Málaga o la deshabitación
Calle Larios
Es cierto que la carencia de vivienda es una cuestión global, pero la Costa del Sol ha mostrado una resistencia particular a reconocer que había un problema cuando ya lo llevaba demasiado tiempo en la nariz
Málaga: once contra once
Málaga/No inventa uno precisamente la pólvora si afirma que el gran tema del presente, el centro de debate en todas las conversaciones, en las cafeterías, en los autobuses, en las colas de los supermercados y en cualquier foro más o menos improvisado es el de la carestía de la vivienda. Y no a cuenta de las medidas del Gobierno, ni de la negativa de varias comunidades autónomas a aplicar la última ley aprobada al respecto: antes de todo eso, quienes quieren acceder a una vivienda en Málaga y su provincia y no tienen manera de hacerlo son ya muchos, están en todas las familias y en todos los ámbitos, con lo que a cada hijo de vecino le toca el asunto, sin remedio, muy de cerca o en sus propias carnes. Un matiz no menor del problema, ya aceptado y asumido, es su transversalidad: quienes no pueden permitirse un alquiler ni una hipoteca se corresponden ya con una mayoría amplia que incluye estabilidad laboral y salarios a la altura. No hablamos ya de personas con pocos ingresos y menos posibilidades de ampliarlos, sino, también, de profesionales consolidados con un poder adquisitivo que en cualquier sociedad civilizada debería bastar. De esta forma, si la imposibilidad de acceder a una vivienda se mantiene como uno de los criterios fundamentales de la exclusión social, podríamos admitir que nuestro tiempo ha procurado una exclusión masiva, comparable seguramente a la que asedió a las grandes capitales europeas en la Revolución Industrial.
Pero permanezcamos en el contexto más cercano: en las últimas semanas, en un plazo breve de tiempo, pude intercambiar café e impresiones con otros tantos responsables de instituciones culturales de la provincia de Málaga. Y me refiero a dos instituciones de primer orden, que contribuyen de manera notable a la proyección de la identidad cultural del territorio en todo el mundo (comprenderán que omita los nombres tanto de las instituciones como de sus responsables). Los dos viven de alquiler y los dos me contaron que se han visto obligados en los últimos meses a cambiar su lugar de residencia por la imposibilidad de asumir un aumento abusivo de sus mensualidades, en ambos casos superior a los trescientos euros. El primero (o, mejor, la primera) tiene su puesto de trabajo en Málaga y vivía relativamente cerca de la institución que dirige; la única vivienda de la capital que encontró para alquilar ajustada a sus necesidades y a un precio razonable se encontraba en un barrio periférico, donde vive ahora, con lo que tiene que invertir cada día sus buenas horas en desplazarse en coche y gastar lo necesario en garantizarse una plaza de aparcamiento, pero, con todo, se considera afortunada. El segundo no tuvo tanta suerte: la institución que dirige se encuentra en un municipio de la provincia aunque él residía en Málaga, ya que así le resultaba más fácil conciliar el trabajo con su familia. Ante la subida del alquiler tuvo que cambiar de residencia y le resultó imposible encontrar una vivienda asequible para él tanto en la capital como en un municipio más cercano a su institución, con lo que tuvo que instalarse en otra localidad desde la que tarda más del doble de tiempo en llegar a su puesto de trabajo. Cabe suponer que estas dos personas percibirán un sueldo que se corresponda con su responsabilidad, pero tampoco ese sueldo les ha bastado ni para mantener su vivienda ni para encontrar otra donde la necesitaban. Si para ellos no ha sido posible, casi da escalofríos pensar en la cantidad de gente con menos recursos que viene detrás. Que los propietarios necesitan seguridad jurídica es una evidencia, pero no lo es menos que los inquilinos también la necesitan. Y es el segundo problema, no el primero, el nos ha traído hasta aquí.
Ya se sabe, sin embargo, que la perspectiva de quien sufre esta exclusión en primera persona suele ser distinta de quienes ostentan la capacidad de decisión al respecto, entre otras razones porque tal capacidad es cada vez más reducida frente a una lógica recaudatoria que no admite excepciones. En Málaga, las administraciones públicas han mostrado una particular resistencia a reconocer que había problema cuando ya lo había tenido demasiado tiempo delante (hay dos versos en una canción de Indio Solari muy ilustrativos al respecto: “El tonto no puede oler al diablo, vida mía / ni si caga en su nariz”); ahora la existencia del problema se admite, lo que ya es un logro, pero la resistencia se ha trasladado a la identificación y definición de las causas (no ya de las soluciones). El sentido más común entendería que la subida de los precios del alquiler es una consecuencia directa de la proliferación incontrolada de viviendas turísticas, que en un municipio como Marbella alcanza ya el 70% de la oferta, pero todavía quedan concejales, consejeros y diputados que niegan este extremo como si de una aberración se tratase. Buena parte de estos servidores públicos, de la mano de promotores y economistas, entienden que, si el problema es la falta de vivienda, todo consiste en liberar suelo y construir más. Pero en una provincia con más de 150.000 viviendas vacías (se dice pronto), en la que más del 50% de las nuevas residencias son adquiridas por compradores que no residen en Málaga, tan fácil despeje de la ecuación invita a sospechar en otros intereses seguramente no tan nobles. O, dicho de otra manera: no serviría de nada construir todas esas viviendas para volver a ponerlas a disposición de Airbnb. ¿Quién puede garantizar que se mantendrán a salvo de la voracidad especuladora que nos ha metido en este callejón sin salida? ¿Qué fórmula mágica se aplicará para su excepción? ¿Volverán a poner áticos a cinco millones? ¿De verdad cree el Gobierno que la solución pasa por repartir bonos para el alquiler entre jóvenes inquilinos? Quizá, por probar, podríamos asumir este axioma como premisa a la hora de actuar: el sistema de viviendas vacacionales es incompatible con la habitabilidad de las ciudades. Como axioma, esta asunción tendrá que darse tarde o temprano, guste más o guste menos. Y, a partir de ahí, que construyan todo lo que quieran.
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