De maltrato y matrimonio arreglado a miembro de la Orden del Imperio Británico: la historia de Joyce Gyimah
Una niña que "tenía que luchar por su vida" en África pasa a ser la mano de la salvación de los más necesitados en Fuengirola con la asociación Adintre
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Año 1960. Nace Joyce Gyimah en un pequeño pueblo de Ghana. Con cinco años, tenía que levantarse a las cinco de la mañana para ir a una zona donde llegaban camiones con comida: "Lo que quedaba en el suelo, lo cogía para venderlo y llevar dinero a casa". Con una familia desestructurada y una situación económica complicada, Gyimah recuerda que sentía que era "adoptada" por el rechazo de su madre hacia ella y su preferencia hacia su hermano. Su padre -en realidad, padrastro-, tampoco sentía empatía ni mucho amor hacia la pequeña. Siguió así hasta los siete años. "Cuando no había esos alimentos para recoger, comprábamos cubitos de hielo para hacer agua porque en África hace mucho calor, y luego la vendíamos", comenta en una entrevista con este periódico.
Su madre y su padrastro, originarios de Nigeria, regresaron a su país natal. La dejaron, a los 12 años, con la hermana mayor de su madre. "La vida era muy complicada, fui violada por uno que supuestamente era parte de la familia y yo, con tanto miedo, no podía contárselo a nadie", comenta entrelazando los dedos y mirando al frente. Al final, se lo confesó a una de sus primas. Gyimah sangraba "por todos los sitios" y la única solución que le dio fue "echarse agua caliente". "Esa persona me mandó a comprar comida y, cuando se la llevé a su habitación, me encerró con él y me violó, era el primer hombre que conocía", añade.
Mientras su madre estaba en Nigeria para encargarse de la abuela de Joyce durante un tiempo, ella convivía con un tío suyo que, en sus propias palabras, no sabe si tenía algún tipo de problema: "Recuerdo que una vez me pegó tanto que tuve que irme de casa desnuda corriendo hacia el colegio para que no siguiera". Hace una pequeña pausa. Se acaricia las manos. Se recoloca la camiseta negra. Se toca el pañuelo que recoge sus trenzas de color azul. Coge aire antes de decir que su vida de pequeña fue "muy dura". Habla perfecto español, aunque, todavía, el acento delata sus raíces.
Después de ese episodio, se fue a vivir a un restaurante. Le tuvo que implorar a la dueña del local el poder quedarse allí, porque, dice, de lo contrario, la mataban. "Le comenté mi situación y al final aceptó, pero me puso de condición que ayudase en el negocio, a lo que estuve de acuerdo", rememora. Tenía que levantarse a las cuatro de la mañana, andar tres kilómetros para ir a recoger agua de un grifo y llenar un bidón "muy grande" para el restaurante, lo suficiente para cocinar para todos. "Cuando acababa, me iba al colegio por la mañana y, al volver, tenía que ayudar en la cocina a preparar la comida para vender y a mí me daban una o dos veces algo para comer yo, con eso sobreviví", relata.
Cuando su madre volvió de Nigeria, le contaron que Joyce iba "detrás de todos los hombres, lo que no era cierto, abusaban" de ella. Este hecho provocó que se la llevase con ella a Nigeria. Le dijo que ya no necesitaba estudiar porque "era una mujer". Tenía 14 años. "Las mujeres se casan y punto, y me quería llevar con un hombre mayor, muy viejo para mí, que ya tenía a otras cinco mujeres en un edificio, pero que nunca se las veía", relata. Los hombres dejaban la compra en la puerta y, a través de una cortina negra, asomaba un guante del mismo color -"para no verse ni sus manos"- arrastrando la comida para dentro: "Para mí aquello era como una cárcel, y mi madre decidió que me tenía que casar con él".
Ella, a esa edad, pensó en una alternativa: trabajar. Trabajar a cambio de su "libertad". Encontró un trabajo. Era la "chacha de la casa" de unos dueños chinos: "El dinero que ganaba todos los meses, tenía que darle mi sueldo íntegro a mi madre para que no me llevase con aquel hombre, porque no me estaba obligando a casarme". A los jefes les "gustaba mucho el juego" y por las noches jugaban al dominó y a las cartas. Ella siempre estaba ahí, despierta toda la noche, para servirles. Cuando se iban, le dejaban propinas. Ese dinero lo guardaba. Quería ahorrar: "Eso no se lo daba a mi madre, lo escondía".
