Málaga: aquí no pasa nada
Calle Larios
La prisa institucional por aparentar la mayor normalidad tras la inundación del miércoles invita a hacer algunas reflexiones sobre el papel de la sociedad civil en el escenario público
Málaga: elogio de la estupidez
Málaga/A las catástrofes, aunque sea por la etimología, se les supone un efecto catártico, una depuración colectiva del ánimo y la conciencia para un regreso renovado al punto de partida. Pero el precio a pagar con tal de que este bautismo funcione de veras suele ser demasiado elevado, así que resulta de agradecer que, cuando toca hacer frente a la fatalidad, podamos resolverlo sin contar más daños que los materiales. El miércoles volvieron a la retina, intactas, imágenes que a los que contamos canas nos resultan inolvidables, los arroyos desbocados, los autobuses casi sumergidos en la Plaza de Manuel Alcántara, la calle Victoria reconvertida en el río que es por derecho, Alcazabilla prolongada como un afluente repleto, contenedores arrastrados, colegios y centros de salud cerrados, locales anegados, la ruina que llama a la puerta, todo que parece esfumarse en apenas unos minutos, ya saben. Al día siguiente, el jueves por la mañana, se respiraba una normalidad incómoda, con todo en marcha pero con demasiados signos de que el peor desenlace posible había quedado demasiado cerca, al alcance de la mano: en Victoria y Carretería, la mayor parte de los negocios ya habían abierto sus puertas frente a aceras llenas de barro y ramales arrastrados por la corriente. En los empleados y propietarios se advertía el cansancio pero también, preciso, el miedo, el ansia de un alivio que no llegaba, la impresión de que había faltado muy poco para perderlo todo, porque algunos ciertamente habían perdido mucho, mientras los vecinos seguían achicando agua en sótanos y garajes. En un comercio del barrio, en Cristo de la Epidemia, pregunté a sus responsables y me contaron que el agua llegó hasta el mostrador del negocio, con lo que no se vieron demasiado afectados más allá del engorro de sacar cubos y más cubos hasta bien entrada la madrugada. Los grandes almacenes abrieron en su mayoría ya flamantes, como si no hubiera sucedido nada extraordinario, pero en las ojeras de los empleados quedaban los testimonios de horas y más horas de nervios, inquietud, desafío y pánico. El dictamen mostraba un rasgo común: pudo haber sido mucho peor. Vaya que sí. Pero qué sensación más rara dejaban las arquetas todavía abiertas en algunas calles después de que los propios vecinos, en muchos casos, se hubieran jugado algo más que el pellejo con tal de que la riada encontrara una salida. Podías tomarte ya un café en una terraza como si no hubiera pasado nada. Y, a lo mejor, no había pasado nada.
Porque, que sepamos, mientras tantos malagueños eran evacuados o veían cómo sus casas y sus negocios quedaban a merced de la inundación, un alcalde afirmaba en un programa de televisión de máxima audiencia que “no había motivo para la alarma”, que “la ciudad estaba limpia” y que en calle Larios se trabajaba sin novedad para la instalación del alumbrado navideño. Todo normal: aquí no pasa nada. No menos significativa fue la rápida intervención de las asociaciones de hostelería para dejar claro cuando todo estaba todavía hecho unos zorros que el sector no había sufrido daños, como si los dueños de bares y restaurantes hubiesen marcado sus puertas con la sangre del cordero: aquí no ha pasado nada malo. Todo era normal, tan normal que no parecía haber noticias para llenar un periódico. Tan normal que, tres días después de la riada, muchos vecinos de distintos barrios, caminos y diseminados de la capital y la provincia seguían sin poder acceder a sus casas. Tan normal que el viernes, solo dos días después de que el temporal volviera a demostrar la condición inundable de la Vega de Mestanza (y, por tanto, la patada a la normativa que entraña la construcción de una depuradora en este suelo), los vecinos recibieron la notificación de la definitiva expropiación forzosa de la Junta de Andalucía, ahora sí que tenemos prisa. Tan normal que los puentes plaza (por cierto, ¿alguien sabe qué es un puente plaza?) proyectados para el Guadalmedina siguen siendo una idea fantástica. Tan normal que mantenemos el plan de ceder más de la mitad del Parque del Oeste, zona sensible a las precipitaciones donde las haya, a la explotación privada durante varios meses para convertirlo en un parque de atracciones. Tan normal que demasiados empresarios y jefes de personal llamaron a sus empleados la mañana del mismo miércoles para que se incorporaran a sus puestos de trabajo porque no llovía (y, de paso, para cerrar sus establecimientos a las dos de la tarde y obligar a los mismos empleados a volver a sus casas en lo peor de la tormenta). Tan normal que nadie ha hablado de ayudas para la reconstrucción de comercios y hogares, que se sigue viendo con buenos ojos la urbanización de zonas inundables (hay que liberar suelo, recuerden, la solución para el problema de la vivienda pasa por ahí, cualquier día se nos acaban los alquileres turísticos y a ver de qué vamos a vivir entonces), que quienes siguen con el susto en el cuerpo no tienen motivos para cortar así el rollo, qué se habrán creído. No pasa nada.
