Málaga es nombre de biblioteca
Calle Larios
Si se trata de hacer lo que a la gente le gusta, si ese es el criterio, igual resulta que a la misma gente le gustan más las bibliotecas que las lucecitas, y menuda sorpresa nos llevaríamos entonces
Málaga: cuento de Navidad
Málaga/Bien, dado que la semana pasada dimos la tabarra de lo lindo con Fahrenheit 451, la novela de Ray Bradbury, lo menos que poder hacer ahora es escribir sobre bibliotecas. Conviene hacerlo de vez en cuando por varios motivos: el primero y fundamental es que pocas cosas hay en el mundo que me gusten más que una biblioteca pública, una institución pensada para que cualquier hijo de vecino entre a sus anchas, lea y consulte los libros que desee, se tome todo el tiempo del mundo en investigar lo que le dé la gana y se marche después sin dar explicaciones. El único requerimiento que se exige a cambio es el silencio, y ya me dirán si en estos tiempos se puede reclamar un precio más hermoso. A lo largo de los años, desde mi adolescencia, he ido amasando mi biblioteca particular, pero al mismo tiempo he sido un fiel usuario de las bibliotecas públicas, y lo sigo siendo, con mi carnet al día y mis visitas regulares, con el gozo de disponer por unos días de volúmenes que conservan pliegues, rasgos, signos dejados por otros lectores que recorrieron antes el mismo camino. Como autor, del mismo modo, pocos reconocimientos me producen más orgullo que encontrar mis libros en bibliotecas públicas: es ahí cuando uno da por bueno el tiempo y el trabajo invertidos en escribir los desvaríos que a uno se le ocurren hasta darles una forma publicable. El segundo motivo es que las bibliotecas son importantes. Puede parecer un dislate que se conceda tal consideración a espacios en los que se puede pasar un buen rato sin dejarse un céntimo, pero la función de estos equipamientos en la organización y dinamización de la vida vecinal en los barrios, en la más fidedigna tradición de la inserción social, con una atención esmerada puesta también a los colectivos más desfavorecidos, es ya insustituible y fundamental. Más allá de esta labor de integración, solo las bibliotecas municipales de Málaga superan actualmente los 240.000 usuarios: si añadimos los registros de las bibliotecas provinciales, las de los museos y otras instituciones públicas, encontramos una representación social abultada y transversal como pocas.
Por eso correspondía recibir como una muy buena noticia la decisión por parte del Ayuntamiento de Málaga de abrir la que será la mayor biblioteca pública de la ciudad en la Carretera de Cádiz, donde antaño se ubicó la Flex, en uso exclusivo de un inmueble que contará con una superficie construida de más de mil doscientos metros cuadrados. Porque son estos proyectos los que sí hacen de Málaga una ciudad moderna, europea, atractiva y con una proyección a la altura. Quizá, a la vista de la sede proyectada, uno agradecería que el Ayuntamiento se atreviera de una vez a apostar por una arquitectura más cálida, más humana, más afín también a la mediterraneidad malagueña, en lugar de la consabida disposición aséptica por la que la construcción podría albergar cualquier cosa con la mayor indiferencia; de hecho, Málaga tiene un ejemplo estupendo de arquitectura consciente, lograda, eficaz en su identidad pública, creativa y limpia en otra biblioteca municipal, la Manuel Altolaguirre, en plena Cruz de Humilladero, seguramente mi edificio favorito de la ciudad. Habría sido genial que los promotores del nuevo equipamiento hubieran tenido en cuenta su modelo, pero de cualquier forma iremos y lo disfrutaremos para ejercer nuestro derecho cívico a una biblioteca. Sentimientos análogos pero aún más encontrados despierta la nueva Biblioteca del Mirador del Carmen en Estepona, con sus ocho plantas y una distribución de ensueño, aunque en una torre alzada frente al mar cuyo impacto paisajístico, sostenible y medioambiental entraña un coste demasiado elevado para el municipio. En cuanto a la biblioteca de la Flex en la capital, es de esperar que ejerza la resistencia deseada al envite municipal que aspira a convertir el entorno de la Carretera de Cádiz en una suerte de resort de lujo para especuladores y apóstoles del turismo chusco, justamente como espacio de encuentro libre de favores pendientes y servidumbres innobles. En una biblioteca pública nadie se siente extraño, todo el mundo es acogido sean cuales sean sus intereses y preocupaciones, y ya casi bastan los dedos de una mano para contar las oportunidades en que tal posibilidad sucede en Málaga más allá de los ámbitos domésticos. No es menos alentadora la noticia de que el Ayuntamiento haya decidido plantar por cuenta propia esta reserva en la Carretera de Cádiz en lugar de concederle el privilegio a otra institución privada, dados además los problemas que atraviesa el Consistorio para sacar adelante proyectos culturales desde el mismo momento en que abre su financiación a entidades guiadas por el lucro, ya sean el diseñado para la antigua prisión provincial o el auditorio.
Ya que estamos, además de nuevas incorporaciones, si algo necesitan las bibliotecas públicas de Málaga son recursos: fondos bibliográficos y audiovisuales, digitalización de archivos, personal, espacios para la celebración de actividades e instrumentos para garantizar la accesibilidad de todos los usuarios. Es cierto que se ha ganado mucho en los últimos años, pero siempre habrá que recordar que el retorno de cada inversión en materia social y cultural es aquí mucho más resonante, sólido y fiable que en otros muchos ámbitos a los que alegremente se destinan presupuestos crecientes y espacios públicos, como los consabidos festivales de luces navideñas. Por tradición, capacidad, talento y vocación, Málaga lo tiene rematadamente fácil para ganarse el galardón de ciudad de los libros; y, a poco que uno se asome ahí fuera, se dará cuenta de las oportunidades que entraña una opción semejante en términos estratégicos, de la trascendencia que capitales como Londres, París o Nueva York, con las que Málaga no deja de compararse en pro de una competitividad ciega y absurda, conceden con cada vez menos reparos a proyectos culturales armados a nivel de comunidad, con criterios de intercambio y cercanía, y no como escaparates de postín y exclusividad impostada. Esa oportunidad está ahí y a lo mejor a alguien, algún día, se le ocurre aprovecharla; y entonces no habrá más remedio que empezar por las bibliotecas públicas, verdaderas protagonistas de la articulación ciudadana a través de la lectura y el conocimiento. Porque, ojo, si se trata de hacer lo que le gusta a la gente, si ese es el criterio, a lo mejor resulta que a la gente le gustan más las bibliotecas que las lucecitas. Ahí están los datos: 240.000 usuarios y más de 100.000 préstamos en los seis primeros meses del año solo en las bibliotecas municipales. Qué sorpresa nos llevaríamos, ¿verdad?
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