Supongamos que Málaga es una ciudad

Calle Larios

Los pactos de mínimos son indispensables para acordar de qué estamos hablando, aunque la definición del territorio como realidad urbana exige cada vez más dosis de generosidad e imaginación

Málaga y la cultura (otra vez)

A lo mejor no es una ciudad, pero se le parece.
A lo mejor no es una ciudad, pero se le parece. / Javier Albiñana

Volví a ver Pretend it’s a city, la serie documental dirigida por Martin Scorsese, protagonizada por la escritora Fran Lebowitz y presentada en España como Supongamos que Nueva York es una ciudad. El estreno de la producción, en 2020, quedó empañado sin remedio por la pandemia y aquel confinamiento que convirtió las ciudades de todo el mundo en desciudades, vaciadas, disueltas en aquella estampa de desolación y silencio. Pero siempre vale la pena regresar a la cáustica Lebowitz, a su humor corrosivo y directo, su misantropía orgánica y providencial, inmune a las circunstancias. En sus conversaciones con Scorsese y otros cómplices, Lebowitz parte de la premisa de que Nueva York ya no es una ciudad, sino otra cosa. Y demuestra su planteamiento mediante una reducción al absurdo: el título de la serie responde, de hecho, a la concesión de veracidad a la tesis de que Nueva York es una ciudad para, poco a poco, advertir las distintas fallas del discurso. Estas fallas tienen que ver tanto con los comportamientos cívicos (supongamos que Nueva York es una ciudad: entonces, los coches respetarían los semáforos y los pasos de cebra) como con cierta evolución que erosiona los rasgos urbanos fundamentales para convertirlos en otra cosa (si Nueva York fuese una ciudad, podríamos hacer en ella las cosas que se hacen habitualmente en las ciudades). La cuestión es que, al ver la serie de nuevo, consideré la posibilidad de jugar al mismo juego en Málaga. Espero explicarme bien: no se trata, en absoluto, de comparar a Málaga con Nueva York, ya que sus tradiciones, culturas, geografías, evoluciones y desarrollos son radicalmente distintos; pero sí de suponer que, efectivamente, Málaga es una ciudad, que como entidad objetiva se ajusta al término. Si empezamos por el principio, el Diccionario de la RAE define la entrada ciudad así en su primera acepción: “Conjunto de edificios y calles, regidos por un ayuntamiento, cuya población densa y numerosa se dedica por lo común a actividades no agrícolas”. La misma entrada nos informa de que el término procede del latín civitas: “Conjunto de los ciudadanos”. Hasta aquí vamos bien, aunque resulta interesante advertir las diferencias entre las dos definiciones: la castellana pondera los elementos urbanístico, político y económico, mientras que la latina entiende la ciudad a través de sus ciudadanos. Si, ya que estamos, acudimos al griego polis, podemos definir la ciudad como unión de muchos, con un matiz que invitaría a considerarla unión de distintos. A lo mejor Fran Lebowitz preferiría un giro humanista que prestara más atención a los ciudadanos antes que a los medios de producción a la hora de concretar qué es una ciudad. Yo también.

A lo mejor Fran Lebowitz preferiría un giro humanista que prestara más atención a los ciudadanos antes que a los medios de producción

Entonces, venga, supongamos que Málaga es una ciudad. Una ciudad se caracteriza no solo por los ciudadanos que la habitan, sino por su tendencia a seguir siendo habitada por ciudadanos. Es decir, se inclina favorablemente a que su sustento provenga del trabajo de esos ciudadanos antes que de otros agentes con los que solo podría establecer una relación de dependencia. Así que, si Málaga es una ciudad, lo es, entre otros motivos, porque facilita la residencia a sus ciudadanos para que permanezcan aquí de manera estable con tal de poder aprovechar su rendimiento tributario, laboral y de cualquier otra índole. Pero lo que tenemos es, por el contrario, una economía cada vez más dependiente de inversiones ajenas, que deshace lo que una vez fue patrimonio propio en activos especulativos para atraer más inversiones y que considera a la población local, consecuentemente desplazada, un estorbo para la consecución de sus fines. Si Málaga fuese una ciudad, hablaríamos de ciudadanos; sin embargo, hablamos de población, una noción gris, difusa, marcada por la transitoriedad y la imposibilidad de arraigo. Málaga se congratula por el crecimiento de su población, pero parece ignorar que el mismo se da a cuenta de la merma de sus ciudadanos, como tampoco parece preocuparse por la posible conversión de sus pobladores en ciudadanos (nota: ni Málaga ni los pobladores de mayor poder adquisitivo, llegados al calor del crecimiento turístico y la industria tecnológica, parecen estar particularmente interesados en tal punto, dada la escasa rentabilidad asociada). Si Málaga fuese una ciudad, acabáramos, se le concedería ventaja a quienes adquieren o alquilan viviendas para residir en ellas, no para convertirlas en objetos de especulación a base de estancias efímeras pero progresivamente restringidas al mercado del gran lujo. Porque así es como se supone que actúan las ciudades. Eso, si suponemos que Málaga es una ciudad.

Si Málaga fuese una ciudad, haría respetar las ordenanzas con las que regula sus actividades y garantiza su convivencia

Supongamos, entonces, que Málaga es una ciudad. De ser así, Málaga procuraría retener a los ciudadanos de cuyo rendimiento se beneficia. No solo concediéndoles esa ventaja respecto a la especulación, sino diseñando los espacios en función de sus intereses y necesidades. Una ciudad se caracteriza por sus espacios públicos, porque precisamente lo público es lo que corresponde a todos los ciudadanos (de ahí la recomendación de recuperar el sentido primigenio de la polis griega): los espacios privados no forman parte del interés de la ciudad, sino que únicamente pueden ser disfrutados por quienes los sostienen a título particular. Tradicionalmente, entonces, las ciudades ofrecen a sus ciudadanos espacios amplios, zonas verdes y áreas de recreo, con especial atención a niños y mayores. Pero lo que tenemos en Málaga es muy distinto: el espacio se ordena, principalmente, en virtud de su calidad extractiva, se sustrae a los ciudadanos y se redefine como escenario del producto puesto a la venta. La cesión del Parque del Oeste al Festival de las Linternas y la negativa en redondo a la creación del Bosque Urbano a favor de otra promoción inmobiliaria, dada justamente la carencia que reviste Málaga respecto a este tipo de espacios, corre en dirección contraria a lo que supuestamente es una ciudad. Por último, si Málaga fuese una ciudad, haría respetar las ordenanzas con las que regula sus distintas actividades y garantiza su convivencia. Sin embargo, su Ayuntamiento es capaz de faltar a su propia normativa, debidamente aprobada, con tal de no reducir la extensión de las terrazas hosteleras, de no garantizar el descanso de sus vecinos y de que la especulación, de nuevo, quede protegida frente a los derechos de sus ciudadanos, aunque sí pone el mayor celo, por ejemplo, en sancionar a artistas callejeros. Podemos, entonces, suponer que Málaga es una ciudad; pero, señora Lebowitz, nos lo está poniendo francamente difícil.

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