Opinión
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El lunes pasado, 21 de diciembre, se cumplieron 34 años del fatídico encontronazo entre José Antonio Gallardo y Baltazar de Morais en un Celta de Vigo-Club Deportivo Málaga en Balaídos. El entonces joven cancerbero torremolinense terminó falleciendo el 7 de enero. Y no se recuerdan muchas ocasiones en las que el brasileño hablase del asunto.
“Fue uno de los peores momentos de mi vida, lo pasé fatal. Fue difícil aquella situación, pero Dios me consoló y me reforzó para que pudiera soportar aquello. Es muy difícil que en un choque involuntario fallezca una persona, pero ocurrió. Me quedé muy preocupado, pero seguí adelante porque no tuve ninguna culpa de aquel choque fortuito. Dios me ayudó”, contó Baltazar en una entrevista publicada por A la Contra A la Contra.
Hay quien dice que ese empujó a los brazos de la religión al pichichi, que lo matizó: “Ya era Atleta de Cristo. Mi vida con Dios empezó a los 18 años. Dios cambió mi vida, mi manera de pensar, de vivir… Eso fue mucho más importante que el fútbol, el dinero, la fama… Una noche no me dormí porque estaba preocupado por las cosas malas que hacía. Entonces pedí perdón a Dios por mis pecados, los confesé… Y él me perdonó”.
Lo que era imposible de cambiar era el hecho de que Gallardo falleciese después de aquel impacto. Durante años ha sido una figura olvidada y poco reivindicada. Era un chico de la casa, joven y noble, querido por sus compañeros y con un potencial enorme. Al menos ahora, desde hace unos años, la Puerta 13 del estadio de La Rosaleda cuenta con su imagen. “No se estuvo a la altura, por eso pedimos perdón a su familia”, manifestó Basti el día que se inauguró, un 30 de agosto de 2017.
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