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Moñi, el marbellí que dedicó su vida al fútbol, jugó en el Español y fundó su propio club

Toda su existencia está ligada a este deporte, como jugador y luego entrenador de varias generaciones. Por sus manos pasaron Loren o Jaime Molina, fichados luego por el Betis, Monreal o el hijo de Sergio Kresic

La reina de los bandidos en Marbella: la sueca que se codeaba con Sean Connery, Rod Stewart o Björn Borg

Salvador Gil Machuca, 'Moñi', con varios de sus trofeos. / M. G.

—Yo tenía seis meses cuando mataron a mi padre por lo que de él no tengo recuerdos. Fue en la sierra, un chivatazo. Dormía en una cueva con otros compañeros en la zona de Puerto Rico y saliendo, a las seis o a las siete de la mañana, los fusilaron. Su cuerpo lo cargaron en un burro, lo bajaron al pueblo como un trofeo y lo enterraron en una fosa común en el cementerio, ahí está su nombre, explica Salvador Gil Machuca, más conocido como Moñi.

Nació con el balón atado al pie. Desde muy pequeño solía jugar al fútbol con los niños mayores en las calles del Barrio Alto de Marbella, la plaza del Santo Cristo o el estadio Francisco Norte. A sus 80 años venera a su padre que no conoció. Y recuerda a su madre, que cuando era limpiadora de la juguetería del pueblo le trajo su primer balón y él se conjuró jugar en el fútbol profesional para poder comprarle una casa.   

Su padre era Joaquín Gil Fernández, El Palmero, jornalero y vocal del Sindicato Único de Oficios Varios de la CNT. Tras la toma de Marbella por las tropas franquistas, en enero de 1937, decidió tirarse al monte. Siguió los pasos de un familiar, Antonio Machuca, destacado dirigente de la CNT, que tras el asesinato de dos de sus hermanos y un cuñado a manos del capitán de la Guardia Civil Gómez Cantos, se ocultó en Sierra Blanca. Varios vecinos del Barrio Alto de Marbella, militantes de la organización anarquista, se sumaron a la partida.

—En Marbella, como en Casares, las matanzas fueron tan expeditivas que muy pocos huidos decidieron entregarse ante un desenlace incierto de la Guerra Civil. Esconder o proteger a un huido suponía la detención y el procesamiento de los encubridores, pero en todos los pueblos hubo hombres ocultos gracias a la protección de sus familiares y la complicidad de los vecinos, dice la profesora de Historia Contemporánea de la Universidad de Málaga, Lucía Prieto Borrego, en un exhaustivo trabajo, Los últimos de Sierra Blanca.

Los hombres que se marchaban a la sierra por temor a represalias pasaban a formar parte de los proscritos, que sobrevivían cerca de sus pueblos, en semiclandestinidad. Vivos para los suyos, muertos o desaparecidos para los extraños, sostiene Prieto, que entiende que no veían más alternativa que la huida o la nueva España de Franco. Sin ser de momento guerrilleros, conocían bien el terreno y la gente que lo habitaba. La solidaridad de amigos y familiares, vital para la supervivencia, era un arma de doble filo, posibilitaba a la Guardia Civil seguir el rastro de sus apoyos, señala Prieto.   

En 1937 y 1938 el grupo formado por Antonio Machuca, José Rueda, Antonio Salas Urda, y José Sánchez Infante, se refugiaba en la Mina de Buenavista, en las laderas de Sierra Blanca. Bajaban al Cortijo de Camoján y al de las Ánimas, junto al arroyo de Guadalpín, para asegurar su supervivencia, como otros huidos como Joaquín Gil. La detención de un carbonero que siempre vivió en la sierra y bajaba una vez a la semana a vender carbón y en el mismo saco subía el pan y los alimentos, sirvió para localizar a los fugitivos. Fue obligado por los guardias a registrar la antigua mina de plomo, donde fue abatido Sánchez Infante.

—Mi madre me contaba que mi padre venía de la sierra a casa, saltaba la tapia de Leganitos, para llegar al número uno de la calle Casabermeja. Ella se tuvo que hacer cargo de la familia para sacar a cuatro niños adelante y calmar el hambre, dice Moñi.

