Málaga: donde hay un río
Calle Larios
Si, culminado a toda costa el proceso de mercantilización, cada vez resulta más difícil ver a las ciudades como lugares donde vive gente, qué diremos de su controvertida definición como entornos medioambientales
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Málaga/Málaga es, también, esa ciudad en la que a alguien le parece buena idea poner aspersores en la desembocadura de un río. Los arbolitos con los que se pretendió adornar el entorno, degradado y abandonado como pocos, bien lo merecían. Lo mejor era saludar semejante medida con sentido del humor, aunque la risa duró apenas un par de días, hasta que la lluvia volvió e hizo su trabajo. Recuerda el catedrático José Damián Ruiz Sinoga que el Guadalmedina sigue en su desembocadura el comportamiento de una rambla, cauce característico del Mediterráneo español y propio del clima asociado a precipitaciones escasas, irregulares y torrenciales. Contamos, de hecho, con diversos ejemplos de integración urbana de ramblas entre Almería y Barcelona, algunas más afortunadas que otras, pero sólo en Málaga se opta por el aspersor como solución (anunciada, eso sí, como provisional: menos mal) al problema. Lo interesante del caso es la función que cumple el río como permanente aguafiestas, derrota irresoluble, piedra en la que tropezar una y otra vez. Y, en el fondo, seguramente está función es oportuna para cuando sea preciso volver a poner los pies en el suelo: cuando nos creamos la capital del mundo por encima de nuestras posibilidades, cuando hayamos comprado todas las portadas de la prensa internacional, siempre podremos volver al Guadalmedina para bajarnos los humos, mierda, esto sigue pendiente. Nuestro “fracasa otra vez, fracasa mejor” de Samuel Beckett. Pero los aspersores constituyen también un ejemplo decisivo respecto a cómo una mala interpretación de la realidad conduce, de manera inexorable, a una decisión política equivocada. El principal problema aquí tiene que ver con la educación de la mirada, con ver al Guadalmedina como lo que es a su paso por Málaga: no es un accidente, ni un incordio, ni un páramo de hormigón, ni una cicatriz, ni un agujero, ni un desierto. Es un río, con sus ciclos y su naturaleza, con su flora, su fauna y su hábitat. Como tal, cumple su función. La decisión definitiva para su gestión nunca será fácil, pero sí podemos confiar en que la atención a su identidad natural entraña una premisa bastante más feliz que la instalación de aspersores. En un contexto climático en el que cabe esperar periodos más largos de sequía, con lluvias menos frecuentes pero más abundantes, esta atención se convierte en una exigencia. Sabemos que este cauce ofrece a la ciudad una protección particular frente a ciertos desastres y que, al mismo tiempo, si no se cuida como es debido esos desastres pueden multiplicar sus efectos.
En realidad, a Málaga le cuesta verse a sí misma como un entorno medioambiental. Y cuando hablo de aquí de Málaga me refiero, claro, a los malagueños. Tiene sentido: si cada vez cuesta más definir a las ciudades como espacios en los que viven los ciudadanos, en virtud de procesos de mercantilización progresivamente agresivos y excluyentes, mucho más difícil será tomarlas en consideración en virtud de sus elementos naturales, siempre prescindibles, incluso molestos, cuando se trata de convertir las ciudades en productos lanzados a subasta. Málaga ha ganado por méritos propios un lugar destacado en el escaparate en muy poco tiempo, con lo que tanto la expulsión de vecinos como la negación de su calidad medioambiental se han consolidado igualmente en plazos extraordinariamente breves. Pero, en lo que respecta a la definición de la ciudad como entorno natural, sí que podemos identificar una cierta tradición marcada por la incomprensión o, más bien, la ceguera. Es muy posible que crisis históricas como la de filoxera inocularan en la población la conciencia de que no se podía esperar nada bueno del mundo natural, así que lo mejor era dedicarse a otra cosa, poner los ojos en otro sitio. En cualquier caso, en virtud de esta tradición, Málaga se muestra dispuesta a equivocarse una y otra vez con el Guadalmedina; pero, también, a acometer talas masivas en Cerrado de Calderón, a asfaltar el Parque Forestal Monte Victoria (por cierto: instalar un parque infantil aquí, donde los niños pueden disfrutar del mundo natural en todo su esplendor sin salir de la ciudad, es una decisión tan incomprensible como la de poner aspersores en el Guadalmedina, pero mucho más nociva a nivel medioambiental), a destruir nidos de vencejos en cada nueva promoción inmobiliaria, a considerar que las jacarandas molestan porque ensucian, a trasplantar árboles cuando afecten al paso de los tronos, a multiplicar la densidad urbana exenta de zonas verdes y, en fin, a hacer de la Ley andaluza de Fauna y Flora Silvestre, que existe, una pegatina inútil. Por otra parte, tiene sentido: si el Gobierno andaluz sólo ve urbanizaciones de lujo y campos de golf en Doñana, tampoco vamos a pedir al Ayuntamiento de Málaga que vea un bosque donde hay sitio para más rascacielos.
A poco que uno se ponga las gafas de la evidencia, sin embargo, no quedará más remedio que admitir que Málaga, como cualquier otra ciudad, no es una realidad ajena al medio ambiente, sino que forma parte del mismo con las condiciones necesarias que derivan de la actividad humana. A veces, las circunstancias nos permiten comprender con más claridad: durante el confinamiento vimos cómo crecían las especies vegetales más diversas en los lugares más insospechados y cómo una fauna presuntamente exótica campaba a sus anchas, tomando en realidad posesión de lo que legítimamente era suyo. Solares, playas, aceras, tejados y portales quedaron al amparo de la polinización, la anidación y otros milagros naturales. Toda esa vida está ahí, siempre, y se manifiesta en cuanto tiene la oportunidad. La cuestión es si seremos capaces de afrontar la gestión que la identidad medioambiental de Málaga exige de manera creativa o si, como siempre, volveremos a no querer saber nada. Contamos en ciudades de todo el mundo con ejemplos atinados respecto a la instalación de nidos, la delimitación de comunidades de gatos y palomas, la armonización de árboles y arquitecturas, la integración del patrimonio natural y el patrimonio histórico y, también, el aprovechamiento de ríos y ramblas como vértices de articulación urbana desde el respeto a su identidad natural. Pero, sin las gafas correctas, sin la educación debida, es razonable pensar que si a algún pájaro le da aquí por hacer un nido en un semáforo, alguien lo apartará porque estorba. Como siempre, lo ideal sería dejar de ver el medio ambiente como un problema para empezar a asimilarlo como una ocasión para hacer de Málaga una ciudad mejor. Salvo que los gurús del turismo y la tecnología, por supuesto, digan otra cosa.
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