Málaga: los refugios necesarios

Calle Larios

Lo peor no es la carencia radical de entornos capaces de mitigar los rigores del clima, sino la alegre despreocupación con la que hemos aceptado sobrevivir en estas condiciones

Málaga: y me cuento veinte

Un turista se refresca en Málaga: para qué hace falta ahí una sombra. / Javier Albiñana

Málaga/A veces corresponde empezar un artículo con alguna confesión incómoda, y esta es una de ellas. Hace unos días, en plena calle Granada, bajo el sol abrasador con el que nos distingue el verano pero sin que atravesáramos una jornada de terral asfixiante, sufrí un verdadero golpe de calor. Ya saben, una pájara, un parraque, como quieran llamarlo. En la misma puerta de Santiago me vi de pronto incapaz de dar un paso más, empezó todo a dar vueltas a mi alrededor y la presión se disparaba en mi cabeza como si la hubiese metido en un horno. Debían ser las dos de la tarde, no había mucha sombra a la que acogerse pero me aposté en el mismo muro de la iglesia y empecé a respirar hondo. Algún turista se me quedó mirando como si fuese una atracción local, malagueño frito cocinado en su propia salsa, no se les ocurra marcharse sin probarlo. Logré activarme lo bastante como para entrar en la siguiente cafetería, comprar un botellín de agua y beberlo poquito a poco hasta que empecé a reponerme. Supongo que no había salido de casa suficientemente hidratado. Error de principiante. Pero es que nunca me había pasado algo parecido. En ninguna ocasión he renunciado a mis legendarias caminatas por mucho calor que hiciera, ya fuese bajo la humedad más punitiva o el terral capaz de convertir el Amazonas en el planeta Arrakis. Ni siquiera en Chott El Jerid, en pleno Sáhara, me quedé sin paseo antes del almuerzo por más que el termómetro marcara cincuenta grados. Pero allí estaba yo el otro día, boqueando como un pez fuera del agua. Lo primero que sentí fue vergüenza: estás viejo, Bujalance, mierda, vas a tener que empezar a cuidarte como un pardillo. Al menos, el trance me pilló en lugar sagrado, con lo que lo tenía fácil para pedir la extrema unción. Como diría mi amigo el poeta Lucas Martín: menuda manera más estúpida de culminar una biografía. Repuesto al fin, con la cabeza en su sitio y superado el mal rato, correspondía hacer una reflexión para no dejar aquello en una anécdota aburrida que contar en el próximo Calle Larios. Y pensé, antes que en cualquier otra ocurrencia, en mi condición privilegiada: puedo desempeñar todas y cada una de mis ocupaciones en lugares frescos, a la sombra, con agua siempre al alcance y con medios capaces de mantener mi cuerpo a salvo del calor con la mayor facilidad. No tengo ninguna obligación de someterme de manera directa a las altas temperaturas, salvo en imprevistos que, por lo general, no duran más allá de unos minutos. Y cada vez estoy más convencido de que esto me permite formar parte de una élite que se permite juzgar con cierta indiferencia todo lo relativo al clima más inhóspito.

Pensé primero en mi condición privilegiada: puedo desempeñar todas mis ocupaciones en lugares frescos, a la sombra

Pero, puestos ya a perder el tiempo, pensé más cosas. Pensé en toda la gente que estos meses, en una ciudad como Málaga, trabaja en la calle, expuesta al sol de acá para allá o clavada en el mismo sitio, el mismo andamio, la misma zanja, la misma hormigonera; o que bien echa sus buenas jornadas en espacios interiores pero carentes de la climatización más piadosa, en cocinas, en habitaciones, en almacenes, en naves industriales, en zulos de la más amplia gama. Me acordé después de los animales que tiran estos días de coches de paseo atestados de turistas, de agentes de la policía montada, de los que aguantarán las condiciones más adversas cada día, cada hora, hasta que acabe la Feria; en las palomas que se quedaron sin fuentes, en los gatos del barrio a merced de los vecinos que se acuerdan de bajarles agua en un tupper. Y, también, en todos los que, como yo, visitantes o nativos, están en la calle porque quieren estar, porque no se conforman con renunciar a su ciudad por mucho calor que haga ni con esperar a que caiga la noche, cuando seguramente las circunstancias serán muy distintas; en los niños que juegan en la plaza, en los abuelos que se niegan a quedarse en sus casas todo el tiempo y piden solo bajar un rato al parque o al banco a sentarse un rato y departir con quien haya.

Ante la política reverdecedora de una ciudad como París, solo cabe lamentar que aquí hayamos interpretado tal signo como contrario al progreso

Y ante semejante panorama, reiniciada ya mi marcha hasta Dios sabía qué sequeral al otro lado del río, uno solo podía lamentar que Málaga haya renunciado a la obligación de proveer a los suyos y a los ajenos de los refugios necesarios; que, ante el cierre en banda a la posibilidad de habilitar zonas verdes y bosques urbanos, se nos pretenda convencer de que levantar otro rascacielos es lo mejor que se puede hacer para garantizar la sostenibilidad urbana; que, contra quienes reclamaban un área de verdadera sombra en la Plaza de la Merced, se opte por levantar otro edificio anodino y aséptico que nadie ha pedido y que elevará el registro unos cuantos grados más; que se ponga como excusa la sequía para cualquier intervención en este sentido mientras las autoridades se apresuran a tranquilizar a los turistas, no se preocupe que podrá tirar usted todo el agua que quiera, faltaría más. Lo peor no es que los refugios no existan, sino la alegría con la que los hemos descartado, sin más, sin esperanza de que acontezcan algún día, sin apenas presencia en el debate político y público salvo por el empecinamiento de colectivos ahora ya imprescindibles como la Plataforma Bosque Urbano de Málaga. Uno atiende a todos los proyectos desarrollados en París durante los últimos años para reverdecer entornos urbanos degradados y solo cabe lamentar que aquí hayamos interpretado tal signo como contrario al progreso. Es cierto que la situación geográfica de Málaga dificulta la aplicación de este tipo de medidas, pero que la única respuesta en las últimas tres décadas haya sido la de llenarlo todo de cemento y más cemento, que hablemos de Málaga como una gran metrópoli con los mismos entornos naturales que teníamos en los años 80, deja, la verdad, mucho que desear. De modo que así andaremos, a bordo de esta distopía cutre que irá inevitablemente a más mientras nosotros vamos a menos. Y con una botellita de agua en el bolso. Por si acaso.     

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