Es muy cierto que las consecuencias no tuvieron punto de comparación con lo que dejaron tras de sí las inundaciones de 1989. Y es evidente que la ciudad está mucho mejor preparada que entonces para afrontar crisis de este tipo. Pero también lo es que, en esta ocasión, la ciudadanía estuvo advertida desde doce horas antes de que cayera la primera gota. Como lo es que tanto las infraestructuras de saneamiento como la capacidad de respuesta a fenómenos hidrológicos extremos son mejores que hace treinta años, sí, pero todavía insuficientes. Lo verdaderamente doloroso es que las lluvias de esta semana han arrojado una advertencia muy severa ante la que la primera respuesta ha sido una pretendida imagen de normalidad: como no pasa nada, seguiremos con todo previsto, tal y como está planteado, sin cambiar una coma. Lo importante es que la ciudad conserve su puesto en el escaparate, que el turista no perciba contrariedad alguna, que nadie tenga duda de que, por mucho que tantos sigan achicando agua en casas y locales, somos una ciudad divertida, en la que tanto los visitantes como los hipócritas de los vecinos del Centro pueden disfrutar de una cervecita y unas risas. Nada de ponernos serios, nada de pararnos a pensar un poco. A ver si va a haber que acusar de turismofobia al listo que se le ocurra decir que las alcantarillas seguían sin limpiar desde la tormenta anterior y que demasiados contenedores de basura y reciclaje estaban hasta arriba la mañana del miércoles. Lo peor de todo es esta sospecha de que si hubiera seguido lloviendo hasta la noche, tal y como se había anunciado; de que si se hubiera desbordado el Guadalmedina o si se hubieran abierto los colegios, seguiríamos hablando de normalidad: aquí no pasa nada. Que nadie apee a Málaga del lugar que le corresponde.
Pero sí que pasó algo: la sociedad malagueña, esa a la que amablemente se le invita a irse a vivir a otro pueblo para que deje sus casas a los turistas, demostró, otra vez, madurez suficiente no solo para tomarse en serio los avisos, sino para actuar en los lugares donde la riada se puso más fea cuando los servicios de emergencia no daban abasto. Demasiadas cosas han pasado aquí desapercibidas, como la acción social que, bajo la dirección de organizaciones como Cáritas, se había movilizado ya el martes para garantizar que todas las personas que viven en la calle pasaran el día siguiente a buen recaudo. La gente que paga cada vez más impuestos mientras puede disfrutar cada vez de menos espacios públicos es la que se arremanga cuando es necesario, la misma que, cuando todavía arrecia, pone toda la carne en el asador para que nadie eche en falta nada en sus casas al día siguiente. No estaría de más reconocer que esta misma sociedad civil, a la que se expulsa de todas partes para la preminencia del decorado, habría merecido un reconocimiento más consciente, menos hecho para salir del paso. Pero, si en algún momento podían quedar dudas sobre la posición de la ciudadanía respecto al escaparate, esta inundación ha servido para despejarlas de una vez por todas. Qué madrastra sigue siendo a veces esta Málaga cuando decide olvidar quién la sostiene cada día. Circulen.
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