Málaga: la plaza de la costumbre

Calle Larios

En pocos lugares cristaliza la historia reciente de la ciudad con semejante pedagogía, con especial atención a sus maneras de menospreciarse, de considerar que tampoco vale tanto la pena

¿Dónde está la torre del puerto?

Y si no, siempre podremos convertirla en una piscina.
Y si no, siempre podremos convertirla en una piscina. / Javier Albiñana

Málaga/Supongo que a más de un malagueño le pasará lo mismo, pero la verdad es que, si hago memoria, buena parte de los episodios fundamentales de mi biografía han transcurrido en la Plaza de la Merced. Aquí tuve mi primera cita con Manuela, viví reencuentros familiares que me marcaron para siempre y compartí con buenos amigos momentos inolvidables. Desde mi infancia he habitado la plaza como un escenario acostumbrado y a la vez siempre distinto, sorprendente cada vez, inesperado y cierto. Cada vez que la atravieso se me vienen por lo tanto de golpe muchos recuerdos, vivencias cálidas aún, como recién retenidas; ya sabe usted, esa conexión casi espiritual que se produce cuando regresamos a determinados sitios, solo que un servidor vuelve a la Plaza de la Merced, si no a diario, sí al menos un par de veces por semana, anclada como está en mis recorridos habituales. Imagino que hay lugares en los que todos los Pablos que he sido lo tienen más fácil para reconciliarse y llevarse razonablemente bien, y algo así me asalta en esta plaza. Disculpe el lector semejante pornografía sentimental, pero a estas alturas los espacios, públicos o privados, tienen para mí más o menos relevancia en función de los afectos que procuran antes que por cualquier otro criterio. La cuestión es que en la Plaza de la Merced se me acumulan emociones encontradas con una adversidad cada vez más fiera: por una parte está la memoria, sí, la manera en que los recuerdos, ficciones de factura dudosa, alimentan esa otra ficción llamada identidad; y, por otra, no deja de engordar la sospecha de que en este rincón cristaliza todo lo que Málaga ha podido decir de sí misma en los últimos años, especialmente a la hora de menospreciarse, de estimarse poco y mal, de considerar que, bueno, tampoco vale tanto la pena. Uno se siente de aquí y, al mismo tiempo, percibe que ya no tiene nada que hacer, que quienes tenían la responsabilidad de conservar y acrecentar su hermosura han decidido mirar para otro lado y tomar las peores decisiones mientras la recaudación de las terrazas continúe a buen ritmo.

Resulta difícil encontrar otro lugar en el que Málaga se quiera menos a sí misma

Hace unos días se publicó un listado en el que la de la Merced figuraba entre las plazas más icónicas de nuestro país. Y sí, claro que lo es, por supuesto. El resto de plazas españolas incluidas en el ranking son mucho más extensas y monumentales, pero, precisamente, la grandeza de la Plaza de la Merced radica en su belleza contenida, en su accesibilidad, en la coquetería de sus colores, en la generosidad de su luz filtrada entre los árboles, en el diálogo espléndido con sus edificios históricos, en el modo en que Málaga concentra aquí sus esencias más ilustres. Sí, es la plaza ideal, ya lo creo. Pero, al mismo tiempo, se trata también de la plaza secuestrada por una valla cuya utilidad ya desconocemos, siempre a la espera de un edificio emblemático que nunca llega y para el que únicamente podemos expresar el deseo de que no llegue nunca, de que la superficie ahora aislada por un cerco decadente quede al fin dispuesta al paso público, ganada para la plaza misma. Ahí está, de cualquier forma, la barrera alta y despreciable, pudriéndose año tras año, que convierte cada día a la Plaza de la Merced en un adlátere insignificante. Resulta difícil encontrar otro lugar en el que Málaga se quiera menos a sí misma. Recordemos la reciente instalación de contenedores de basura junto al monumento a Torrijos. Hay en nuestra ciudad cabezas en las que esa decisión tiene sentido. Mientras tanto, el mal olor, el estado de abandono, la suciedad y la mugre invitan a pasar de largo, a evitar este trance. Lo más triste es la certeza de que lo único que podemos esperar es que el dichoso edificio multiusos se eleve de una vez donde antes estuvo el cine Astoria. O a que otra hinchada futbolística venga aquí a celebrar sus éxitos reventando botellas y poniéndolo todo perdido. Para entonces, el NeoAlbéniz habrá cegado las vistas de la Alcazaba, el hotel de Piqué se llenará de turistas con alto poder adquisitivo y un enésimo fondo buitre habrá comprado otro edificio aledaño para que los turistas menos pudientes puedan hacinarse en más apartamentos turísticos. Y los que consideran que una plaza es una oportunidad perdida para la inversión inmobiliaria nos preguntarán que de qué nos quejamos.

Que en el pasado la plaza diera verdadera pena no convierte a la actual en su mejor versión

Claro que recuerdo bien los años en los que la Merced se convertía cada noche en un botellódromo insano y apestoso. Pero recuerdo también la ilusión con la que, tras la peatonalización del centro, abrigábamos la esperanza de que la plaza se transformara en otra cosa. Sin embargo, el milagro de la recuperación del corazón de la ciudad tuvo siempre aquí su límite menos amable y más ingrato. Aquí se acababa el cuento, y se sigue acabando. Solo faltaba que se marcharan los últimos vecinos, hasta que finalmente lo hicieron. Que en el pasado la plaza diera verdadera pena no convierte a la actual en su mejor versión, pero así es como hemos aprendido a juzgar las actuaciones urbanísticas de nuestra ciudad: si esto te parece malo, deberías haber visto lo que había antes. Fin del debate. La Plaza de la Merced, por mucho Picasso que queramos colocar a nuestros compradores, es cada día un lugar más impersonal, más sucio, más olvidado y más inseguro. Y si alguien creía que esta era la plaza que nos merecíamos, estará más cerca de obtener el carnet de buen malagueño que quienes la saludan con un gesto cada vez más cabizbajo. Quitarán esta valla, pero después vendrán otras. Será cuestión de que nos vayamos acostumbrando: cuando ya no quede plaza y solo podamos distinguir más vallas, ni siquiera recordaremos cómo se llamaba este sitio. Uno más, uno menos. Da igual.         

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