El mensaje de aliento de Estefanía, superviviente de la violencia machista en Los Asperones: "Se puede, todo se puede"
De la otra Estefanía ya no queda nada. Solo sus raíces gitanas. Durante casi un lustro, soportó que su pareja le quemara cigarrillos en el cuerpo y llegara a dejarla inconsciente en la UCI tras golpearla con unas botas de hierro. Ahora vive en paz.
Málaga lidera, un año más, el número de mujeres asesinadas por la violencia machista en Andalucía
Estefanía G. H., es una mujer nueva. Tiene 31 años y, desde hace dos, la sonrisa ilumina, como antaño, su rostro, como cuando era “la persona más alegre que podía haber”. Ahora, bromea, se ríe hasta de sí misma. Volvió a trabajar. A salir. A disfrutar. De la otra Estefanía ya no queda nada. Solo sus raíces gitanas. Y la pesadumbre al rememorar cómo aquella veinteañera pudo soportar, durante casi un lustro, que su pareja le quemara cigarrillos en el cuerpo, la forzara a mantener relaciones sexuales y llegara a dejarla inconsciente en la UCI después de haberle pisoteado la cabeza. Quiere compartir con este periódico su historia, alzando una voz valiente en medio de la oscuridad para denunciar el sufrimiento silenciado de tantas víctimas de la violencia vicaria.
Su agonía, relata, comenzó el día en el que trató de disuadir al que después sería su agresor para que dejara de consumir drogas. “Yo no sabía que era un maltratador, ni que se drogaba. Cuando lo pillé, se la tiraba, hasta que empezó a pegarme, una y otra vez y otra y otra. Ya no quería estar con él”, explica. La pareja de novios vivía en Los Asperones, la humilde barriada de la zona norte de Málaga en la que ambos se habían criado. Ella había sido madre a los 16 años con otro hombre, que también la maltrató, según su testimonio, aunque nunca lo denunció. Estefanía había esquivado el modelo de futuro que para otras había sido la única opción: casarse o casarse y cuidar de sus hijos y de su marido. Pero ella tenía, sin saberlo, al enemigo en casa. “Me insultaba todos los días, me arrancaba el pelo de raíz. Una vez, me echó desnuda a la calle y un vecino con cuatro niños me lanzó una sábana. Me daba igual no vivir; yo lo que quería era morirme”, manifiesta a Málaga Hoy. Renunció a su puesto de cajera en un supermercado. No le permitía estar “ni un minuto sola” porque sabía que, si lo conseguía, “iba a volar”. Y sin apoyo familiar. “Mi madre me echó para que lo dejara”, apostilla.
De la despiadada agresión que le hizo perder el conocimiento apenas recuerda nada: golpes en la cabeza y patadas en la barriga con unas botas de hierro. “Cuando me desperté, ya estaba en el coche de la Policía”, precisa. Y a renglón seguido trata de justificar que aquella noche de autos acabara en la Comisaría. “Yo nunca había tenido un problema con la Justicia. Mi madre nos ha dado mucha educación. Mi hermano es asistente social y, mi hermana, maestra de niños pequeños”, defiende.
Estefanía no cree haber sufrido discriminación por pertenecer a la minoría étnica no-migrante más numerosa, la comunidad gitana. En ningún sentido. “Me he sentido escuchada y siempre me han creído”, admite. Y, a renglón seguido, arremete contra quienes consideran que las mujeres gitanas aceptan la violencia de género como parte de su código cultural.
Estefanía reconoce que, a veces, se sigue sintiendo aterrada, pero sabe que ya no está sola. Se ha reconciliado, también, con su familia. “La Policía me llama cada 15 días, hay veces que incluso antes”, cuenta aliviada. Ahora, fuerte como un roble, hace un llamamiento a todas las féminas que viven un infierno similar al suyo. Porque su agresor está en prisión y ya cumple condena. A renglón seguido, anima a las víctimas a que pidan ayuda para reconstruirse: “Se puede, todo se puede, que tengan lo que tienen que tener para decir: ‘Sí, puedo”. Y mira de refilón a Arancha Mohand, uno de sus ángeles de la guarda en este trance y también coordinadora del servicio urgente de atención en casos de violencia de género del Equipo de Atención a la Mujer (EAM), un recurso social especializado que desde el principio le tendió la mano para salir del fango. “No quiero un hombre en mi vida, pero al que venga no le permitiré ni un insulto”, confiesa mientras esboza una leve sonrisa bajo un ojo derecho aún dañado por el derrame que su agresor le provocó como consecuencia de un golpe. Esa fue la última agresión. Después, dos amigas pusieron fin a su pesadilla denunciando al que había sido su maltratador. “Yo no me miraba al espejo. Así no podía vivir, ya no aguantaba más”, resalta.
Arancha y su equipo, que atienden a una media de 3.000 mujeres cada año en situación de riesgo, ha sido testigo de la liberación de Estefanía. “Es duro, impactante, pero también muy gratificante trabajar con personas vulnerables, porque son grandes los cambios que vemos”, expresa. El maltrato del que fue víctima Estefanía es la forma más frecuente de violencia contra la mujer. Una cárcel que sufren 1.200 millones de mujeres en todo el mundo. Y sus historias son similares. No importa el origen o la clase social.
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