Málaga: morder la mano
Calle Larios
Es paradójico que la industria que sostiene económicamente a la provincia sea la que más contribuye a la expulsión de los vecinos y la erosión de su identidad, pero se trata, justamente, de hacer política
Málaga o la deshabitación
Málaga/Hace unos días, en una tertulia con unos amigos, uno de ellos nos preguntó al resto nuestros motivos para ir al Centro de Málaga. De entrada, la pregunta nos pareció interesante a todos. Podría servir, incluso, como leit motiv para una campaña de recuperación del enclave para el uso ciudadano: ¿Cuáles son tus razones para ir al Centro? Por mi parte, lo primero que se me vino a la cabeza es que me pilla muy cerca, con lo que las exploraciones más allá de Lagunillas tienen necesariamente cierta frecuencia, aunque siempre me gusta matizar que mi barrio, el de la Victoria, no es el Centro ni se le parece, por mucho que se nos esté llenando ya todo también de viviendas turísticas. Concluí que, en un noventa por ciento de las veces, voy al Centro a comprar libros en las librerías y flores en los puestos de la Alameda. El diez por ciento restante queda reservado a las debidas visitas al Cine Albéniz, los teatros, los museos y poco más. A veces termino en la calle Granada o en la calle Larios con el simple propósito de dar un paseo y después vuelvo a casa sin más ante la evidencia de que no tengo mucho que hacer aquí. Es curioso, porque la pregunta de marras me hizo recordar que no hace mucho tiempo había muchas razones para ir al Centro casi a diario, principalmente por una actividad comercial amplia y diversa que ha ido desapareciendo con el paso del tiempo, pero que dotaba al corazón de Málaga una singularidad precisa: sólo en el Centro podías encontrar ciertos productos. Ahora que todo es hostelería, además una hostelería cada vez más orientada al gusto del turismo, o de cierto turismo, pues la verdad es que prefiero la hostelería del barrio, o de otros barrios, donde es más fácil sentirse como en casa (sí, mierda, ya habitamos esa decadencia en la que uno solo va a determinados sitios para sentirse como si se hubiera quedado en su salón). Lo preocupante ahora ya no es lo que le pase al Centro, sino que los barrios vayan detrás, como de hecho está sucediendo, en la persecución de los mismos objetivos. Es decir, que nos terminemos preguntando los motivos para ir al barrio.
Hay otro elemento curioso: durante muchos años, la capital malagueña asumió el reto de diversificar la oferta turística más allá del Centro. Se abrieron museos y hoteles en otros distritos, se idearon atractivos más allá de la Alameda, se consideró que podía haber otros barrios de las artes además del Soho. Pero han sido las viviendas turísticas, dispersas hasta en La Palmilla, las que más han hecho por llevar a los turistas a otra parte, aunque sea a dormir. Toda esta afluencia, que se aprovecha sin reservas (claro) de las comodidades y accesibilidades propias del alquiler turístico, prefiere tener cerca, antes incluso que la playa o un lienzo de Picasso, una oferta de restauración a su gusto. Y, a partir de aquí, los números son de vértigo: sólo en Málaga capital se inauguran cada día dos bares y restaurantes. Y el modelo, por supuesto, funciona: la provincia acaba de firmar un nuevo récord de empleo en el tercer trimestre del año, con 775.000 ocupados y un protagonismo indiscutible del sector servicios en el 82% de la contratación, tras el que no es difícil advertir el apogeo de la hostelería y el turismo. Una de cada tres empresas que operan en el territorio están vinculadas con el sector. No hace mucho, el concejal malagueño del ramo, Jacobo Florido, advertía de que a una industria que genera tanta riqueza “no se le puede morder la mano”. Y tiene toda la razón.
Pero las ciudades están llenas de paradojas, un juego que a Málaga se le da bastante bien. Algunas, incluso, admiten una perspectiva histórica. Durante la Revolución Industrial, las actividades productivas que permitieron el sostenimiento económico de las clases obreras en toda Europa fueron a menudo las mismas que masacraron a sus poblaciones. A menudo que hubo esperar años, décadas, incluso siglos, hasta que se introdujeron las correcciones pertinentes que permitieron el desarrollo de esas industrias al mismo tiempo que se aplicaban medidas para el cuidado del medio ambiente, el respeto a las materias primas, la salud de los trabajadores y otras cuestiones que devinieron en fundamentales. Se trató, entonces, de preservar cierto equilibrio. Y para ello resultó esencial no solo una actuación decidida desde los gobiernos y administraciones, sino la colaboración estrecha de los sectores implicados. A nadie en su sano juicio se le habría ocurrido acabar con los medios de producción, pero en un momento resultó evidente que había que ajustarlos a unos patrones que hiciesen posible la vida en las ciudades y pueblos. Ese proceso, por cierto, no ha terminado. Cuando hablamos de la responsabilidad social de las empresas, nos referimos, exactamente, a esto.
Y, bueno, resulta doloroso no ya que una representación tristemente amplia del sector turístico y hostelero reaccione casi como ante una agresión cuando se le recuerda considere su responsabilidad social hacia los vecinos de Málaga, sino que desde la administración pública se haya exigido durante demasiado tiempo una excepción al respecto porque, oiga, es que vivimos de esto. Pues sí, igual que media España vivía de las industrias químicas en los años 50 y 60, pero cuando hubo que adoptar protocolos para preservar la salud de la población, se adoptaron. Seguro que cuando se impusieron medidas de protección a los obreros, buena parte del sector de la construcción consideró esa inversión extra la consecuencia indeseable de una intromisión ilegítima, pero todo el mundo entendió que la vida de los trabajadores trascendía cualquier criterio. El estallido de las viviendas turísticas ha sido muy rápido e inesperado, con lo que no ha permitido un margen de acción muy grande. Pero, en virtud de las leyes de la entropía, el sistema social también encuentra la manera de regularse: el mismo Ayuntamiento que no veía relación entre las viviendas turísticas y el aumento brutal del precio alquiler ahora admite que el modelo expulsa a los vecinos, prohíbe la ampliación del mismo hasta en 43 barrios de la capital y ya parece pensárselo dos veces antes de hablar de turismofobia. Vamos poco a poco, pero vamos. Los turistas no dejarán de venir cuando los malagueños puedan vivir en su ciudad. Quién sabe si habrá algún modo en que todos, no unos pocos, salgamos ganando.
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