Málaga: y me cuento veinte
Calle Larios
Para cuando Málaga tenga más población que Sevilla ya no quedarán malagueños, pero, mientras tanto, los focos de resistencia tienen su razón de ser en lo cotidiano, lo discreto, lo que menos importa
Málaga: al otro lado del túnel
Málaga/Cada vez que he pasado por La Trinidad en los últimos meses he visto a gente jugando al parchís en la calle. Los vecinos sacan las mesas de sus casas, o las arman con tablones y cajas, y allá que pasan las horas en torno al tablero reglamentario, ficha va y ficha viene. Que conste que me refiero a vecinos de todas las edades, hombres y mujeres, mayores y chavales. Y me pareció que había una cierta costumbre de proporciones cívicas ahí, una manera de hacer uso de los espacios públicos limpia, sana, nada ruidosa, sin molestar a nadie y sin dejar rastro, precisamente en el entorno de Málaga en que más brilla por su ausencia el mantenimiento de los espacios públicos, a la espera de que el barrio desaparezca al fin a mayor gloria del turismo de saldo y los nómadas digitales. Es verdad que estas partidas no tienen el glamour de los jugadores de ajedrez apostados en la calle Larios, con sus ademanes intelectuales y sus artes para detener el tiempo; pero el parchís es un juego no menos noble, de origen persa y universalidad indiscutible. La estrategia es aquí tan fundamental como en el ajedrez y, si bien no alcanza los niveles de complejidad que exigen las piezas blancas y negras, requiere un ingrediente extra fundamental: la velocidad. Frente al sosiego meditativo del ajedrez, en el parchís todo es cuestión de reflejos, pero tampoco puedes distraerte de la visión general de la partida. Además, frente al carácter elitista del ajedrez, el parchís es un juego popular que cultivan abuelos y nietos en el mismo tablero. Fernando Arrabal encontraba intolerable que Duchamp no supiera jugar al ajedrez, pero lo que a mí preocuparía de verdad es la competencia de ambos en el parchís. La cuestión es que había visto a gente jugar así en algunos pueblos, de manera distendida, en las puertas de sus casas, como juegan al backgammon los turcos mientras toman el té, esto es, como si no hubiera absolutamente nada más importante que hacer y bajo la más clara conciencia de que esto que hacemos no tiene importancia alguna; y, ahora, encontrar este frenesí en La Trinidad, en el verdadero corazón de Málaga, entregado ya a la especulación por el plato de lentejas que no podrá ser para nosotros, invita a pararse un poco y entender que sí, que tal vez lo mejor que podemos hacer ahora que se nos indica amablemente la puerta de salida, ya sin medias tintas, es bajar a la acera, poner el tablero y jugar al parchís hasta que se nos caigan las manos. Si en algo el parchís funciona como un juego es en el deseo constante de repetición que excita: cuando te lo pasas bien, no quieres que termine. En cuanto uno de los jugadores mete su última ficha en casa, empieza la siguiente partida. Vamos a lo que vamos. Y así todos nos sentimos, también, en casa.
Confieso que, en lo que a un servidor respecta, esa disposición a jugar al parchís como se bendice a la víctima antes del sacrificio, como si nada pudiera resultar más decisivo en este instante, y ya puede Puigdemont bañarse desnudo en la Malagueta si le da la gana, constituye una aspiración deseada y legítima. Ver a estos hombres que distribuyen las fichas en el tablero igual que si fueran a celebrar el Pésaj, mientras introducen los dados en los cubiletes y empiezan a agitarlos como si así convocaran al djin que les procurará la mejor de las suertes, es un regalo inspirador por el modelo ofrecido. Casa sorbo brindado a la lata de cerveza dejada abajo, junto a los pies, reconforta, enfría y a la vez enciende esta pasión aristotélica. Mientras la partida sucede no hay conversación, ni chascarrillo, ni desplazamiento del eje central, solo la observación más silenciosa, la concentración primordial en la realidad misma, en lo que pasa aquí y ahora. Pero, al mismo tiempo, se trata solo de una partida de parchís, el pasatiempo más inútil del mundo, un medio infantil y yermo de perder las horas que, invertidas de otra manera, podrían hacernos más ricos, más importantes, más doctos, más respetados, más conocidos en los círculos decisivos. Sin embargo, aquí está el milagro: toda esa atención puesta en lo que no tiene importancia es lo que nos hace humanos desde que el primer australopithecus se puso en pie. La capacidad de distracción, de desviar el foco a lo que nosotros consideramos esencial, no a lo que la naturaleza impone, nos define como especie. Pues bien, creo que la resistencia contra la vecinofobia imperante tendría que darse justo así: a tenor de lo más cotidiano, lo más gratuito, lo que menos importa, lo que menos cuesta. Si se trata de expulsar a los malagueños a base de apartamentos de lujo minúsculos y carísimos, a lo mejor corresponde a los malagueños hacer lo que tienen que hacer como si todo ese lujo nos importara una higa. Haga el favor de no molestarme con sus rascacielos, su caché, sus rankings y su ciudad de primera, que estoy en plena partida y me acaban de matar una.
Siete de cada diez de los residentes ganados para la población de Málaga desde la pandemia son extranjeros. Cuando Málaga cuente más habitantes que Sevilla, dentro de apenas un lustro, no quedarán malagueños. O constituirán los nómadas digitales y los promotores de las despedidas de soltero en temporadas cada vez más prolongadas la nómina de nuevos malagueños, pobrecitos ellos. Mientras tanto, a la resistencia le vendría bien centrarse en lo importante como si no tuviera importancia ninguna. Nadie en su sano juicio va a pagar seis euros por un café con hielo, por mucho que intenten convencernos de que eso es lo que hay porque el turismo lo paga. Si lo pagan los turistas, allá ellos. Eso, en Málaga, lo tenemos claro. Como que sentarse a comer fish & chips donde estaba el Café Central es cosa de tipos raros, a los que seguramente no aguantan en su casa. O que hay que estar muy desesperado o muy aburrido para guardar cuarenta minutos de cola, pagar un ojo de la cara, subir a la terraza de un hotel y tomarte un combinado mientras ves a los huéspedes tostarse en la piscina. Si todo esto es lo más importante, lo que tira del carro, de lo que comemos todos, lo mejor será concentrarse en lo más inútil, como una partida de parchís en la Trinidad, como si nos jugáramos ahí el pan de cada día. Y mandar en nuestra hambre, ya que nos quitaron nuestra ciudad. Nos iremos de aquí, claro, como todo el mundo. Pero habrá sido más divertido.
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