Las últimas voces de la 'desbandá'
Tres supervivientes del crimen acontecido en la carretera Málaga-Almería narran sus testimonios
MÁLAGA/Aquel 7 de febrero de 1937 era domingo de carnaval. Pero la alegría y la fiesta no se palpaban en las calles. Las tropas franquistas lideradas por el general Queipo de Llano estaban a punto de entrar a la capital malagueña. La población ya lo sabía. Llevaba días escuchando las charlas del militar a través de Radio Sevilla, en las que profería amenazas. En especial, a las mujeres. Presas del pánico, en torno a 150.000 personas -estiman los historiadores- huyeron por el único frente republicano que quedaba intacto: la carretera que iba hacia Almería. Mujeres y niños, sobre todo, con lo puesto y caminando ajenos al destino que les depararía el camino.
Un camino en busca de la vida, que -mucho más lejos de la realidad- sería la senda hacia el fin. Expertos aseguran que entre 3.000 y 5.000 personas pudieron perder la vida en lo que muchos han denominado “la carretera de la muerte”. Las tropas nacionales, acompañadas por las alemanas, italianas y marroquíes, bombardearon por tierra, mar y aire.
Así recuerdan tres de los últimos supervivientes este trágico episodio de la historia reciente de España:
Matilde Moreno: “Pasamos mucho por la carretera. ¡Muchas penas y muchas cosas! […] sobre todo por la aviación.
Ana Pomares: “La desbandá fue una cosa terrible porque eran personas civiles las que iban por la carretera […] Venían los aviones italianos arrasando, bombardeando y ametrallando”.
Pepe Alarcón: “Miles de criaturas eran bombardeadas y morían en el camino […] porque los barcos estaban emplazados en la parte de Almería y disparaban a todo lo que veían”.
Matilde Moreno:
Nacida el 26 de abril de 1920 en Comares (Málaga), Matilde Moreno vivía junto a sus tres hermanos y sus padres en la capital malagueña. Se había mudado con tan solo cinco. Un día, su padre les comunicó la noticia, tenían que huir. Ella entonces tenía 16 años.
“Hasta a mi abuela nos la llevamos, porque la teníamos en casa, le tocaba estar con nosotros”, manifiesta. Su padre la portaba a hombros a causa de los problemas de movilidad que presentaba.
Hostigados por la aviación, Matilde confiesa que en Motril (Granada) pensaban que no salían de allí con vida. Cuenta que los aviones pasaban muy cerca, incluso “se veían los que los conducían”. Su padre se tendió boca arriba “esperando y mirándolos”. “Papá, ¿por qué no se pone boca abajo para no verlos?, a lo que él le replicó: “A mí me matan por el pecho”, cuenta emocionada. En ese mismo tramo, la centenaria recuerda que su madre no podía quitarse las medias, ya que estaban pegadas a la piel a consecuencia de la sangre.
Además de los cañonazos, otros muchos morían por frío, agotamiento o hambre. Así, lo recuerda la superviviente: “En la carretera lo que pasamos fue hambre. De pelar una patata y comernos lo que habíamos pelado”. También las cañas de azúcar se convirtieron en el sustento de quienes iban por la carretera.
La familia continuó la marcha unida hasta que Matilde se perdió. Y es que la marea de gente propició que muchos niños se despistaran de sus familiares. En el municipio almeriense de Adra, Matilde consiguió reunirse con sus padres y hermanos de nuevo: “Estando en la plaza del pueblo, me echa un hombre los brazos por el hombre, lo miro y era mi padre”. En esta localidad estuvieron 20 días. El 21 se pusieron de nuevo en ruta para buscar un lugar donde poder trabajar. “Cogimos los tratos que llevábamos y nos tiramos a andar”, manifiesta.
Llegaron todos, sanos y salvos, a Almería. Allí estuvieron viviendo dos años. En este tiempo, Matilde conoció a Enrique, el que fuera el amor de su vida. “Me lo presentó una vecina de Málaga con la que me encontré allí y aquello fue -cuenta mientras choca sus palmas- flechazo”. Él, conductor de ambulancias y ella, modista regresaron a Málaga tras dos años en Almería.
Ya habían pasado tres larguísimos años de guerra. Solo querían paz. Así, muchos republicanos volvieron confiando en que el calvario había terminado, lo que no sabían es que sufrirían los rescoldos de la represión franquista -escondida tras la contienda-. El padre de Matilde, su hermano, su novio y hasta ella misma fueron encarcelados a su regreso.
Junto a cuatro amigas, recuerda que estuvo diez meses en el “Caserón de la Goleta” -actual sede de la Policía Local- que en su día fue testigo de hambre, penurias, miserias y hacinamiento sufrido por unas 4.000 presas republicanas. Durante su estancia en esta prisión, Matilde tuvo el tifus, cuenta Pepe García, uno de sus sobrinos.
Años más tarde, Matilde y Enrique se casaron, vivieron en Sevilla nueve años y treinta en Madrid. A sus 101 años, la malagueña no olvida lo feliz que fue en la capital española.
