Málaga: la guerra santa

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Por mucho que se insista en el discurso de la turismofobia, los problemas relacionados con el acceso a la vivienda y con la erosión de derechos no van a ser menos reales ni menos graves

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Por mucho que hablemos de turismofobia, el problema real seguirá ahí. / Javier Albiñana

Málaga/Me llamó una amiga para contarme que el próximo mes de julio comenzará a trabajar como educadora infantil en Dublín, con contrato indefinido y seis meses de prueba. Más allá de la evidente confusión entre alegría e inquietud, hubo un apunte de cuyo hilo valdría la pena tirar. Le pregunté por las condiciones y me dijo que la misma empresa que la contrata se encargará de facilitarle un alojamiento, cercano a su puesto de trabajo, para cuyo alquiler tendrá que desembolsar un importe equivalente a la cuarta parte de su salario. Es posible que mi amiga haya tenido mucha suerte, pero en todo caso hablamos de una maestra, no de un nómada digital ni de otros profesionales que, en principio, parecen tenerlo más fácil por su nivel de ingresos a la hora de instalarse en cualquier sitio en función del clima, no del precio del alquiler. Con un coste del alquiler equivalente a la cuarta parte del salario de una educadora infantil es razonable pensar que quedarán recursos para desarrollar una calidad de vida satisfactoria y para invertir en otros menesteres, es decir, contribuir a la creación de riqueza desde otros flancos más allá de la hegemonía inmobiliaria. Por supuesto, es absurdo comparar Dublín y Málaga, más aún en cuestiones como la del alojamiento, pero estaría bien considerar que, ante convocatorias como la de la manifestación del próximo 29J, lo que buena parte de la opinión pública reclama no es su derecho a patear al turista, sino a acceder a una vivienda en condiciones dignas. Tan sencillo como eso. Hace unos días, el concejal de Vivienda, Francisco Pomares, acusaba a la oposición de emprender una “guerra santa” contra el turismo en Málaga. En esta ocasión, el objeto contra el que arrojaba una expresión semejante eran los portavoces que se sientan al otro lado en el pleno, pero en los últimos años hemos oído acusaciones de tono similar, con términos como integristas y yihadistas, dirigidas a gente que reclama un bosque urbano o la regulación de los apartamentos turísticos. El lenguaje nunca es inocente, y menos aún cuando se trata de preservar el negocio a buen recaudo. No sé qué pensarán ustedes, pero yo no veo particularmente inquietos a los turistas que llenan cada día nuestras calles y playas. Este verano, además, se espera una nueva afluencia récord, de modo que, si realmente había un mensaje turismófobo en Málaga, solo ha podido saldarse con un estrepitoso fracaso. Por más que lo repitan los más interesados, esa actitud intransigente contra el turista es una invención interesada que, desde luego, ha tenido los efectos deseados en la opinión pública. Miguel Gila definía el patriotismo como el sistema que permite a los ricos contar con los pobres en la defensa de sus intereses. Algo parecido podemos decir de la marca Málaga.

Miguel Gila definía el patriotismo como el sistema que permite a los ricos contar con los pobres en la defensa de sus intereses. Algo parecido podemos decir de la 'marca Málaga'

Lo cierto es que, por más que se acuda a un lenguaje de semejante gravedad hasta abrazar tal efusión del disparate, el problema de Málaga con la vivienda no es menor. La provincia ostenta los alquileres más caros y las hipotecas más elevadas con una renta muy inferior a la que podría justificar estos precios. Hay quien insiste en la generación de empleo que procura el turismo, pero hace mucho que disponer de un puesto de trabajo dejó de constituir una garantía contra la exclusión social, especialmente en un sector como el de la hostelería, primera beneficiaria del turismo. Quizá las declaraciones de Pomares llaman la atención, eso sí, porque ha quedado demostrado que quienes desde hace años venían advirtiendo del problema al que se enfrentaba Málaga, por mucho que fueran tildados de yihadistas, tenían razón. Ahora que el Ayuntamiento abre la puerta a un tímido proceso de regulación de los apartamentos turísticos, que necesariamente tendrá que ir a mucho más, hasta Pomares admite que hay un problema con la vivienda en Málaga. Lo interesante es que se abra al fin un debate político y social sobre las soluciones, que podamos reparar en unos modelos y descartar otros, pero la negativa constante, la afirmación sostenida de que en Málaga no pasaba nada y de que quienes decían lo contrario eran unos integristas, ha entrañado un golpe no precisamente fácil de encajar: mientras tanto, la ciudad ha quedado definida como un ecosistema accesible solo a unos pocos y del que demasiada gente ha tenido que irse. Sería interesante adoptar otro punto de vista y señalar quién ha convocado realmente la guerra santa y quiénes han sido sus víctimas. Quiénes, en fin, han salido ganando con todo esto y quiénes lo tenían todo perdido desde el principio.

El principal problema es que el poder adquisitivo ha quedado consagrado como único recurso hábil para el ejercicio de la ciudadanía

Pero hay una cuestión seguramente más grave: de manera harto discreta, como una consecuencia natural de este proceso de explotación comercial de la vivienda y las áreas urbanas, antiguamente asociadas a derechos fundamentales, el poder adquisitivo ha quedado consagrado como único recurso hábil para el ejercicio de la ciudadanía. Ya solo podemos relacionarnos entre nosotros, habitar el espacio público, promover su transformación creativa y dirigir, en fin, el futuro de Málaga, en función del vínculo que cada cual profese con el dinero. Llegados a este punto, las ideas son cada vez menos útiles y los presupuestos cada más ajenos a cualquier ámbito de la experiencia humana. La actividad relacionada con los apartamentos turísticos ha constituido el mecanismo perfecto para los interesados porque propone un beneficio rápido y elevado a cambio de nada, ningún trabajo, ninguna idea, ningún proyecto: si tienes algún bien para incorporarlo al mercado, no tienes que preocuparte de nada más. No hay ciudad más allá de lo que uno puede vender y comprar, ni más actividad relacionada con la ciudadanía más allá de la transacción. Cuando hace ya algunas décadas nos preocupaba la posibilidad de que los ciudadanos quedaran sustituidos por clientes, no sabíamos hasta qué punto habrían de cumplirse las peores expectativas. Con cada objeción, cada negativa, cada invitación a estudiar otras fórmulas considerada sistemáticamente una manifestación de odio, una incitación al caos. Me temo que ya sí vamos demasiado tarde para cambiar este paradigma. Incluso los círculos de creación cultural e intelectual, precisamente de donde podrían emanar posibles alternativas, han sido absorbidos por la administración prácticamente en su totalidad con una determinación a veces ruidosa, demostrada con creces en el episodio de la Casa Invisible. Ánimo. Cualquier día empezarán las rebajas. 

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