¿Cuándo nos vamos?
Ahora hay tristeza, incluso miedo, pero antes del tiroteo la situación era igual de crítica en Los Asperones
Llevan 30 años esperando una salida que les dé la posibilidad de mejorar
Málaga/En el llano se quema chatarra y a pocos metros pasta un caballo negro, famélico. Poco antes de la hora de comer, una mujer toma el sol en su puerta y pueden verse algunos hombres charlando. Desde fuera, el barrio parece tranquilo, anclado en esa pausa obligada que dura ya casi 30 años, a la espera de que suceda algo realmente transformador. Pero dentro la realidad es distinta. Se comenta en voz baja, se señala escondiendo luego la mano, se oyen rumores de algún acto vandálico ocurrido durante la noche, se dicen nombres que luego se silencian, se mira con más recelo a los no habituales.
Los Asperones vive en una calma tensa una semana después del primer y único caso de asesinato acaecido en tres décadas, un suceso que los ha golpeado profundamente, que los ha dividido, que los ha llenado de tristeza y, aunque no quieran reconocerlo, también de miedo. Siete familias, sobrinos, primos, parientes más o menos cercanos del presunto agresor se marcharon del barrio tras la tragedia y por el momento saben que no pueden volver. La herida aún está demasiado fresca y, mientras cicatriza, las instituciones y entidades que trabajan allí se empeñan en recomponer una normalidad ya de por sí demasiado frágil. El futuro para estos vecinos no entiende de otra palabra que no sea desmantelamiento.
Nada es fácil a ese lado de la carretera. A cinco minutos de El Cónsul, a dos de Soliva, tan cerca y tan lejos de la ciudad, los vecinos de Los Asperones viven en una realidad paralela y dramática. Aislados, pasan sus días excluidos de cualquier opción que no sea repetir cíclicamente los patrones que les han conducido a una marginalidad enquistada. No hay trabajo, se cuentan con los dedos los que tienen un contrato fuera del barrio. A la falta de formación se une el doble estigma de su lugar de residencia. Losas que aplastan autoestimas vulnerables, horadadas a base de décadas de menosprecio por parte del resto de la sociedad.
"Es un momento muy complicado para el barrio", considera Rocío Alcaide, coordinadora de la Mesa técnica de Asperones en la que se reúnen las entidades Incide, Misioneros de la Esperanza, Cáritas, Accem, Asociación Chavorrillos, el CEIP María de la O, la Universidad de Málaga, el Ayuntamiento de Málaga y la Junta de Andalucía. Pero no sólo por el suceso del pasado 3 de febrero y sus consecuencias dentro, sino por sus repercusiones fuera. "Esto contribuyen a estereotipar el barrio cuando no había ocurrido antes", agrega la técnica de Incide. Y un vecino agrega que ahora "se cierran muchas más puertas, nada más que por la polémica, por la fama". Añade que "mientras que no vuelvan las familias hay cierta calma, pero el barrio se politiza".
Lo cierto es que, con independencia del tiroteo, la situación era igual de crítica antes. "Hay que buscar una solución ya, llevan treinta años de aislamiento social y unas dificultades tremendas, los niños no se merecen vivir en esa situación", considera Rocío Alcaide, que recuerda que el Pleno del Ayuntamiento de Málaga aprobó con acuerdo de todos los grupos municipales una moción para el desmantelamiento del barrio. "La situación es de mucho deterioro y aislamiento social, viven en el extrarradio, las dificultades pasan ya por varias generaciones, es muy endogámico, es muy complicado salir del círculo", agrega Rocío Alcaide y reitera que "es necesario un desmantelamiento acompañado, que haya una intervención antes y después, que podamos estar con los vecinos en ese tránsito".
Entre un plan para la erradicación del chabolismo y las inundaciones de 1989 se creó este asentamiento provisional que se quedó varado en su limbo perpetuo. No hay semáforos, no hay buzones ni papeleras, ni siquiera existe un equipamiento básico, no hay tiendas, no hay escaparates. "Estos niños necesitan un acompañamiento para su integración", considera la técnica de Incide.