Huida a España
Joyce Gyimah tenía claro que, si se quedaba ahí, no sabía qué sería de su vida. Conoció a un hombre más mayor que ella que venía de visitar Europa. Quería volver, pero no tenía dinero para hacerlo. Ella le propuso un trato: como tenía 15 años, no podía solicitar el pasaporte, él se lo haría a cambio de que Gyimah comprase los billetes. "La primera embajada que vimos fue la española, dejamos los dos pasaportes y fui ahorrando con las propinas para comprar el billete para ambos", dice. Se fue avisando a su madre tan solo tres horas antes de coger el avión. Llegaron al aeropuerto de Madrid en 1984. Desconocía la moneda española, la peseta en ese entonces. Hizo el cambio monetario y el taxista que los llevó a Gran Vía le timó 57.000 pesetas para un viaje que valía, como mucho, mil: "Después de una vida de esclavitud, me negué a pasar por lo mismo en mi nuevo país".
Aprendió a hablar español en solo tres meses. No le fue fácil empezar su nueva vida. Recuerda que en aquel año, España había salido de la dictadura hacía poco y no había mucho trabajo, aún "arrastrando, como aquel que dice, las consecuencias de la guerra": "Felipe González estaba en el Gobierno y, si no había mucho trabajo de por sí, todavía menos para los negros". Cuando salía por la calle, lamenta que mucha gente "salía corriendo" al verla porque "se asustaban", pero que, "los que tenían un poco de valentía", se acercaban para tocar su piel y preguntarle si se "había echado algo encima". "Era casi imposible conseguir un trabajo, primero porque te tienen miedo, y segundo porque no saben lo que eres", cuenta.
Acudieron a Cruz Roja, que les ayudaban con 34.000 pesetas tanto a ella como a aquel hombre con el que llegó a la capital española, que acabó convirtiéndose en su pareja. Tuvieron dos hijas: "Mi vida tampoco fue fácil con él, era un hombre excesivamente celoso". Le pegaba si tardaba cinco minutos más de lo que él estimaba de llegar de comprar porque, según él, "todo tenía su tiempo" y se "llevaba palizas". "Si en aquella época una mujer no podía tener una cuenta bancaria sin el aval de un hombre, imagina denunciarlo por malos tratos", señala. Una enfermera del hospital consiguió sacarla de aquel agujero con sus dos hijas para ir a una casa de acogida.
Esa casa "clandestina y secreta" de mujeres maltratadas que deseaban revivir después de un infierno consiguió recaudar el suficiente dinero como para montar un bar entre todas. Como "empezó a entrar mucho dinero", empezaron las discusiones entre los socios. Joyce dejó el negocio y se fue de vacaciones a Fuengirola: "Me enamoré del sitio, luego encontré una casa que me compré y aquí me quedé". En 1994, una década después, empezó de peluquera en la ciudad de la Costa del Sol. "Soy una persona que aprende rápido y me di cuenta del boom inmobiliario, así que empecé a comprar y vender casas", confiesa. Montó una pequeña inmobiliaria con cinco personas y una empresa de construcción con nueve trabajadores.
En 1997 adquirió su vivienda actual. También se casó con un sueco y empezó a hacer su vida poco a poco. Su exmarido era una persona que le encantaba la música, tocaba la guitarra y viajaron mucho para sus conciertos. "Llegó un momento en el que mi vida era la noche, recuerdo que en el año 2000 estábamos en una discoteca con sus amigos y querían tomarse la pastilla de éxtasis, para mí la música es otra cosa, es disfrutarla, me pregunté qué iba a pasar con mi vida", relata. Le prohibió drogarse en su casa, por ella y por sus hijas, que era lo único que tenía.
