Todos o ninguno
Las paradojas que abundan todo el año, especialmente a nivel social, se multiplican estos días, con una superficie de general alegría que contiene otras muchas historias de matices, deslices y silencios
Málaga es nombre de biblioteca
Málaga/Me gustan estos días de ambiente navideño en el barrio por la pequeña pero incesante refriega que se mantiene en las aceras, los comercios, los portales y las cafeterías. Ya saben, esa energía humana, anónima y a la vez concreta en rostros y gestos, manos cargadas de bolsas o que se aferran a otras manos, andares pausados entre los vecinos mayores, frenéticos a veces entre quienes todavía se las dan de jóvenes, como si se ajustasen los horarios a un plan perfectamente establecido de antemano. Al mismo tiempo, todo obedece a una espontaneidad rigurosa, a una inesperada sucesión de acontecimientos en el misterio insondable de la cotidianidad. Muchos agradecen que a partir de ahora cada jornada incorpore el sagrado minuto de luz arrebatado al crepúsculo, pero yo prefiero este trasiego justo cuando cae la noche, cuando la disposición a la irrealidad es más fresca, más bruja, y la danza de gentes que se desata entre los dos semáforos es más difusa, casi aérea. Tengo la suerte de vivir en un barrio donde sobreviven el comercio y la hostelería locales a pesar del progresivo avance de las viviendas turísticas en los últimos años, y ahora la calle me parece más barrio, más común, con menos argumentos para sentirse solo. Pero quién sabe. Ya que de manos se trata, me gusta ver las de los niños en las de sus padres, las expresiones de afecto que delatan lazos cuando todavía no ha corrompido la vergüenza el último nido. El humo que sale de las tazas de café en los bares inspira efluvios magnéticos, a uno y otro lado de ese torbellino efímero comparecen dos mundos distintos y luego una bandeja de churros para igualarlo todo. Hay mucho que preparar, mucho que organizar, cenas con unos, almuerzos con otros, hay que llevar a casa de tu madre, si van a venir los primos no podemos ofrecerles cualquier cosa, mientras los paseadores de perros miran sus móviles aturdidos a la espera de que las mascotas cumplan lo que les ha sido encomendado. La carne aquí, el pescado allí, la fruta en la otra acera, no, espera a ver a cómo están en esta las chirimoyas que a tu padre le gustan. Este escenario me hace sentir parte de una función acostumbrada y sin embargo distinta cada vez. Lo mejor es que todo el personal forma parte, incluida la pareja de turistas británicos que viene calle abajo devorando sus porciones de pizza a las siete de la tarde: no hay manera de abandonar ni oportunidad de claudicar, esta energía lo engulle todo, como la de los agujeros negros. No sabemos lo que sucede más allá del horizonte de sucesos, pero a este lado del negocio la realidad nos resulta ya suficientemente prodigiosa.
Y encima de todos los locales, de los supermercados, de las tiendas, los restaurantes, las academias, los salones de juego y los asadores, están los edificios de viviendas. Y detrás de cada ventana una historia diferente, otro mundo que empieza y termina a ras de un secreto que ya se nos escapa sin remedio. Hace unos días hablaba con una amiga psicóloga que trabaja por cuenta propia, le pregunté si iba a darse algunas vacaciones esta Navidad y me contestó que sí, pero solo unos días: “Esta es nuestra época fuerte, ya sabes. A mucha gente le cuesta gestionar ahora una pérdida reciente, un trauma de infancia, una situación económica difícil. Cualquier atasco emocional se multiplica ahora. Por no hablar de las reuniones familiares: hay quienes las esperan con ganas, pero para otras personas representan pruebas difíciles de superar, a las que acceden porque no saben establecer sus propios límites, o se conforman pensando que acuden porque de no hacerlo harían daño a sus parejas”. Creo que sería interesante considerar hasta qué punto la ilusión general por la Navidad va aparejada, como un árbol a su sombra, a la frustración y la rabia, la prisa y el desconsuelo, el miedo a la siguiente y las ganas de que todo termine de una santa vez. Pero supongo que esa amalgama imposible de amoldar nos define más que cualquier fórmula, cualquier criterio sociológico preestablecido. Si canceláramos la Navidad para facilitar un bienestar mayoritario, acabaríamos siendo aún más infelices. Y no hay manera alguna de resolver la ecuación, solo la razonable intuición de que una ambientación navideña menos espectacular, menos mercantilizada y más dispuesta a la medida de lo humano contribuiría a que menos gente se sienta tan sola. Porque la soledad se vende bien barata en estos tiempos.
Y debajo de las pastelerías, las fruterías, las ferreterías, los kebabs, las mercerías, los gimnasios, los puestos de lotería, las peluquerías y todo el frenesí que acumulan estos días, Pepe dime por Dios que te has traído el jamón y no la paletilla, están ellos, los que viven en la calle, los que duermen en los bancos, los portales y los cajeros automáticos. Son viejos conocidos del barrio, están localizados, son conocidos por las autoridades municipales. Algunos tienen incluso familia a dos calles de aquí, pero prefieren pasar la noche al raso. Lo hacen al acopio del mayor número de mantas que han podido fundir en una masa informe y negra, donde caben también prendas de vestir, trapos, toldos y cualquier material. Uno se pregunta cómo se las arreglan para salir vivos cada madrugada, pero a veces es mejor no hacerse preguntas y aceptar sin más que los seres humanos son, al contrario de lo que nos hicieron hacer creer, mucho más complejos que los dioses del Olimpo. La sentencia ha quedado dictada: el barrio, o es de todos, o es de ninguno. En cualquier caso, yo disfruto enormemente deslizándome entre estos paisajes, unas veces con una taza de café, otras con mis manos en las manos de la gente a la que quiero, otras buscando también algo que llevarnos a la boca luego en casa, cuando encontremos al fin el momento de reencontrarnos y bajarnos de nuestras respectivas lanzaderas. Y me reconforta pensar que toda esta revista de mundos y posibilidades seguirá dándose cuando yo ya no esté y el barrio prevalezca, como si los nombres perdieran su utilidad, como si nos fuésemos a otra parte solo para echarnos de menos. Nada se habrá perdido.
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