Mucho dinero en juego y adicciones detrás de la ruleta
Juego
‘Malaga hoy’ se acerca a las partidas que cada noche se desarrollan en los salones de juego
Málaga/“El juego dará comienzo en pocos segundos, no se admiten más apuestas, mucha suerte”. Rachid acaba de saltar al vacío. No hay marcha atrás. Sus 150 euros están en juego. De pie, frente a la máquina, espera para ver el resultado. “Mira, mira, este tío tiene dos cojones”, apunta Ramón, otro jugador. Está asombrado ante las apuestas de Rachid, que con 150 euros consigue llegar hasta los 1.100. Sale el sol en el día más oscuro del invierno.
Ocho pantallas. Ocho sillas. Treinta y siete números. Una bola. Mucho dinero en juego. Rachid, Ramón, Lucía, Tafari, Alba… –todos los nombres que no llevan apellidos son ficticios para garantizar su privacidad–. No todos coinciden en día, lugar y hora, pero todos tiene el mismo objetivo: intentar ganar dinero. ¿En qué momento no hay marcha atrás?
Mateo Puente va a la ruleta desde antes de ser mayor de edad. Elige el juego antes que ir a cenar un viernes o comprarse una camiseta. Es su pasatiempo, su refugio, su diversión. No va solo, lo hace con su amigo Miguel Tomás. Aunque reconocen haber estado “enganchados”, por suerte, ya no lo están. Dos meses seguidos ganando, 3.000 euros acumulados. “Piensas que esto ya va a ser así siempre, pero no”, reconoce Miguel, que no juega desde antes del confinamiento. Seguía yendo. Pensaba que si un día no ganaba, lo haría al siguiente. Lunes, martes, miércoles… igual que llegaron los 3.000 euros, se fueron. “Menos mal que lo que tenía ahorrado lo gasté en lo que necesitaba antes de perderlo todo, si no también lo hubiera perdido”, reconoce a sus 20 años.
Miguel ha dejado de ir a los salones de juego. Alba, Manu, Pilar y Moha sí que van. Están los cuatro juntos. Son jóvenes, rozan los 20 años. Solo juega Alba, el resto opina como expertos en ‘ruletología’. “Apuesta al 13 que va a salir seguro”, en cada tirada una nueva premonición. Alguna aciertan, es el momento perfecto para que Manu, Pilar y Moha pidan dinero a Alba.
–Alba, no seas rata —dice Manu cuando la chica sin mascarilla consigue ganar diez euros.
–Rata no tío, sabes que siempre os doy —contesta Alba con cierto enfado—. De estos diez, cinco son para mi padre, que me los ha prestado, y los otros cinco para seguir jugando.
Alba por fin les da dinero. Los chicos no están jugando grandes cantidades. Para ellos sí lo son. Alternan la ruleta con las tragaperras. No quieren perder lo poco que le han sacado a la joven de la ceja cortada y la riñonera negra. “Sácalo, sácalo, que son 6,40”, gritan todos a Pilar.
Mientras, otro grupo de jóvenes, un poco más mayores, se divierte intentando averiguar si saldrá rojo o negro con pequeñas apuestas de un euro. Solo uno está sentado. Los demás lo rodean. El dinero es de todos. En ningún momento se quitan la mascarilla, algo poco habitual. Tampoco se quitan los abrigos, no piensan estar allí mucho tiempo.
–Cuatro gilipollas mirando como gira una ruleta –comenta entre risas el rubio del chaquetón azul–.
–Esto es un criadero de ludópatas –responde su amigo, consciente de la situación–.
Mateo estudia una carrera de economía. Trabaja para una importante empresa de paquetes. Se encuentra sentado donde tantas veces no supo poner freno. Donde entra desde que es menor de edad con el beneplácito de los trabajadores. Con su chaquetón negro y su mascarilla quirúrgica, apuesta por zonas de número. Ya no es igual. Ha descubierto el freno. “Había días que podía estar aquí desde las dos de la tarde hasta las once de la noche”, confiesa Mateo. Se siente afortunado. Se “enganchó” cuando menos dinero tenía, no trabajaba. Tampoco robó dinero a sus padres para jugar. Conoce gente que sí.
Tafari pasa horas sentado delante de la bola que gira, gira y gira. Su uniforme es un traje militar con su correspondiente gorra y su blanca sonrisa, pocas veces oculta por su mascarilla quirúrgica. Le encanta hablar con sus compañeros. Compartir sus estrategias. Desea que todos ganen… así le pueden dar algo. Él no juega, aunque no por falta de ganas. “Ayer perdí 50 euros y esta mañana 150”, se lamenta para causar pena en el resto de jugadores. Tiene las cuentas del banco bloqueadas por error, ya ha reclamado.
“¿Me prestas cinco euros? Tengo que ir a ver a mi suegra”, pregunta el africano al muchacho que acaba de ganar 50 euros. No recibe respuesta, la cara del chico parece sacada de un cuadro de Picasso. Tafari espera a que el joven se marche. Ve que no tiene intención de darle nada.
–¿Tres euros? –rebaja su oferta cuando el chico se levanta del sillón negro y rojo–.
–Ahí los tienes y ponte en esta pantalla que hay 20 céntimos – contesta mientras se abrocha el chaquetón–.
