El origen invisible

Levantado en la ladera sur del monte Gibralfaro, este enclave constituye el 'Big Bang' de la ciudad y atesora en una superficie tan breve como oculta miles de años de Historia y civilización

Pablo Bujalance / Málaga

26 de septiembre 2010 - 01:00

A menudo el urbanismo de Málaga parece haber sido diseñado por Pablo Picasso: imprevisible, abrupto, atroz, descompensado. Un reflejo de la realidad con todas las constantes llevadas al límite. Con frecuencia hay que mirar a las alturas para no perder detalles que en otras ciudades casi salen al paso, o prestar la atención escrupulosa del entomólogo para dar con rastros más que significativos sobre el pasado de esta plaza mediterránea. Muchos malagueños desconocen que su ciudad tiene un barrio llamado Campos Elíseos, a pesar de que en el catálogo de la distribución municipal del Ayuntamiento aparece como tal; y sin embargo, este enclave, apenas una pizca de terreno estrecho dispuesto como en una zanja, se encuentra en una de las zonas más transitadas de la urbe. La calle Campos Elíseos es paralela al Paseo Reding y transcurre desde la Coracha hasta la Cañada de los Ingleses, en la ladera sur del monte Gibralfaro, coronado en esta sección por el parador y el castillo. Con la Alcazaba como frontera natural, este paraje reúne, en pocos metros cuadrados, miles de años de Historia y civilización; pero lo hace de manera completamente silenciosa, sin signos visibles. Hay que saber, imaginar, comprender que esta altura resultaba estratégica por su posición frente al mar a todos los pueblos que conquistaron y se dejaron conquistar desde los fenicios hasta los árabes. Según la mitología griega, los Campos Elíseos ocupaban la sección subterránea del Infierno reservada a los hombres virtuosos y a los guerreros valientes, quienes tenían asegurada una eternidad llena de placeres, sosiego y paisajes floridos para su recreo. De alguna manera, con las salvedades que haremos después, y teniendo en cuenta esta premisa, el nombre de Campos Elíseos encaja con acierto en este trozo de ciudad oculto al trasiego cotidiano y paradójicamente clavado en su centro. Con más propiedad, si se quiere, que en el caso de la popular avenida parisina, donde todo salta demasiado a la vista.

Es una mañana lluviosa en la que miles de turistas que han llegado a bordo de nada menos seis cruceros se pasean a sus anchas entre la Coracha y la Alcazaba, fastidiados en parte por no poder hacer las fotos idóneas pero dispuestos a no dejarse incomodar por los intermitentes chaparrones. Y es aquí, a este lado del horrible túnel, donde comienza un trayecto en dirección contraria mucho menos concurrido. Transmutado en laberinto digno de Teseo, el promontorio que una vez fue la Coracha ha puesto empeño en borrar de su anatomía lo que fue una vez, aquella estampa de casas blancas y macetas de geranios que, sumida en su ruina, desapareció disuelta en esta escalera de arisco firme que nadie comprende. Resulta casi incómoda la manera en que aquel pasado, todavía reciente, casi ni se percibe. Del mirador quedan las vistas, privilegio para quien todavía disfrute del sencillo hecho de mirar al mar, y el restaurante MR1 despliega su más que atractiva carta en un balcón donde el tiempo parece pararse. Justo al lado, con acceso desde aquí mismo, el Museo del Patrimonio Municipal mantiene su singular lucha arquitectónica con el entorno, como un pulso brindado a base de cemento y cristal. Ya desde el primer tramo del Paseo Reding hay varios accesos a Campos Elíseos, como el que se ofrece desde el hotel IGH Elíseos; todos ellos se esparcen en callejuelas donde conviven casas antiguas que mantienen a duras penas el esplendor de antaño con ejemplos de la arquitectura en bloque de los 70, angular, sosa, funcional, próxima al realismo socialista. En estas venas los caminos se tuercen como en ciertos recodos lisboetas: de repente, la ciudad se pliega hasta situarse de espaldas a sí misma, en esquinas y cruces resueltos en pocos pasos. En este paisaje de ventanas cerradas y aparatos colgantes de aire acondicionado, como un nido industrial, no hay mucho que hacer. Un empleado de Endesa visita los domicilios para leer los contadores: es todo el material humano que vamos a encontrar en este barrio, mientras a diez metros, al otro lado de los edificios que aquí actúan como muros infranqueables, el atasco de tráfico alcanza ya proporciones notables y la gente corre como loca para llegar a tiempo a quién sabe dónde.

La mejor manera de surcar nuestro objetivo es mediante el cruce del Paseo Reding con la misma calle Campos Elíseos, que da nombre al barrio. A partir de aquí todo es cuesta arriba y a pesar de la lluvia hace calor, pero merece la pena ir descubriendo la escena poco a poco, como un plano de apertura típico de Angelopoulos. La ladera del monte se ofrece rotunda, soberbia, y a la vez intervenida, mordida y arrebatada a su antigua entereza. Tras una valla en apariencia débil se dispone toda la altura cubierta de pinos, un bocado de bosque mediterráneo alzado a dos pasos del centro. El panorama es, sin embargo, desolador: tanto la tierra intacta como las aceras presentan un inconsolable aspecto de abandono. El área es en realidad un enorme WC para perros y un vertedero donde se pueden encontrar las basuras más pintorescas. Desde el parador de Gibralfaro hay que afinar bastante las pupilas para percibir tal desastre, así que los turistas y los personajes pudientes que suben a tan emblemático establecimiento para tener la mejor vista de la plaza de toros no verán enturbiada su hazaña; pero resulta que aquí abajo vive gente. Entre ellos el alcalde, Francisco de la Torre, el vecino más ilustre del barrio, aunque por supuesto sus vistas no dan al monte sino a la Plaza del General Torrijos. A la suciedad se une el espinoso asunto de la inseguridad: una vecina que asoma al fin entre una hilera de coches asegura que no es recomendable pasear por aquí de noche, ya que son frecuentes las visitas de intrusos que vienen "a hacer de todo, aprovechando que aquí están apartados pero muy cerca del centro". El final de esta cuesta queda coronado por la fabulosa torre de doce pisos que corona cual atalaya la popular panorámica de la misma Plaza del General Torrijos; a sus espaldas, los pinos ondean silenciosos y en el aire circula su aroma, impulsado por la lluvia.

Fue aquí, en esta sección estrecha, donde tras los primeros asentamientos costeros en lo que hoy es la calle Alcazabilla tuvo Málaga su particular Big Bang. Bajo este mismo suelo ganado a la ladera del monte se encontraron enterramientos fenicios practicados hace 2.500 años que arrojaron una luz inestimable a las investigaciones sobre la antigua cultura del Líbano. Y paseando por este rincón de silencio, donde el mar sube a la boca como una presencia divina, se comprende que la tan ansiada (y desestimada, por tantas veces) conexión entre Gibralfaro y la Alcazaba no sólo no es un imposible, sino que cualquier lógica la contemplaría como opción necesaria. Romanos y árabes vigilaron desde esta altura, la misma, el mismo horizonte. Y aquí sigue, arrebatada, latente. Como un nido en el vacío.

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