Un verano en Cornualles IV: de Botallack al cabo Kernidjack

El paisaje es espectacular. La silueta de las chimeneas de las minas, a contraluz, con el sol poniéndose es de una belleza asombrosa

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Cabo Kernidjack

Nuestro primer día en la extraña tierra comenzó siendo apoteósico. Paco se afeitaba con maquinilla eléctrica, y esa mañana, al asearse, se percató de que el baño no tenía enchufe y el más cercano estaba en el salón. Comenzó a jurar en arameo acordándose de nuestro casero. No te preocupes -le dije-, llevo en el maletero del coche un alargador que utilizo para los campings. Fui a por él, eran 25 metros de una manguera bastante gruesa y pesada, ya que llevaba tres cables con la toma de tierra. Lo bueno fue que todas las mañanas aparecía con la manguera enrollada al hombro como si, en lugar de ir a afeitarse, fuese de escalada por los acantilados. También tuve que proporcionarle un adaptador especial para el enchufe, ya que en Inglaterra los enchufes son de tres clavijas planas. Además, el voltaje es de 240 v, 20 más que en España, por lo que las cuchillas de la maquinilla de afeitar giraban a una velocidad de fórmula 1.

Después de comprobar la excelente calidad de la leche que nos había dejado en la puerta el lechero, y la exquisitez de la mantequilla inglesa, en nuestro opíparo desayuno, nos fuimos todos a Pensance con la intención de dejar en el colegio a las niñas y a Fran. Nuestra sorpresa fue que las niñas fueron acogidas sin problemas porque ya estaban matriculadas, pero a Fran, Mr. Tarbet decidió no acogerlo por considerar que era demasiado pequeño. Ya me lo temía yo cuando, desde que le propusimos matricularlo, tuvo dudas. (El mister estaba ante la misma duda de Hamlet. El “ser o no ser”, se transmutó a “Tar-bet si o Tar-bet no. Datish de questions”. Al final el crío se tuvo que pasar todo el mes pegado a nosotros.

Aquella tarde la dedicamos a pasear por los alrededores de Carnyorth. Comenzamos en el cercano Botallack, un pueblecito que pertenece al distrito de St. Just in Penwith y se encuentra en la carretera que une el famoso y turístico pueblo de St. Ives con el cabo más occidental de Inglaterra, Land´s End. Los impresionantes acantilados que bordean esta parte de la península están salpicados de minas submarinas. Visitamos la Crowns, en Botallack, cuyo pozo alcanza los 570 metros de profundidad y se adentra otros tantos metros más en el mar. La sala de máquinas de esta mina está justo al borde del acantilado y es todo un espectáculo ver cómo, a sus pies, rompen las olas del Mar Céltico, siempre embravecido. Visitar la mina, la sala de máquinas y los sinuosos túneles de arsénico, es verdaderamente impresionante. 

Allá por los años 70 del pasado siglo fue muy famosa una serie televisiva de la BBC, llamada Poldark, basada en la obra de Winston Graham, que narra la vida del capitán Ross Poldark, un terrateniente de Cornualles, a su regreso de la Guerra de Independencia de los Estados Unidos. Retrata la Inglaterra del siglo XVIII y fue rodada, gran parte, en Botallack. De hecho, la casa del capitán Ross, llamada Nampara en la serie, es la granja Manor Farm, que es hotel en la actualidad. Es una casa de 1681 con ciertos detalles que muestran la riqueza de sus propietarios. Es quizá, por esta serie de los 70 por la que Botallack fue muy conocida, más que por la versión emitida en 2005.