El brillo del rostro de Tafari ilumina el local. Puede volver a jugar. Puede volver a hacer sus estrategias. Puede volver a perder. No sabe explicar por qué sigue jugando si no gana nada. Se limita a decir: “En julio llegué a ganar 16.000 euros”. La mesa es redonda con ocho sillones y pantallas para apostar. Lucía está pegada a la pared, enfrente de Tafari. Va acompañada de otra mujer, sentada a su derecha. Las dos están jugando.
Todo el barrio conoce a Lucía. No hay jugador que entre, que no la salude. Ella se ríe, no es muy habladora. “Lucía, ¿qué número va a salir ahora?”, preguntan en cada ronda a la asiática. No contesta, no quiere decir a qué números está jugando. Cada vez que pierde da un golpe a la pantalla. “¿A qué hora cierra? Y yo, ¿a qué hora puedo cerrar mi tienda?”, pregunta con preocupación la “china del barrio”.
A su lado izquierdo está Juan, un hombre de unos 50 años que entra quejándose. “El casino nunca pierde”, comenta con resignación a la vez que saca dos billetes de cincuenta de su cartera para empezar a jugar.
Todos tienen especial confianza con Rodrigo, el empleado del salón. Mientras juegan hablan con él como un amigo. Hay total complicidad entre ellos. Rodrigo se coloca detrás de ellos para ver cómo juegan, tampoco lleva mascarilla. La norma solo la cumplen Lucía y su acompañante.
“Empecé poco a poco, con diez euros. Llegó el día que con esos diez euros ganaba 100, entonces jugaba más”, relata Miguel desde el arrepentimiento. Pasaba los días en el salón de juegos. No hay ventanas. No hay relojes. No hay tiempo. Hasta el café se lo tomaba allí.
Nunca llegó a quedarse sin nada. Prestaba dinero y con lo que le devolvían, jugaba. Pero el día que perdió lo que le quedaba de los 3.000 euros, se dio cuenta que no tenía que volver. Ahora trabaja, también estudia.
Su nivel económico es más alto. Ya sabe en lo que no tiene que invertirlo.
La mesa está casi vacía. En los extremos, un argentino y dos jóvenes que acaban de cumplir la mayoría de edad. Pedro y Dani están a lo suyo, se lo están pasando bien. Juan Pablo, el argentino, sufre. Lleva 15 minutos diciendo que se va. Pide otra cerveza.
De manera intermitente, se une Luis. Tiene apuestas en las dos ruletas. Apuesta en una, va a la otra, apuesta en una, va a la otra. Entre medias tiene tiempo para echar un vistazo a las tragaperras. “El 0 ha salido tres veces, cuando esto pasa sale cuatro, cinco o hasta seis veces”, comenta Luis sin tiempo para sentarse.
El 0 no vuelve a salir. El 0 es la gran alegría de Pedro, solo le quedaban 20 céntimos y ahora tiene 7,20. “Estás bendecido”, le repite su amigo asombrado. Dani pierde tres euros. “No me voy a rayar, no meto más y ya está”, se lamenta. Llegan tres amigos más, se unen a ellos.
–Venga mete un euro aunque sea –insiste el imberbe de la sudadera verde de una prestigiosa marca–.
–Que no quiero, paso de esto –contesta su amigo desesperado tras haber dicho que no varias veces.
–¿Qué pasa, no te deja Noelia? –se burla de la relación de su amigo con su novia–.
“A mí lo que me da de comer son las apuestas de fútbol”, presume el último joven, que da un sorbo a su té verde. Tras media hora, se van a las máquinas de apuestas deportivas. El que sigue allí es Juan Pablo. Vuelve a pedir otra cerveza. Es un hombre de 40 años, no muy alto. Lleva una mascarilla de tela negra con la bandera de España en el lateral. Va perdiendo. De los 600 euros que mete, ya solo le quedan 50.
Saca su cartera negra, guarda los 50 euros. Da el último sorbo a la cerveza Cruzcampo antes de volver a asegurar que se va… Miente como una abuela cuando dice que su nieto es el más guapo. Pide otra cerveza. Coge los 50 euros de la cartera y los mete en la máquina.
Llegó el día clave. El día que cambia la vida de Mateo. El día esperado por sus bolsillos. Mateo tenía 100 euros de haber ganado en la ruleta. Quiere que esos 100 euros se conviertan en 200, 400, o quizá 1.000. Pero los pierde. “Ese día dejé de ir”, asegura Mateo orgulloso.
Suena la máquina tragaperras, Mateo se gira y piensa entre risas: “Esto son las secuelas”. Enfrente de Mateo hay un hombre con un cubo lleno de monedas. No para de meter. Mateo le pregunta y el hombre confiesa que no está ganando nada. No se conocen, pero entre compañeros de vicio se hacen estas revelaciones.
–Esa está rota —grita la empleada desde la barra donde comprueba los DNI.
–Siéntate aquí, que he perdido 200 euros y ya me voy –aporta una jugadora–.
Llega el técnico. La empleada le explica que ayer un hombre perdió y le dio un puñetazo a la máquina. Tafari está allí una vez más. Está sentado al lado de un hombre con el brazo escayolado que no para de ganar. Le pide dinero, se lo da. Tafari puede volver a jugar. Sigue llevando su traje militar, esta vez se pone la mascarilla. “Amigo, haz mi estrategia que es muy buena”, comenta al chico de su lado. En dos rondas, con su infalible estrategia, no le queda nada.
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