En abril de 1939, con la guerra terminada, dieciséis hombres con sus armas se plantearon alcanzar San Roque (Cádiz) y llegar a nado a Gibraltar. Su aventura fue publicada en la prensa británica y recogida en las memorias de Antonio Machuca, que se exilió en Francia. A Joaquín Gil, con esposa e hijos, le pesaron más sus vínculos familiares y se quedó en la sierra. 

Antonio Machuca, segundo por la izquierda, exiliado en Francia. / M. G.

La presión de la Guardia Civil redujo la solidaridad. Los campesinos se vieron obligados a atender a los huidos. La hija del guarda de un cortijo en las laderas de Sierra Blanca lo recordaba: “Los rojos estaban en la sierra y mi padre tenía que darle cuenta a la Guardia Civil. Allí estuvo, Joaquín El Palmero, no estaba escondido en mi casa pero todas las noches venía a comer, a media noche a las dos o a las tres, mi madre se tenía que levantar a hacer amasijo para tortilla o buñuelos, porque, llegaban y le decían a mi padre: Mira Antonio que esta noche vamos a comer. Venían, una pila, de los que estaban en la sierra, no sólo Joaquín, aunque Joaquín era el jefe”.

En junio de 1943 tres niños que buscaban nidos en un caserón cercano al Pecho de las Cuevas, dieron con una caja de lata con 17.000 pesetas. Ese dinero era una fortuna. Allí mismo se repartieron el botín. Sus madres se hicieron cargo del dinero, ya que dos eran cabeza de familia y el padre del tercero había sido fusilado seis años antes. Solo una no tocó el dinero a la espera de que volviera su marido; las otras, que eran hermanas, gastaron una parte en artículos de primera necesidad. Sus compras llamaron la atención de los vecinos de la calle Lobatas. La Guardia Civil supo de los gastos de los niños, que los hacían sospechosos de algún robo. Los tres menores confesaron que junto a los billetes había una nota mecanografiada que decía: “Joaquín tan solo te mando lo que tengo, Juan Lavigne”. 

Lavigne era farmacéutico y terrateniente. El nombre se Joaquín se relacionó con el maqui, al que la Guardia Civil perseguía. El farmacéutico admitió haber dejado las 17.000 pesetas tras recibir una carta sin firma en la que se le exigía 25.000 pesetas a cambio de su vida o la de sus hijos.  

—Es evidente que don Juan temía las represalias de los que no se habían rendido. Por ello no sólo pagó parte de la cantidad exigida sino que intentó desvincular las amenazas del secuestro de la gente de la sierra y presentarse como víctima de delincuentes comunes. Entre las familias de personas represaliadas existía la creencia de que el farmacéutico era uno de los principales denunciantes, sostiene Prieto. 

Los padres de dos de los niños y la madre del tercero fueron detenidos por un delito común de apropiación de dinero ajeno, que pasó a la Jurisdicción Militar. Se le tomó declaración a Lavigne. Los guardias que se ocuparon del caso, estimaron que el farmacéutico, que alegó una enfermedad muy grave, no tenía que ser detenido. En su declaración negó que adjuntara una nota a los billetes, al ser una amenaza anónima desconocía a sus autores. En el proceso seguido contra los padres de los niños no se aclaró quién fue el autor de la extorsión. En otro proceso judicial, abierto dos años después a un enlace de los grupos de la partida de El Asturiano, que operaba en Sierra Bermeja, éste declaró que llevó un anónimo a Lavigne. Podría ser este grupo el que lo extorsionó y lo atribuyó al huido de Marbella. Los niños vivieron junto con sus hermanos una situación de total abandono, común a las decenas de niños cuyos padres estaban encarcelados y de la que en Marbella se vivió de forma especialmente aguda en las calles del Barrio Alto, de donde procedían casi todos los fugados a la sierra.

El grupo más importante que operaba en la zona, estaba liderado por Manuel Granados Domínguez, Dios, con quien estaba el padre de Moñi cuando fueron abatidos, el 30 de junio de 1944 en Puerto Rico Alto, en un enfrentamiento con la Guardia Civil. Los hombres de Sierra Blanca contaban con el practicante de la Beneficencia Municipal, Francisco Ruiz Gallardo —que también era dentista y reparó la dentadura a los huidos, entre ellos a El Palmero—, acudió a curar a Granados Domínguez, que finalmente murió. Joaquín Gil permaneció casi ocho años en la sierra, donde se movió con total libertad hasta que lo encontró la muerte, a los 41 años.