Ana Pomares
Nacida el 7 de febrero de 1928 en Málaga, Ana Pomares tenía nueve años cuando su padre decidió llevarla, junto a su madre y tres hermanos a una casa de campo que tenían en el municipio de Colmenar Viejo porque ya “estaban bombardeando mucho Málaga”.
Días más tarde, la familia se montó en el coche rumbo a Almería. Por el camino, Ana recuerda “madres casi muertas con bebés en brazos” y niños que se perdían de sus familias y se iban con el primero que pasaba. “Aquello fue una matanza y no entiendo por qué. La mayoría éramos civiles”, denuncia.
“Mucha gente quería subirse en nuestro coche, pero ya íbamos dos familias”, apunta Ana, al tiempo que explica que la gente que tenía campo salió con burras o carros, aunque la gran mayoría lo hizo andando.
Pasaron penurias, pero toda la familia permaneció junta. En Almería se quedaron en casa de una de sus abuelas hasta que recibieron noticias de que las tropas franquistas, una vez conquistada Málaga, se dirigían hacia allí . Se montaron en el barco de su padre, pescador de profesión, y viajaron hasta Orán (Argelia). Permanecieron poco tiempo en este destino hasta que se trasladaron a Barcelona, después, a Valencia y regresaron de nuevo a Almería cuando estaba a punto de finalizar la guerra.
Se acabó oficialmente la disputa entre los dos bandos, pero no la represión y la miseria. Ana cuenta que no había apenas comida. “Para tomarnos el café, nos echábamos un caramelo a boca porque no había azúcar”, explica.
En casa de Ana, igual que en el resto de hogares de las personas que salieron en “desbandá” hacia Almería, aquel episodio no se hablaba. “A lo mejor tenías un vecino con el que te llevabas muy bien, pero si era de derechas y se enteraba que tú eras de izquierdas te denunciaba”, confiesa.
Con el objetivo de que este mensaje silenciado durante tantos años salga a la luz, Ana Pomares presentó un libro: La guerra en mis ojos. Los cuatro exilios de Ana, que versa sobre su experiencia y está escrito por los autores Fran Martín y Sonia Cervantes. “Con el libro pretendo que esto no vuelva a pasar y que ningún niño pase por donde nosotros hemos pasado siendo niños”, apunta.
Pepe Alarcón
Nacido el 28 de abril de 1931 en Lucena (Córdoba), criado en el municipio malagueño de Benamargosa y residente en Vélez-Málaga, los ojos de Pepe no esconden las “injusticias” y el “horror” que vivió cuando salió aquel 7 de febrero de su tierra natal.
“Con lo puesto” y sin saber hacia donde se dirigía, Alarcón -junto a sus padres y cuatro hermanos- comenzó a andar. Aunque la familia solo llegó hasta Motril (Granada), dos días en el camino fueron suficientes para que Pepe aún recuerde los “cañonazos” que lanzaban los barcos, la gente hambrienta y los llantos incesantes de miles de personas.
El tercer día, el padre, secretario general de UGT de Benamargosa y practicante, decidió que regresaran a Benamargosa, ya que “no habían hecho nada y no tenían por qué huir”, cuenta su hijo. "Él creía que se iba a defender explicando la realidad", explica.
En ese instante, comenzó el verdadero calvario para los Alarcón García. A su vuelta, una pareja de guardias civiles se llevó preso a su padre a Granada. ¿El motivo? “Ser rojo”. Tiempo después, volvió a Benamargosa, pero fue arrestado de nuevo y nunca más lo volvieron a ver. Su hijo cuenta que lo fusilaron y enterraron en el cementerio de San Rafael.
“Yo estaría más tranquilo si supiera que hay una causa justa para ejecutarlo de esa manera, pero como no la hay maldigo cuarenta veces esas mentes criminales que hicieron esas cosas”, manifiesta.
“Muchas veces me acuerdo de sus palabras y de las torturas que le hicieron”, lamenta y, aunque confiesa que le gustaría no pensar más en ese episodio de su vida que le “atormenta”, reconoce que le es “imposible”.
Insiste en la injusticia cometida y defiende que "nadie tiene por qué cortarle la cabeza a otro porque piense distinto" y tampoco instruir a los demás en una creencia "por las armas o por el padre nuestro".
Mientras muchos hombres eran ejecutados o huían ante la llegada de los sublevados, las mujeres eran sometidas a barbaries. Pepe tampoco consigue olvidar que a sus tías las "pelaran a rape”, les dieran “aceite de ricino” para provocarles diarreas y las “pasearan” por las principales calles del municipio acompañadas por bandas de música.
No es creyente y, mucho menos, católico, pero aún conserva la fe de que cada familia entierre a sus seres queridos que murieron fusilados durante la guerra civil española. "A mí me gustaría recuperar los restos por encima de todo", asegura.
Aunque se reafirma en que es “de izquierdas”, Pepe critica la actuación del Ejecutivo central en relación con las labores de exhumación e identificación de cadáveres provenientes de muerte ocasionada por índole política: “Es un Gobierno socialista y no está haciendo nada”.
Aunque ahora Pepe consigue hablar del tema, reconoce que años atrás tenían "miedo hasta de la chimenea", por si los escuchaban y se los llevaban para siempre.
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