El paisaje es espectacular. La silueta de las chimeneas de las minas, a contraluz, con el sol poniéndose por el oeste, que es por donde acostumbra, es de una belleza asombrosa. Eso acompañado de la vida salvaje que pervive en los abruptos acantilados, donde anidan los fulmares (que se suelen confundir con las gaviotas), se observan a los alcatraces buceando por el mar, o a las chovas, negras de pico y patas rojas, endémicas de estos lares, cortejando a las hembras lanzándose al agua en picado. Toda la costa es accidentada y son numerosos los cabos que se adentran en el mar. Todo son terrenos deshabitados, de fauna y flora salvajes, en los que con frecuencia nos encontramos con carteles anunciando su propiedad. Muchos espacios, de medianas y grandes extensiones, son de la National Trust (cuyo nombre completo es National Trust for Places of Historic Interest or Natural Beauty, o sea, en español: Fundación Nacional para los Lugares de Interés Histórico o de Belleza Natural). Fue nuestra amiga Merche quién, preguntada por este organismo, nos explicó que era una fundación privada, gestionada por privados, con el objetivo de conservar y de revalorizar los monumentos y los lugares de interés colectivo. Nos pareció increíble. Esta fundación es la mayor muestra de como el pueblo inglés ama a su tierra, e interviene directamente en su conservación sin esperar a que sean los poderes públicos los que cuiden de ella. Nos explicó Merche que el National Trust es propietario de más de 250.000 Ha de terrenos y unos 1.200 Km de costas. Fue creado en 1895 y paso a ser, en un siglo, el segundo propietario privado de Inglaterra y Gales (Escocia tiene su propio N.T.) después de la Corona. Según datos de la Wikipedia, “administra más de 300 monumentos y 200 jardines que van desde lugares megalíticos a mansiones de todos los tiempos. Su campo de intervención incluye edificios industriales, colecciones, e incluso la casa de la infancia de John Lennon y Paul McCartney, dos de los integrantes de The Beatles”. El N.T. se financia a través de las cuotas de sus socios (aproximadamente 60 €/año/persona o 120 €/año/familia) y a través de sus inversiones financieras o compraventa de bienes para entrar en proyectos más importantes. En la actualidad supera los 4M de socios. También se nutre de numerosas donaciones y herencias. Nos contaba Merche que, en la actualidad, ante el peligro de que Land´s End se convierta en un parque de atracciones con edificaciones privadas, el National Trust está intentando comprar el cabo.

Nuestro paseo por los acantilados acabó en el Cabo Kernijack donde vimos extrañados una acampada de gente que usaban unas tiendas de campaña semiesféricas de plástico azul, similar al que se usa en las obras. Eran como iglús de plástico. Después, nuestra Merche, siempre Merche, nos explicó que eran ecologistas que reciclaban materiales y vivían allí organizados como una comuna de hippies. Esa tarde fuimos Paco y yo a Pensance -ya dijimos que estaba a unos 8 Km.-, a llevar a las niñas a la discoteca. Después cenamos y, para pasar el tiempo hasta las doce de la noche que teníamos que ir a recogerlas, nos fuimos al pub de Botallack. Eran las 7:30 de la tarde y había una espesa niebla. La misma que ya habíamos sufrido al llevar a las niñas por aquella carreterita embutida entre costones y vallas de piedra. Entramos al pub, más o menos, como entraron las tropas españolas en Cornualles en 1595. Nos miraban como extraterrestres. Estuvimos siempre convencidos de que fuimos los únicos españoles en entrar allí desde aquellos que estuvieron en el siglo XVI. La extrañeza de los córnicos fue a más cuando comenzamos a pedir las copas a la señora que atendía la barra. Estaba ella sola porque su marido se pasaba las horas jugando a los dardos en el pub. Hay que hacer notar que en Inglaterra no existe un pub que se precie que no tenga una diana para jugar a clavar dardos en ella. Por cierto (hago aquí un inciso), la historia de las dianas con dardos en los pubs ingleses es muy curiosa. Hay una versión escatológica que cuenta que en la Edad Media la gente se entretenía lanzando escupitajos sobre un blanco, pero esa práctica se prohibió por ser antihigiénica y se sustituyó por el uso de dardos. Es una versión que no tiene sustento científico ni histórico alguno, pero tampoco tiene nada de extraño que así fuera. La realidad es que su origen está en la Edad Media, pero entre los soldados que en sus ratos de ocio se entretenían lanzando con la mano flechas cortas sobre toneles (vacíos, claro) de vino. Después se fabricaron las dianas con rodajas de troncos de árboles. El juego se hizo tan popular que se adoptó en los pubs y hasta llegó a la nobleza. Cierto es que Ana Bolena le regaló a Enrique VIII un juego de dardos fabricados con piedras preciosas. Es de suponer que no fue por haber perdido una partida con ella por lo que le cortó la cabeza.

La extrañeza entre los clientes del pub de Botallack, de la que hablaba, fue porque cuando pedíamos nuestras copas, ya fuesen cubatas, gin-tonics o whisky, siempre lo hacíamos sobre la base de que nos sirvieran tres dosis del licor. Después de poner la primera dosis, siempre pedíamos, y la camarera repetía con nosotros: “another one, another one” (“otra más, otra más”).

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