Málaga: de quién es la calle
Calle Larios
Al igual que en la memoria, en el espacio público confluyen distintas señas de identidad: por mucho que la sometamos a ordenación, por más previsible que la creamos, la ciudad va por delante siempre
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Málaga/En su carta enviada a Edna Rogers en torno a 1861, Gustave Flaubert escribió lo siguiente: “Cuando ya no estaban los Dioses y Cristo aún no estaba, hubo, desde Cicerón a Marco Aurelio, un momento único en el que solo estuvo el hombre”. Pero, si le hubiese dado por trasladar semejante principio a la Málaga del siglo XXI, el autor de Madame Bovary habría podido escribir lo siguiente: “Cuando ya no estaba el alumbrado y la alfombra roja aún no estaba, hubo, desde el carnaval al festival de cine, un momento único en que solo estuvo la calle Larios”. Fue, en todo caso, un momento fugaz. Tanto que, cuando ya era demasiado tarde para darme cuenta, la alfombra roja lucía extendida, con estación de penitencia en la oficina de La Caixa, y la exposición fotográfica de turno instalada. Había podido disfrutar en un par de escapadas ese extraño y breve plazo de orfandad sin patrocinar en la que la calle Larios sólo es la calle Larios, sin espectáculos de música y luz, sin tronos, sin toldos, sin parafernalia, sin espónsores; un periodo en el que, desprotegido, el universo que transcurre entre la plaza de la Marina y la plaza de la Constitución se tiene únicamente a sí mismo. Ya era, sin embargo, demasiado tarde: todavía no se había proyectado la primera película y la vía era un ir y venir de selfies y postureos, y bien, maldita sea, hacía un estupendo calor de primero de marzo y ya ha quedado claro que la ciudad no nos basta para celebrar nada, hay que darle al escaparate lo que es suyo, esta nada requiere incondicionales que la disfruten y mejor será que nadie se quede atrás, así que allá vamos. Me sorprendió encontrar a un limpiabotas que daba lustre a un cliente sentado en un banco frente al nuevo hotel Vincci. No había vuelto a saber de Javier Castaño desde el cierre del Café Central, pero ahora era este otro hombre quien defendía el oficio con precisión y eficacia. Comprendí entonces que las ciudades se parecen a la memoria: no funcionan tanto como un territorio en el que los distintos estratos se van superponiendo al igual que las páginas en un libro, sino, más bien, como un sistema en el que las señas de identidad van y vienen ajenas a cualquier intento de ordenación. Por mucho que nos creamos capaces de establecer una predicción socioeconómica, por más que convengamos en que los análisis periodísticos se atienen a los hechos (desconfíen: no lo hacen nunca), el espacio público va por delante, siempre, con suficiente manga ancha para que no lo confundamos con el caos pero ajeno a cualquier coordenada preestablecida. Al mismo tiempo, y seguramente por esta misma naturaleza, el espacio público es frágil. No opone resistencia a la hora de ser empleado como campo de batalla, laberinto para el Minotauro, producto de moda o valor especulativo. Si alguien está dispuesto a hacer negocio con él, lo tiene fácil. Pero no lo tiene menos fácil quien pretenda emplearlo para una causa justa, una ocasión hermosa o un momento inolvidable. En cualquier caso, el espacio público es mutante: cuando creamos que lo tenemos a nuestra merced, ya se habrá convertido en otra cosa.
El espacio público es complejo porque las personas somos complejas. En las últimas décadas se han desarrollado en paralelo dos discursos que, por su aplastante formulación, han calado en la política y en la cultura. El primero sostiene que las ciudades son realidades simples porque obedecen a criterios elementales y, por eso, tenemos derecho a ponerlas en venta. El segundo, por su parte, considera que las personas son simples porque se atienen a rasgos de identidad previsibles (nación, edad, sexo, género y los que ustedes quieran). Pues bien, seguramente esto ya no le interesa a nadie, pero ni las ciudades ni quienes las habitan son simples. Al contrario, revisten la complejidad suficiente como para tomarlas en serio y no darlas por sentado. En esta complejidad reside la fragilidad del espacio público como ecosistema humano. Y por esa razón conviene salir a defenderlo. A estas alturas no es difícil demostrar que, cada vez que alguien se refiere al espacio público en términos gruesos, lo hace con una intención mercantil. Pero, igualmente, a quién le importa si tenemos sol y playa todos los días del año.
En fin, disculpen el desvarío. Cuando me pongo tan insoportablemente sentimental, el teclado se desliza más rápido. En el fondo, todo esto viene a cuento porque me gusta encontrar aquí, en la calle Larios, con toldos o sin ellos, con alumbrados o sin ellos, a la gente que se sienta en los mismos bancos a jugar al ajedrez. Y me refiero a gente de todas partes, es decir, de aquí mismo. Gente que habla idiomas distintos pero que se entiende a la hora de poner en peligro a la reina. Cada vez que veo a esta gente tan callada me acuerdo de mi amigo Eduardo Duro, uno de los mejores actores que conozco, amante de Shakespeare y de Valle-Inclán, que va por ahí siempre con el tablero y las piezas metidas en una mochila en dirección a la siguiente partida, en Málaga, en Torremolinos o donde haga falta. Me acuerdo también de Nueva York, la ciudad en la que más atención he visto dirigida a la preservación de los espacios públicos y en la que grandes y pequeños juegan al ajedrez en cualquier banco que se ponga a tiro. Y me acuerdo de mi padre, que, de niño, en los años de la hambre, aprendió a jugar al ajedrez también en la calle, en el Jardín de los Monos, donde quienes sabían accedían a instruir a los novatos. Lo peor de todo esto es que la memoria también es frágil. Y que a mí, a pesar de los intentos vanos de mi padre, se me da fatal el ajedrez. Aunque me bastan algunos atardeceres en el Paseo Marítimo y los primeros síntomas de la primavera trastocada que se nos avecina en el barrio de la Victoria para que todo tenga sentido. Málaga será otra ciudad cualquier día, pero nos acordaremos.
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