Por el país de los cátaros V: Inicio de la cruzada

El jardín de los monos

La ciudad estaba a rebosar de gente. A sus habitantes se les habían unido las tropas de todos los señores feudales de las tierras altas

Por el país de los cátaros II: Perpiñán

Imagen de Carcassonne. / Luis Machuca
Juan López Cohard

07 de enero 2023 - 06:15

Málaga/Aprimeros de agosto de 1209, a las tropas cruzadas del norte, bajo el mando del abad cisterciense Amaud Amaury, plenipotenciario papal en el Languedoc, se les debió aparecer, de igual modo que a nosotros, la ciudad fortificada de Carcassonne. Simón de Monfort, conde de Leicester, enviado por el rey de Francia, Felipe II Augusto, para comandar, junto a Amaud Amaury, las tropas católicas, sentado a horcajadas sobre su bien enjaezado caballo, se despojó de bacinete y almófar para aliviarse del intenso calor de la canícula languedociana.

Ambos miraban con preocupación las imponentes murallas de la ciudad fortificada en la que sobresalía el palacio vizcondal y la catedral de St. Nazario, uno y otra construidos por el bisabuelo de Raymon-Roger Trencavel, vizconde de Carcassonne, Albí y Beziers. Tomar Carcassonne no sería tan fácil como lo fue Béziers, pensaban. Con ellos, mostrando pasividad y escondiendo su disconformidad por la atroz conquista que se estaba llevando a cabo, se encontraba Raimundo VI, conde de Toulouse y tío de Raymon-Roger. La ciudad estaba a rebosar de gente. A sus habitantes se les unieron las tropas de todos los señores feudales de las tierras altas, vasallos del vizconde Trencavel, así como todos los cátaros que se refugiaron allí tras los acontecimientos de la atroz toma de Béziers por los cruzados.

Presionado por la expansión que la herejía estaba teniendo en el Languedoc, tolerada y, aún apoyada, por la alta nobleza, el papa Inocencio III instó reiteradamente al rey francés Felipe Augusto a iniciar una cruzada bélica contra éstos señores feudales que reincidían una y otra vez en hacer caso omiso a los requerimientos de actuar contra sus vasallos cátaros. Felipe Augusto estaba en principio reticente a ello después de haber regresado de la III Cruzada emprendida en Tierra Santa junto al rey anglo-normando Ricardo Corazón de León. En realidad estaba más preocupado por su litigio con el Plantagenet, a cuenta de las tierras normandas, que en comenzar una guerra en los territorios de sus vasallos del sur. Pero al fin accedió, llevado más por motivos políticos oportunistas que por defender a la Iglesia de los herejes. Se inició así la primera cruzada contra cristianos en Occidente.

Mientras estas historias recordábamos después de nuestra visita a Carcassonne, paramos a comer en un restaurante que encontramos en una pequeña aldea atravesada por la carretera que nos conducía, desde Carcassonne, a la ciudad de Castres. La gastronomía de la zona es excelente. Desde platos típicamente mediterráneos hasta los derivados del pato, propios de Gasconia, sin olvidar las especialidades cinegéticas del Macizo Central. Dimos comienzo a nuestro almuerzo con una ensalada de alcachofas al foi seco y continuamos con unos caracoles al Languedoc y un confit de pato. Acompañamos tan exquisitos platos con un buen vino languedociano de Cabardés y rematamos con un magnífico postre: un flan de St. Jean de Minervois.

La cruzada cátara comenzó con las tropas de los diversos nobles que se habían unido a ella agrupadas en Montpelier. Allí acudieron también el vizconde Raymón-Roger y el conde de Toulouse, Raimundo VI, para intentar llegar a algún tipo de acuerdo. El tolosano vio claro que los cruzados tenían la mirada puesta en las tierras del vizconde de Carcassonne y, sin tomar parte activa, accedió a unirse a ellos pensando que así le dejarían en paz. Raymon-Roger Trencavel se percató de que para el todopoderoso enviado papal Amaud Amaury, él y sus posesiones eran el objetivo primordial y nada le iba a desviar de su encomienda, así que se largó rápidamente hacia Carcassonne para disponer la defensa de sus tierras.

Los cruzados marcharon de inmediato, desde Montpelier, a la conquista de los pueblos herejes. Había que destruirlos y castigar a los nobles que los amparaban. Y, en su avance, se encontraron con la primera ciudad del Vizcondado del Trencavel: Béziers. Cuando los defensores de la ciudad avistaron a los cruzados, cometieron el error de salir de las murallas para hostigarlos, pero como éstos eran superiores en número les hicieron retroceder y, persiguiéndolos, aprovecharon para entrar en la ciudad tras ellos. Béziers cayó fácilmente en manos de los cruzados. Pero lo que conmocionó y llenó de pavor a todos los pobladores de castillos y ciudadelas de los alrededores fue la despiadada masacre que llevaron a cabo. Mataron a sangre y fuego a toda la población. Murieron alrededor de veinte mil personas. Una matanza de tal calibre en aquella época, en la que las ciudades, por grandes que fuesen, tenían una población que no superaban algunas decenas de miles de personas, causó tal espanto que debió ser similar al que produjo la bomba atómica de Hiroshima en la Segunda Guerra Mundial.

