Juan Rodríguez Garat

El oso ruso ya estaba enfadado

El autor sostiene que, en el nivel político, la incursión ucraniana en la región rusa de Kursk ordenada por el presidente Zelenski supone un necesario replanteamiento de la guerra

Un vehículo armado destrozado en la región de Kursk.
Un vehículo armado destrozado en la región de Kursk. / Efe

22 de agosto 2024 - 07:00

NADIE en su sano juicio le metería un dedo en el ojo a un imponente oso. Y eso es lo que, según la mayoría de los analistas prorrusos, ha hecho Zelenski cuando ordenó a sus fuerzas entrar en la región de Kursk.

No es que haya que dar crédito a análisis casi siempre sesgados pero, desde la distancia, quizá haya también quien se pregunte de buena fe por qué el presidente ucraniano ha asumido el riesgo de enfadar a un animal que, con una pequeña parte de sus 6.000 ojivas nucleares, puede hacerle desaparecer del planeta.

Establezcamos primero los límites de la operación para descartar algunas de las razones menos convincentes entre las publicadas por los medios. Kiev no pretende ocupar la capital de Kursk o su central nuclear, ni amenaza el gasoducto que pasa por la ciudad de Sudzha antes de internarse precisamente en territorio ucraniano donde, de haber querido, Zelenski ya lo habría interrumpido. Tampoco podrá defender el territorio que ahora controla hasta el fin de la guerra, condición necesaria para que le sirva de baza en la negociación. Ni siquiera logrará establecer una zona de seguridad permanente para evitar los ataques rusos a la región de Sumy, como ha sugerido Zelenski… quizá para, una vez más, burlarse del pretexto que dio Putin a la invasión de JArkov una vez que se estabilizó el frente muy lejos de la codiciada ciudad. 

Entonces, ¿por qué comprometer las pocas brigadas frescas de que puede disponer Ucrania en un ataque destinado a terminar con la vuelta de las tropas a su lado de la frontera? Para entenderlo, hay que recordar que en la guerra el dominio del territorio rara vez es lo más decisivo. No importa si Ucrania controla más de mil kilómetros cuadrados de la región de Kursk o sólo quinientos, ni cuánto tiempo pueda mantenerse allí. Hay muchos objetivos que ya han sido alcanzados.

En el nivel político, la incursión supone un necesario replanteamiento de la guerra. Tiene, desde luego, sus riesgos, pero no le conviene a Kiev que el conflicto se enquiste en una sola dirección. Zelenski necesita abrir los espacios para hacer desaparecer el mito de la “operación especial”, en el que nadie cree pero que sirve a países como China para, por razones que nada tienen que ver con su tradicional política de respeto a la integridad territorial, hacer la vista gorda ante las conquistas rusas. 

Un objetivo quizá más valioso a largo plazo es el que podemos encontrar en el nivel estratégico: la iniciativa de Zelenski contribuirá a demostrar a sus dubitativos socios occidentales que todas las hipotéticas líneas rojas planteadas por Putin son sólo faroles. No hay nada detrás de las amenazas del dictador. En realidad, ya no puede hacer más de lo que hace, ni en Ucrania ni contra los países occidentales que suministran a Kiev las armas que necesita para derrotar al agresor. Y es importante que eso se reconozca en Washington, porque no hay defensa posible si no se autoriza el ataque al enemigo allí donde lo permite el derecho internacional humanitario.

En el nivel operacional –en el que los cuarteles generales militares conducen las campañas– la incursión de Kursk viene a disputar la iniciativa de que Rusia goza en el frente desde el fracaso del contraataque ucraniano en el pasado otoño. Mientras dure la acción, el general Gerasimov, comandante del Ejército de Putin, no podrá disfrutar de la plena libertad de acción que tenía hace dos semanas. Presionado por el dictador, se verá obligado a trasladar a Kursk fuerzas que, aunque no estaban empañadas en combate en el Donbás –de ahí que no se haya apreciado todavía una disminución del ritmo de los ataques rusos–, sí estaban alistadas para reemplazar a las que cada día se desgastan en la ofensiva. Sin esta reserva, pronto se resentirá la capacidad de mantener la presión en todo el frente de que, por falta de éxitos decisivos en el campo de batalla, presume Putin.

En el nivel táctico, el Ejército ucraniano puede felicitarse por haber conseguido una sorpresa táctica que pocos creían posible y por haber devuelto cierta movilidad a un campo de batalla fundamentalmente estático. No sólo en Ucrania, sino en todo el mundo militar, se restablece la percepción de que la maniobra sigue siendo más eficaz que el ataque frontal que practica el poco imaginativo Ejército ruso. Sin embargo, es en este nivel donde Zelenski asume los mayores riesgos. Una retirada mal planeada o ejecutada demasiado tarde puede hacerle perder buena parte de las ventajas alcanzadas hasta el momento. 

Con todo, a pocos se les ocultará que donde de verdad pueden recolectarse los frutos de la incursión de Kursk es en el dominio de la información. La bofetada al oso ruso debilita a Putin, que se ha mostrado incapaz de defender sus propias fronteras. El visible enfado que se aprecia en las fotografías del antiguo espía demuestra que ha acusado el golpe, aunque no sea posible determinar hasta qué punto se hará notar en un espacio social en el que toda crítica conlleva largas penas de prisión. Más dañina a largo plazo puede haber sido la entrada en combate de los reclutas del servicio militar obligatorio, que el dictador prometió que no tomarían parte en la “operación especial”. Mal adiestrados y equipados, se están produciendo numerosas bajas en sus filas que llevarán el luto a algunas familias rusas y el miedo a muchas más. 

La otra cara de la moneda está en las calles de Ucrania y, sobre todo, en las filas de su Ejército. Si no se malogra, el éxito de la incursión devolverá la moral a unas tropas que, en el último año, se habían visto frenadas en Robotyne y expulsadas de Avdiivka. Y la moral es la gasolina que hace combatir al soldado. Muchos de ellos volverán a sentirse como los héroes que, contra todo pronóstico, frenaron a los rusos en los primeros meses y que liberaron la región de Jarkov y la capital de Jersón. 

Entonces ¿todo son ventajas? Si la operación se ejecuta con profesionalidad –seguramente habrá presiones políticas para quedarse el Kursk más tiempo del conveniente– sólo queda la duda de la respuesta de Putin. ¿Qué puede hacer el dictador? ¿Responder con un ataque nuclear? ¿Declarar la guerra y movilizar a la sociedad? En ambos casos, es posible que Rusia ganara la guerra, pero el régimen de Putin, lo que él quiere representar ante su pueblo y ante la historia, habría recibido un golpe definitivo. Y, si el dictador antepusiera los intereses de Rusia a los suyos propios, hace mucho que se habría retirado de Ucrania.

Así pues, lo que cabe esperar de Putin es más de lo mismo: declaraciones amenazadoras mientras continúa tomando todas las medidas en su mano para eternizar una guerra que no puede ganar ni quiere perder. Y esa realidad me devuelve al problema del oso enfadado. Todos estamos de acuerdo en que nadie en su sano juicio le metería un dedo en el ojo a un feroz oso. Sin embargo, si el animal ya ha decidido que va a devorarnos, ya no parece tan mala idea.

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