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El camino de la vida | Crítica
'El camino de la vida'. Lev Tolstói. Traducción y edición de Selma Ancira. Barcelona, 2019. 616 páginas. 42 euros
Del grado de permeabilidad de la cultura española en el siglo XX, así como de su coyuntural ensimismamiento, informa de manera reveladora el hecho de que la última obra de Lev Tolstói,El camino de la vida, publicada originalmente en 1911, apenas unos meses después de que el autor (nacido en Yásnaia Poliana en 1828) falleciera en la estación de ferrocarril de Astápovo, no llegara a traducirse al castellano ni a publicarse en España en toda la centuria. Ni siquiera la aparición en Francia ya en un temprano 1912 con el título La Pensée de l’Humanité, ni la versión inglesa alumbrada en 1919 como The Pathway of Life: Teaching Love and Wisdom, despertaron el interés entre editores y traductores respecto al testamento filosófico de uno de los gigantes de la historia de la literatura universal. Es ahora, en este 2019 (la traducción en italiano, Il cammino della saggezza, apareció en 2010 con motivo del centenario de la muerte del autor) cuando por fin llega al lector en lengua española El camino de la vida; pero lo hace, eso sí, en todo su esplendor, con una cuidada edición del sello Acantilado a cargo de la también traductora Selma Ancira. Y no es ésta una cuestión menor por cuanto, a tenor de sus características y singularidades, la traducción y disposición de esta obra entraña un ejercicio de creación, decisión e intervención significativamente superior al de, pongamos, una novela común. Dado que, en gran medida, lo que hace aquí Tolstói es traducir a otros y traducirse a sí mismo, de manera libérrima, no resultaría descabellado reconocer a Ancira como coautora por derecho; lo que sí corresponde, en todo caso, es reconocer su labor ejemplar y titánica.
El retraso con el que El camino de la vida abraza la lengua española se debe, en gran medida, a que el Lev Tolstói que comparece en sus páginas resulta un tanto atípico en cuanto se aparta del novelista reverenciado y ascendido, por méritos indiscutibles, a todos los altares. No obstante, esta separación del registro tolstoiano es únicamente formal: el autor de Resurrección respira aquí con reconocible presencia y de hecho El camino de la vida establece de manera natural un fecundo diálogo con todos los títulos precedentes del maestro ruso, dado que, ciertamente, su libro último es un proyecto de vida. El volumen cristaliza, casi a modo de decantación, todo un empeño literario y de pensamiento que comenzó con la escritura de los diarios de juventud en 1846 y continuó con calendarios, aforismos, recopilaciones de textos ajenos y el Círculo de lectura, la obra que más perduró en la mente de Tolstói y que, sin embargo, sólo salió de su estado embrionario como antesala de El camino de la vida.
El objetivo del autor, sostenido así durante seis décadas, no era otro que el de reunir en una sola entrega fragmentos de los sabios y escritores más importantes e influyentes de la Historia con la idea de conformar una suerte de tratado o manual para el crecimiento personal. Su principal obsesión era la de compartir su experiencia con un ánimo pedagógico: si Tolstói había sido capaz de alumbrar una guía interior para su propio perfeccionamiento como ser humano a través de las ideas de los grandes maestros, semejante trayectoria debía poderse acuñar, establecer, asentar en un procedimiento. El camino de la vida es, así, un método que persigue la conducción de la persona a su mejor versión sin más base que el legado intelectual de la humanidad.
Finalmente, Tolstói tuvo tiempo, antes de su muerte, de distribuir todo el material recopilado, y de añadir notables instrucciones morales de su propia cosecha, en 31 capítulos dedicados a las más diversas cuestiones, desde la fe a la "superstición del Estado" pasando por cada uno de los pecados capitales, con la idea de que el destinatario leyera un capítulo al día durante un mes. Así, lo que hace el autor es imitar el Breviario cristiano de la Liturgia de las Horas, sólo que si éste se emplea para una lectura compartida, Tolstói apela al lector en su intimidad. Para ello cita a una pléyade de pensadores, de Confucio a Schopenhauer pasando por Séneca, Pascal, Emerson, Combe, Amiel, Epicteto, Silesius, Cicerón, Montesquieu, Lao-Tse, Kant y Martineau, así como diversas fuentes religiosas, del Corán al Talmud pasando por los Evangelios y distintas referencias bíblicas. Eso sí, Tolstói traduce y adopta estas lecturas de manera tan libre que lo que brinda al lector es realmente una reescritura absoluta (y convenida) de los textos originales.
El lector reconocerá algunos elementos esenciales del pensamiento de Tolstói, como la existencia de Dios asumida cual axioma para cualquier razonamiento a la manera tomista, la defensa de una religión personal por encima de las manifestaciones públicas de fe, la desconfianza hacia la ciencia como dogma sustituto de los eclesiásticos o las reflexiones de índole paulina sobre la conveniencia para el varón de no emparejarse y de no reproducirse por más que se extinga la especie humana (advertencias que ya despachó con crudeza en La sonata a Kreutzer); pero también pasajes de hermoso brillo humanista: "Aunque parezca extraño, siento, sé que existe un vínculo entre todos los seres humanos de este planeta, vivos y muertos, y yo".
Ciertamente, El camino de la vida entra en colisión con la biografía de Tolstói, cuyo comportamiento con los suyos, y los no tan suyos, distó mucho de ser ejemplar. Sin embargo, ¿no justifica este criterio moral el reconocimiento del lobo, y no sólo del cordero, como ser moral, capaz entonces de emitir sus juicios al respecto independientemente de su actuación? La respuesta queda en manos del lector, pero no tema: dispone de otras muchas razones para probar este libro prodigioso.
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