Una revelación divina
Una amiga latina le insistía en ir a la iglesia con ella. Joyce Gyimah siempre se había negado: no creía en nada, pero sí sentía que había algo allí arriba. Todo cambió en un día de la Navidad de 2001. "Estaba durmiendo y de repente sentí que alguien me empujaba de la cabecera de la cama, al abrir los ojos vi a una persona gigante, del miedo intenté despertar a mi marido, no hubo manera; una mano enorme se posó en mis hombros, empecé a gritar, pero no me salía la voz, lo único que pude hacer fue darle la mano", detalla. Tuvo una visión. Esa misma mañana llamó a su amiga y fue a la iglesia para "recibir y aceptar a Cristo": "De repente mi vida cambió".
"Me hice cristiana evangélica y no puedo explicar lo que sentí, el amor de repente empezó a fluir", añade. Un mes después, vio a un grupo de personas sin techo al lado, tirados en la calle. Biblia en mano, decidió "ir a predicar la palabra" porque se sentía tan feliz que pensó que el mismo Dios podría "tocarles a ellos también" y ayudarles tanto en sus adicciones, enfermedades mentales o cualquier otro problema. "Dios a nosotros nos odia, mira cómo estamos", le dijeron. Les ofreció comida. Se llevó a aquellos tres hombres a un restaurante y les invitó a un menú de 550 pesetas de entonces. "Me sentaba y les escuchaba, no querían que hablase de Dios, pero poco a poco, invitándoles cada semana a comer, me di cuenta de que son seres humanos que habían tenido problemas y dejé de tenerles miedo", comenta.
Le brillan los ojos al confesar que "poco a poco" se fue "enamorando" de aquel grupo. Pasaron las semanas y ya no eran tres. Eran muchos más y no podía invitarlos a todos a comer. El pastor de su iglesia le cedió un local de 30 metros cuadrados y allí empezó a darles comida los domingos, hecha por ella misma. El problema vino cuando los vecinos del edificio empezaron a poner problemas porque "no querían que estuvieran ahí dando mala imagen". "A veces los cuidaba en mi casa, di más de mí de lo que debía, pero era mi gente y tenía que ayudarlos", defiende. En 2007 empezó a repartir comida por Fuengirola en su furgoneta. Se acercaba a los puntos donde se juntaban las personas sin hogar.
Se puso en contacto con el Ayuntamiento de Fuengirola, pero no le pudieron dar un lugar para hacerse cargo. Sin embargo, las asistentas sociales derivaban casos de familias a Joyce Gyimah para que las atendiera porque "no daban abasto". Con la crisis de 2008 llegó el momento de la gran decisión: "No tenía tiempo y tuve que elegir entre mi asociación o mi negocio, y me quedé con mi gente, tuve que pagar las indemnizaciones de mis 14 trabajadores de la inmobiliaria y me quise dedicar en cuerpo y alma a los más necesitados". Vendió los bienes que tenía comprados a la mitad de precio por el que los adquirió, pero necesitaba el dinero para mantener a las personas que ayudaba.
Asociación Adintre
Así nació la asociación sin ánimo de lucro Adintre. Algunas personas se ofrecieron voluntarias para apoyar la causa. En 2012 fue reconocida por la Junta de Andalucía. Empezaron pidiendo comida fuera de los supermercados. En 2013 todo le "vino grande" y dedicaba mucho más tiempo a la asociación que a sus propias hijas. Hasta ese entonces, cocinaba en su propia casa e iba a repartir la comida por las calles. Pero un día se dio cuenta de que ya no podía más: tenía que subir hasta un cuarto sin ascensor, con ollas cargadas. Pensó en buscar otro local, pero no encontraba ninguno.
Según cuenta ella, Dios está cuando más se le necesita. Como un milagro o algo divino, condujo sin rumbo hasta llegar a la calle Feria de Jerez y vio un cartel de que se alquilaba el local. Es la ubicación actual de la asociación. No tenía el suficiente dinero como para poder pagar la entrada, pero diferentes personas y empresas que ya conocían la causa decidieron colaborar. Así reunió lo suficiente, más algunas parcelas que le quedaban -ya solo tiene tres de las 49 que tenía- y la ayuda de su nuevo marido, inglés, que le hizo de aval. Reformaron el local y ahora está compuesto por un comedor con más de diez mesas a la que acuden personas necesitadas. También tienen una cocina completamente equipada, dos oficinas, un despacho y un baño con dos duchas.