Unas 300 familias, un millar de personas viven en Los Asperones. Antes de la crisis algunas familias se fueron. Las bondades de la construcción facilitaron su salida. Pero tras la caída del empleo muchos se han visto obligados a volver al lugar en el que, al menos, tienen un techo sin pagar alquiler, luz o agua. Se han formado nuevas familias de jovencísimos padres que no tienen otro recurso que hacerse "un cuartillo" en la casa de sus mayores. Las casas de pladur se extienden con anexos de chapa y madera que no cuentan con saneamiento, que no tienen las condiciones mínimas de habitabilidad. Y ahí se crían unos niños cuyo presente es muy distinto al que tienen los nacidos medio kilómetro al este.
Yanira tiene 18 años y estudia para sacarse el Graduado en Secundaria para Adultos (ESA). El examen es el 22 de abril y, aunque no se ve muy preparada, pretende aprobar al menos algunas asignaturas. Mario Jiménez, monitor de los Servicios Sociales del Ayuntamiento, ayuda a un grupo a prepararse todas las mañanas. Aunque esta semana muy pocos han asistido. "Por las tardes hacemos otro taller con menores escolarizados fuera del barrio, de apoyo escolar y educación en valores y estos días no ha venido ninguno, lo hemos suspendido", comenta el monitor. "Muy pocos niños se ven por la calle, se recogen del colegio y se recogen en casa, y si juegan fuera cuando se hace de noche para dentro", agrega Jiménez.
"Yo quiero irme del barrio, aquí siempre ves lo mismo, no hay nada nuevo", dice Yanira, que valora las posibilidades de superación que sus maestros le brindan pero que le disgusta que sus iguales siempre piensen en casarse y tener hijos "y luego no saben cómo mantenerlos", dice. Mario Jiménez asegura que "el barrio te atrapa y se convierte en un círculo vicioso, vuelven una y otra vez a lo mismo, niños que se creen hombres, que no apuestan por su formación, que solo tienen opción a chatarrear y a ayudas sociales". Aunque también se perciben cambios, cada vez hay más chavales titulados, las estrellas del mural ideado por entidades y docentes crecen. "Los empresarios tienen que confiar en estos muchachos que pueden ser tan válidos como cualquiera", agrega el monitor.
La madre de Yanira tiene problemas de movilidad y su padre está en paro. "En mi casa entran 250 euros al mes", apunta. Eso para cinco personas. La entidad Misioneros de la Esperanza (Mies) lleva años repartiendo comida a los más necesitados de la zona, a los que no cuentan con ningún ingreso. Desde el pasado septiembre hasta diciembre tuvieron unas 70 familias beneficiarias de esta ayuda. "Las familias que lo reciben se comprometen a hacer algo, a aportar algo, apuntarse a un taller de alfabetización, a la escuela de madres, al taller de búsqueda de empleo, a orientación...", explica Eva, que lleva seis años trabajando para Mies. "Intentamos que sean proactivos, que salga de la chatarra, hay que darles el empujón, motivarlos y engancharlos, es fundamental que se crean capaces porque mucha gente tiende a hundirse", subraya.
Son muchos los que acuden a diario a Los Asperones para "seguir remando", para pensar en positivo, para intentar dar la vuelta a la situación. Pero tienen claro que si continúan en el mismo lugar limitante, las oportunidades de mejora caen en picado. "Hay dos mundos, el de fuera y éste, en el que no encuentran ejemplos de valor, inspiradores", considera Eva. "Fuera encontrarían otra cosa, sobre todo los niños, que socializarían con otros que tienen límites, un orden en sus vidas", apunta. Y aclara que esto "no lo da la cultura gitana sino la marginalidad".
"Pedimos la eliminación de Asperones como causa de exclusión, ellos parten con desventaja a la hora de enfrentarte a un futuro laboral", señala Rocío Alcaide, coordinadora de la Mesa técnica de Asperones. "Tienen más dificultad de acceso que cualquier otro barrio de Málaga y, además, se les culpa de ello cuando los pusieron allí. No es justo para esos niños vivir donde viven y para Málaga tener un barrio como Asperones", subraya Alcaide.
Una pintada escueta pero directa dice: "Esperando desde 1988. ¡Ya está bien!". Es la reclamación de un millar de personas que, aún teniendo cierto temor a no encajar fuera, saben que es su única posibilidad para levantar cabeza. En otro muro se lanza una pregunta que lleva años sin tener respuesta. "¿Cuándo nos vamos?". Elevan el interrogante con la esperanza de ser escuchados porque, como sostiene Rocío Alcaide, "es una cuestión de justicia social y no debe de haber otra generación más allí con las limitaciones que supone".
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