La población de Béziers estaba compuesta tanto por católicos -la mayoría- como por cátaros y, con toda probabilidad, la matanza fue indiscriminada por el odio. Se cuenta del todopoderoso Amaury que cuando los cruzados le preguntaron, temerosos de matar a unos por otros, cómo distinguir a los cátaros de los católicos, contestó: “matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos”. Tampoco hay prueba de que fuese de Amaury la sarcástica frase. Bézieres fue el precedente de la utilización del terror con fines bélicos. Lo cierto es que a partir de esa barbarie, los señores feudales de las tierras bajas que se encuentran entre Béziers y Carcassonne, se fueron rindiendo y presentando vasallaje a los norteños. Estábamos atravesando unos parajes abruptos. Entre ellos, situados estratégicamente, aún permanecen las ruinas de los castillos de aquellos señores feudales que defendieron a los cátaros. Fueron éstos señores, los de las llamadas “tierras altas”, los que se unieron a Raymón Roger Trencavel para defenderse de los cruzados franceses. Tenían sus feudos a ambos lados del valle del río Aude entre la boscosa Montaña Negra y el Minervois y las peladas y ariscas montañas de Corbieres al sur.

Cuando los cruzados pusieron cerco a Carcassonne, el joven e impulsivo vizconde Trencavel propuso a sus aliados salir a campo abierto para sorprender a las tropas cruzadas. No lo hicieron, ya que fue uno de esos señores de las tierras altas, el señor de Cabaret, un rico explotador de minas de oro, quien impuso sensatez recordándole el error cometido por los defensores de Béziers. Así que los cruzados atacaron. En primer lugar consiguieron hacerse con los arrabales, más débilmente fortificados, que hoy constituyen la ciudad baja. Su toma fue decisiva, ya que desde ellos controlaban el abastecimiento de agua a la ciudadela.

El vizconde Raymond-Roger Trencavel rendía vasallaje, por un lado, al rey de Francia, y por otro, al conde de Toulouse y al rey de Aragón, por entonces, Pedro II. Solo podía esperar ayuda de éstos dos últimos. El conde, mientras atacaban a su sobrino, permanecía agazapado para no ser víctima de las iras del peligroso Amaury y del papa Inocencio III. Pero Pedro II de Aragón sí que acudió a ayudarle intentando llegar a un acuerdo que salvase honrosamente a su vasallo. El intento fue vano. Las condiciones impuestas por el cisterciense Amaury fueron tan humillantes para el Trancavel que éste se vio obligado a rechazarlas.

El rey de Aragón se retiró dolido por la postura de la Iglesia. Unos días después del intento del aragonés, ante la situación precaria en la que se encontraba la ciudad, el vizconde negoció con los jefes cruzados su rendición y se ofreció como rehén a cambio de que saliesen libres todos los habitantes de Carcassonne. En la negociación apresaron al vizconde de forma traicionera y murió en sus propias mazmorras, aunque consiguió con su sacrificio salvar a Carcassonne de una matanza como la de Beziers. Los señores feudales que apoyaban a Trencavel regresaron a sus castillos y los cátaros se esparcieron buscando refugio.

Amaud Amaury se apresuró a aplicar la Ley Canónica, promulgada poco antes por Inocencio III, por la que eran proscritos tanto los herejes como aquellos que los protegían y, por tanto, los cruzados tenían derecho a quedarse con sus posesiones como botín. Así que el Vizcondado pasó a ser de Simón de Monfort. Este normando-inglés era despiadado y cruel, con una desmedida ambición inyectada en vena. Aunque, por otra parte, era un valeroso militar y magnífico estratega, católico fervoroso, un talibán para el que la cruzada era como la yihad para los musulmanes. También era muy austero y un fiel esposo, algo poco frecuente en las trovadorescas cortes del País de Oc.

Sin embargo, cosa curiosa, el Vizcondado le fue ofrecido a otros señores franceses más importantes que él unidos a la cruzada, pero lo rehusaron por respeto a las normas no explícitas que regían el sistema feudal. No tenían muy claro que por una ley del Papa se tuviese derecho a desposeer de sus tierras a ningún señor feudal. Aparte de ello, también les influyó el que ya poseían grandes feudos en el norte y aumentar su poder, añadiendo éste feudo del sur, podía despertar recelos en el rey francés. Simón de Monfort que, aunque conde de Leicester, no poseía territorio alguno, se encontró de la noche a la mañana siendo vizconde de Carcassonne, Albi y Béziers, si bien sus vasallos no reconocieron su autoridad, por lo que tuvo que dedicarse a reconquistar lo que le había sido otorgado por la Ley Canónica.

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