Ahora mismo atienden a 150 personas de la calle y a 180 familias de tres o cuatro miembros cada una. Preparan desayunos y comidas y luego ofrecen fiambreras para las cenas. También reparten comida a domicilio -alimentos perecederos- a aquellas personas vulnerables. "Estoy muy saturada, pero es algo muy bonito y necesario, no tenemos financiación ni trabajadores suficientes", lamenta. Ella cocina, tiene una asistenta social y la asociación se sostiene gracias a los voluntarios, pero necesitan donaciones para mantener el local y conseguir aumentar la plantilla porque no dan abasto con todo el trabajo y los gastos que tienen. En cuanto a "su gente", explica que no solo les dan de comer, sino que tratan de devolverles la dignidad del ser humano, ayudarlos en sus traumas si necesitan psicólogos, charlas o talleres.
Todo ha empeorado desde la pandemia: "Los empresarios se han quedado con la excusa que desde el covid su empresa va mal". Gyimah luchó contra el Ayuntamiento de Fuengirola para que habilitase el Complejo Deportivo Juan Gómez Juanito, al lado del local de la asociación, para poder atender a las personas sin hogar durante el confinamiento. "Yo pasaba más de doce horas con ellos, cuidándolos, llevándoles de comer, e incluso comprándoles tabaco para que se calmasen, y yo no fumo", narra. Empezó a subir vídeos a Facebook de lo que estaba viviendo con "su gente". Se viralizaron. Comenzó a llegar algo de ayuda de empresarios y particulares. Mes y medio más tarde, enviaron a una enfermera para que les tomase la temperatura como única medida preventiva.
Miembro de la Orden del Imperio Británico
Hace poco le llamó la Embajada británica para preguntarle si le importaba que le dieran una medalla en reconocimiento de sus trabajos durante todo este tiempo: "Me quedé en shock porque no me lo esperaba, no lo hago para que la gente me agradezca, sino porque el ser humano tiene que ayudarse uno a otro". Ahora están gestionando la fecha y el lugar de la entrega. Se sorprende con que "todo mundo sepa" quién es Joyce porque le van a dar un medallón, y el medallón viene con "muchos privilegios", como entrar a catedrales restringidas o la obtención de un escudo familiar. "De una niña pequeña de un pueblo donde nadie le daba un vaso de agua, violada, abandonada, que tenía que luchar por su vida y ahora llegar hasta esto... Solamente es Dios", sostiene.
La conexión con Gran Bretaña es que atienden a personas de todas las nacionalidades. Una vez la llamaron del Consulado británico de Málaga para ayudar a personas de su país que habían tenido algún problema. Y hasta la fecha. "He trabajado muchas veces con ellos, me acuerdo de que lo que más me chocó fue la invitación de la boda de Meghan y Harry, me invitaron a mí, por la asociación, por el trabajo que hacemos también para la población británica que viven alrededor", cuenta con una sonrisa que no puede ocultar. También la invitan a otros eventos, aniversarios o celebraciones. Sorprendentemente, el porcentaje de británicos a los que ayuda es de tan solo un 5 o 10%.
"¿Por qué en España, donde yo estoy, nadie me ha reconocido? ¿Dónde están los fuengiroleños que tanto he dado mi vida por ellos?", se pregunta. Giymah se queda unos segundos callada, en silencio, sopesando una respuesta que tiene clara. Es española. Tiene la nacionalidad española. "Yo pienso que si fuera blanca, el mundo entero habría escuchado lo que he hecho", dice, al final. Cuenta que es "humana también", aunque tenga otro color de piel, pero reacciona igual, tiene la misma sangre que todos los seres humanos. Después de reflexionar un par de segundos, se expresa: "Me preguntas por qué el Imperio Británico me da un medallón por el reconocimiento de mi trabajo, pero ni en Fuengirola, ni en Málaga, ni en Andalucía, ni en España me conocen... No lo sé, me gustaría saberlo".
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