asociaba al capitalismo era la posibilidad de escoger. Pensemos en la Navidad, seguramente la primera gran invención del capitalismo: hay a quien le gusta celebrarla en familia, con cierta intimidad, disfrutando los encantos domésticos de estos días; y hay quien, por el contrario, prefiere citarse con todos los amigos, asistir a todas las comidas y cenas de empresa, el jolgorio y la fiesta; hay a quien le gusta vestirse de gala para ir al Concierto de Año Nuevo de la Filarmónica en el Teatro Cervantes, a quien le pirra marcarse un viaje por ahí y también a quien, vaya por Dios, no le gusta celebrar la Navidad, por el motivo que sea. En esto consistía, o eso creíamos, la ilusión del desarrollo económico neoliberal, ciertamente una ilusión en la medida en que a muchos, abocados a la exclusión social (algo sabe la ciudad divertida al respecto), les está vetada la posibilidad de escoger. Pero detengámonos por un momento en la posibilidad en sí: se trataba entonces de decantarse, de hacer lo que a uno más le gusta entre distintas opciones, pero he aquí que Málaga centra todas las opciones en un escaparatismo exultante, colorido, vacío de contenido, espectacular y hortera, que no duda en rentabilizar los espacios públicos como favores a terceros por encima de los derechos de la ciudadanía. Bien, de acuerdo, ahí está para quien lo quiera, y si lo quieren muchos, mejor que mejor; lo peliagudo, no obstante, es cuando la administración pública se dirige a quienes disienten, incluidos los que se atreven a reivindicar un uso racional de esos mismos espacios públicos, como “amargados” y aliados del “Grinch de la Navidad”, ya sea en una tertulia radiofónica o a través de cualquier altavoz. Aquí es, tal vez, donde la ilusión capitalista se muerde la cola. Hemos llegado ya al punto bradburiano en el que, si no te gusta lo que hay, eres un rarito peligroso. Con lo bonita que está Málaga.

Así como Nicolás Maduro ordena que se celebre la Navidad en octubre, aquí hay que celebrarla con entusiasmo febril por las lucecitas

O, dicho de otro modo: si no te hacen gracia el túnel luminoso de la calle Larios ni las linternas exclusivas del Parque del Oeste, no tienes derecho a que te guste la Navidad. Porque la administración municipal entiende que no hay otra forma, igual que no hay otra forma de gestionar los espacios públicos ni las viviendas turísticas. Así como Nicolás Maduro ordena que se celebre la Navidad en octubre, aquí hay que celebrarla con entusiasmo febril por las lucecitas, por mucho que la oferta cultural de estos meses (por ejemplo) apenas haya cambiado en los últimos veinte años (igualmente: no hay otra forma) y algunos tengamos que subir a un tren para disfrutar de los conciertos, recitales, representaciones teatrales y operísticas y demás cosas sin importancia que debían corresponder a Málaga. Pero así es: esta ciudad ha naturalizado que la inclinación por celebraciones alternativas (y de paso más sostenibles) para las fiestas, la renuncia a los espectáculos cutres de fogonazos y estruendos y la denuncia de la explotación ilegítima de nuestros parques constituyen síntomas inequívocos de amargura. No está nada mal para la ciudad que aspiraba a la Capitalidad Cultural Europea. La ilusión por la posibilidad de escoger, por lo tanto, se nos ha chafado, vaya por Dios: no hace falta censurar a los disidentes, como en Fahrenheit 451, basta con hacerlos parecer unos apestados de cara a la opinión pública. Eso sí, donde no falla el juego capitalista de siempre es en la certeza de que los bolsillos de los amiguetes volverán a quedar llenos, así que habrá que esperar favores consecuentes. Que por algo Málaga es también la ciudad redonda.      

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