Málaga: nos quedamos
Calle Larios
Costó que admitieran que había un problema, pero lo admitieron; ahora, el reto consiste en que admitan que ese problema afecta a toda la ciudadanía, en su conjunto: costará, pero también lo admitirán
"He gastado 1.000 euros en Airbnb hasta que he encontrado un piso en Málaga"
Solo cabía una reacción entre el estupor y el sonrojo al ver al alcalde de Málaga, Francisco de la Torre, espetarle a una mujer que llevaba ya años buscando una vivienda en la ciudad lo siguiente: “Si tiene un trabajo, no será tan difícil encontrar un alquiler”. La mujer en cuestión, Esther Marín, había acudido al Pleno para exponer su caso: su empleo en la Universidad de Málaga le provee de un salario del que solo puede destinar 500 euros a un piso, una cantidad ya insuficiente incluso para optar a un alquiler subvencionado. El alcalde parecía no dar crédito, como buena parte de su equipo de Gobierno, como buena parte de la opinión pública que considera que no es para tanto, que los apartamentos turísticos han traído riqueza y empleo, que quien no saca tajada es porque no quiere o porque no sabe. Y, ante su reacción, uno solo podía admitir dos posibilidades: o realmente el alcalde no sabía que la percepción de un salario ya no garantiza el acceso a la vivienda, lo que resulta difícil de creer al tratarse de un hombre tan pegado a la sociedad malagueña, a la calle y a los barrios como él (doy fe: le he visto saliendo de reuniones en asociaciones de vecinos a las tantas y quedándose luego a tomar un refresco en la acera con los susodichos mientras seguía atendiendo pacientemente a sus demandas), o lo sabe perfectamente y hace como que no, lo que añade más leña al fuego del sonrojo. En cualquier caso, los garantes del sistema, los que obtienen sus beneficios y aplauden su carácter restrictivo porque creen contar con garantías para evitar la exclusión, saben perfectamente, como lo sabe el alcalde, que Málaga ha experimentado el mayor crecimiento en el volumen de apartamentos turísticos en España, con registros de presión que, en el centro histórico, cuadriplican los de Sevilla y Barcelona; igual que saben que este crecimiento ha tenido una incidencia decisiva en la subida de los precios de los alquileres e hipotecas, también a la cabeza del ranking nacional y lejos de la capacidad adquisitiva asociada a los niveles de renta vigentes; e igual que saben que el PGOU ya permitía actuar para impedir el uso hostelero de las viviendas y el Ayuntamiento optó por no hacer nada. Los que se amparan en la evidencia de que el apogeo turístico genera empleo saben también que se trata de un empleo de baja calidad, tanto el que corresponde a la hostelería como el (escaso) derivado de los apartamentos vacacionales, generadores de un poder adquisitivo, de nuevo, insuficiente para hacer frente al coste de los alquileres en Málaga. Quienes sostienen que todo se soluciona construyendo más viviendas en periferias cada vez más remotas saben que están señalando el camino del éxodo a más familias, que de nada sirven más viviendas si no son accesibles (muy al contrario, la mayor parte de la oferta más reciente va destinada a viviendas de lujo) y que bastaría una regulación mucho más sencilla para evitar que un piso de un dormitorio en Huelin salga al mercado en alquiler por 1.500 euros. Quienes tildan a todos los que se manifestaron ayer de turismófobos y okupas saben todo esto, perfectamente. Pero a lo mejor hay que saber más cosas.
Durante muchos años hemos escuchado la afirmación por parte de concejales, economistas, gurús del sector inmobiliario, columnistas y demás portavoces de que no había un problema con la vivienda en Málaga. Siempre, decían algunos, puedes irte a vivir a Álora o a Alhaurín El Grande. Un albañil al que conocí hace ya un montón de años me soltó un día que quién quería gastarse una millonada en un cuchitril en Málaga pudiendo tener por mucho menos un adosado en Campillos. Curiosamente, aquel albañil terminó convirtiéndose en un analista político de primer orden. Que cada vez menos gente pudiera costearse un alquiler y tuviera que trasladarse se ha visto durante demasiado tiempo como un síntoma de modernidad y desarrollo: mientras llegaran nómadas digitales y terratenientes continentales con muchos más ceros en la cuenta corriente dispuestos a reemplazarlos y hasta a superarlos en número, las cuentas no peligrarían y no habría por tanto nada que temer. Una intuición adscrita al más elemental sentido común habría interpretado todo esto como una puesta a la venta de la ciudad hasta el último palmo, pero ya sabemos que cuando nos da por ponernos a la última, tecnológicos y festivaleros, no nos gana nadie. Y si encima sube el Málaga a Segunda, oiga, si no puede usted vivir aquí iremos a despedirle ondeando un pañuelo. Ni siquiera el hecho de que el precio de la vivienda haya constituido un freno para la llegada a Málaga de verdadero talento, de gente que tiene que aportar algo más que especulación, ha sido suficiente para que al menos el alcalde de Málaga se diera por enterado. Lo que sí hemos tenido es a todo un presidente de la Diputación, Francisco Salado, alertando de que la turismofobia podía poner en jaque inversiones millonarias, como si las hordas de okupas hubieran convertido la calle Calderería en el Gueto de Varsovia.
Pero algo ha cambiado. En los últimos meses, no pocos de estos portavoces que antes no veían problema alguno admiten ahora que sí hay un problema con la vivienda en Málaga, que todo el mundo que percibe un salario debería poder pagarse un alquiler y que algo no funciona cuando cada vez más gente tiene que irse. El hecho de que el Ayuntamiento se haya decidido al fin a establecer una regulación para los apartamentos turísticos, aunque sea insuficiente dentro de lo que permite el PGOU, da a entender que el mismo Consistorio sí admite que hay una relación directa entre la proliferación de viviendas vacacionales y el éxodo de tantos malagueños a otras ciudades. Ha costado, pero lo han admitido. Ahora, se trata de insistir para que quienes negaban el problema admitan que el mismo afecta no solo a quienes se van, a quienes no llegan a pagar el alquiler, a quienes acuden a Cáritas a pesar de percibir un sueldo, a toda esa gente con la que, seguramente, poco o nada tienen que ver; sino que también les afecta a ellos, a sus hijos, a todos, del primero al último. Que el sistema es voraz y que quien cree que hoy puede pagarlo seguramente no podrá hacerlo el año que viene. Y, lo más importante, que no podemos desentendernos de la suerte de nuestros vecinos, porque nuestro destino, en gran medida, está ligado al suyo. Es fácil reconocer que las peores crisis en la historia de las ciudades, al menos desde el Renacimiento, sólo se han superado cuando esta idea de necesidad común ha sido compartida de manera amplia. Si hacen falta, habrá más manifestaciones. Estaremos a la altura de cualquier exigencia. La rebelión es firme. No vamos a permitir que tenga que marcharse ni uno más. Nos quedamos.
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