—Me crié entre carriles y zarzales. Eramos muy humildes, entonces todo era un olivar. Mi madre trabajaba en el cortijo de Lavigne, donde se empleaba a mucha gente. Ella cogía las aceitunas con una rapidez increíble y lavaba la ropa en el río. Yo me escapaba de la escuela para ir a jugar al fútbol. A los diez años hacía lo que podía, guardaba cabras, guarros, repartía leche o molletes, recuerda Moñi los años cincuenta, antes de que el fenómeno turístico transformara el municipio.

Desde muy joven empezó a destacar en el Atlético Marbellí, en el estadio municipal Francisco Norte diez mil gargantas le aclamaban. Le sacaban a hombros por Marbella y recibía como paga un bocadillo de jamón y un vaso de leche. Ya en el Atlético de Marbella su juego llamó la atención de clubes como el Betis o el Sevilla. A los 18 años, en la temporada de 1962/63, era el mejor interior izquierda de la Tercera División. Una lesión frenó su carrera, pero una vez recuperado durante dos años fue el goleador y se proclamó el mejor jugador del país de esta categoría.

A los 22 años llegó su mejor momento cuando saltó de la Tercera División al Español de Primera, donde militó durante las tres últimas temporadas de los años sesenta.

—Entonces pude cumplir con la promesa de mi vida, comprarle un piso a mi madre y otro a mi hermana.

Tras su paso por el Español, donde coincidió con Ladislao Kubala, este le propuso marcharse juntos a jugar al Toronto Falcons de Canadá, donde el jugador húngaro colgó las botas. Moñi decidió volver al Marbella.

Jóvenes del club de Monchi en las gradas del estadio de Marbella. / M. G.

—En los años sesenta Alfredo Di Stefano, que también había jugado en el Español, tenía una granja de gallinas en Nagüeles. Físicamente era un superdotado, la esencia del fútbol como lo fueron Luis Suárez, Maradona o Luis del Sol. Di Stefano era un todo terreno. 

Moñi es una institución del fútbol modesto de Marbella. Toda su vida está ligada al fútbol, como jugador y luego entrenador de varias generaciones. Por sus manos pasaron jugadores como Loren o Jaime Molina, fichados luego por el Betis, Monreal o el hijo de Sergio Kresic.

—Entrené al Marbella de Segunda División, pero nunca me han pagado un duro ni me han reconocido nada. No tuve ningún homenaje, solo el de la gente a nivel particular, en el Marbella he tenido mi nombre y me lo quitaron. 

Moñi perdió su tienda de deportes, que tuvo durante quince años, y un piso a manos de los bancos por las deudas que le generó el Ayuntamiento gobernado por Jesús Gil. Le encargaron equipar a la plantilla del Atlético de Marbella y nunca cobró una deuda de 25 millones de pesetas (230.000 euros).

Secundado por su mujer y sus cuatro hijos, bajo el lema: Más que un club una familia, Moñi fundó en 2006 el Atlético Marbellí, donde se propuso realizar una labor social de formación deportiva para la juventud local. Desde hace un par de años un millonario ruso, Alexander Grinberg —hijo del economista liberal Ruslan Grinberg, director del Instituto de Economía de la Academia de Ciencias de Rusia— se convirtió en el patrocinador del club y asumió el cargo de vicepresidente. 

Grinberg había sido presidente del primer equipo de fútbol de Marbella, hasta que tras pasar cuatro meses en prisión al ser acusado de los delitos de blanqueo de capital y falsedad documental, vendió el club a un grupo asiático. El juzgado de Marbella acordó el año pasado el sobreseimiento provisional de la causa. Grinberg, que es el dueño del club de golf La dama de noche, le dio el nombre de Moñi a uno de sus ocho campos de fútbol. En la página del ahora rebautizado Fútbol Club Marbellí se recuerda que el Colegio de Entrenadores de Málaga destacó los valores deportivos y humanos de Moñi y que el Ayuntamiento le concedió el título de ciudadano honorífico. Mientras el veterano deportista espera un homenaje y reconocimiento a su dilatada trayectoria, un bar que gestiona uno de sus hijos rememora sus gestas.

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