El oro de los siglos

De Dante a Borges | Crítica

En su nueva recopilación de "páginas sobre clásicos", José María Micó vuelve a tratar de autores predilectos que ejemplifican distintas formas de magisterio

José María Micó (Barcelona, 1961).
Ignacio F. Garmendia

12 de noviembre 2023 - 06:00

La ficha

De Dante a Borges. José María Micó. Acantilado. Barcelona, 2023. 240 páginas. 18 euros

Contra lo que pueda parecer, el razonado elogio de los autores indiscutidos, tantas veces asimilable a una especie de autocomplacencia, es género difícil cuando no se limita a reiterar lugares comunes o ideas consabidas, pues se hace complicado no caer en ellos a la hora de arrojar luz sobre obras que llevan siglos siendo objeto de relectura y escrutinio. Del mismo modo que la literatura, como decía Alfonso Reyes, no es un añadido o un complemento, sino parte de la vida, la filología en su más elevada expresión va más allá de la condición ancilar o sujeta a la mera exégesis y se presenta, así lo reclama José María Micó, como "verdadero acto de creación", un propósito ya declarado que reitera al frente de su nueva entrega. Además de su celebrada traducción de la Comedia (2018) y de su poesía propia, reunida con el título de Primeras voluntades (2020), Micó tenía dos libros anteriores en el catálogo de Acantilado: los estudios agrupados en Para entender a Góngora (2015) y una breve colección de ensayos sobre autores predilectos, Clásicos vividos (2013), a los que se suman ahora los recogidos en De Dante a Borges, más "páginas sobre clásicos" que en algunos casos vuelven sobre esos mismos autores –Dante, Petrarca, Góngora, Ariosto, Cervantes o Darío– atendiendo a otros aspectos o desde distintas perspectivas. De nuevo su intención es mostrar, como afirmaba en el preliminar de la recopilación de hace una década, "que por encima de lenguas, de fronteras y de modas académicas, hay autores y textos del pasado que merecen ser vividos".

A juicio del estudioso, el canon no recoge la uniformidad, sino la singularidad y la diferencia

Al comienzo del prólogo, Micó desmiente el extendido equívoco que presenta a los autores del canon como nombres característicos y representativos "de una lengua, de una nación, de un estilo artístico o de una institución literaria", e incide justo en lo contrario, al resaltar su cualidad de innovadores casi por definición excepcionales, a veces olvidados durante largos periodos por los azares de la transmisión o los vaivenes del gusto, tras los que renacieron con más influencia que nunca. Y esto es así porque a su juicio el canon "no recoge la uniformidad, sino la singularidad y la diferencia". Lejos de ser exponentes de su tiempo, muchos de los autores que han alcanzado la inmortalidad –"clásicos porque son de otra clase"– han sido no meros continuadores, como podría deducirse del relato trazado a posteriori en las historias de la literatura, sino verdaderos artistas de avanzadilla. Además de los arriba citados, sea en forma de semblanzas sintéticas, asedios parciales o aproximaciones a "pormenores desconocidos", comparecen aquí Manrique, el autor del Lazarillo, Lope de Vega, Quevedo, Gracián y Borges. En un capítulo sugestivamente titulado El oro de los siglos, acuñación del poeta y ensayista mexicano José Javier Villarreal que podría servir para definir el objeto de las inquisiciones de Micó en cualquier centuria, se aborda el legado de los seis grandes poetas auriseculares: tres ya mencionados y sus predecesores Garcilaso, fray Luis de León –"uno de los pocos casos de la historia en que la frase vida académica no constituye un oxímoron"– y san Juan de la Cruz, cumbres que ejemplifican muy diferentes formas de magisterio.

Micó se sirve de las herramientas críticas, pero no renuncia a dejar impresiones personales

Hay en el libro ensayos más literarios, como el primero, Por qué somos dantescos, que arranca de la espantable visión de los ataúdes amontonados durante la pasada pandemia, define irónicamente la Comedia –"una obra medieval cargada de futuro"– como autoficción y distopía y concluye afirmando que el gran poema del Alighieri "traza el mejor mapa antiguo de un territorio invariable: la condición humana", y estudios de filología en sentido estricto que sin embargo, por el cuidado y la amenidad de la escritura, pueden ser leídos y disfrutados por lectores no profesionales ni pertenecientes a la comunidad académica. Micó se sirve de las herramientas críticas del estudioso, con una mirada abarcadora que no pierde de vista los transvases entre distintas tradiciones, pero tampoco renuncia a dejar impresiones personales y en ese sentido puede decirse que estas páginas son, como decía en Clásicos vividos, "autobiográficas a su modo", no sólo porque remiten a las horas empleadas en el estudio y la relectura, sino porque contribuyen a iluminar obras que le retratan y nos retratan a todos. Más allá de la erudición, a veces engañosa, como recuerda él mismo acogiéndose a un medio verso de las Soledades de Góngora, en la obra crítica de Micó late un propósito docente en el más alto sentido, puesto que enseña a apreciar y al instruir al lector lo invita a reconocerse.

Una de las famosas ilustraciones de Doré para el 'Orlando furioso'.

Paraíso de la lectura

La "perfidia de la inocencia" en el relato de Lázaro de Tormes, los paralelismos entre Dante y Góngora, el empleo de las "formas truncas" por Rubén Darío o el magistral uso del soneto por parte de Borges –uno de los pocos autores contemporáneos que podría dialogar de igual a igual con los clásicos– son algunos de los temas específicos que recorren estas páginas, en las que de algún modo se perpetúa el sueño del humanismo que dio título a uno de los grandes ensayos de Francisco Rico. A propósito del Orlando furioso, que le valió el Premio Nacional de Traducción, dice Micó, ahora empeñado en una nueva versión de la Jerusalén liberada de Tasso, que el formidable poema de Ariosto, tan influyente en Cervantes, merecería "salir del purgatorio de la erudición y regresar al paraíso de la lectura". Es lo que ocurre con muchas otras obras que necesitan hoy de intérpretes para ser degustadas, a las que ya no es fácil acceder sin estar mínimamente familiarizados con la tradición y el contexto en el que fueron concebidas. Al margen de la investigación universitaria, o vinculada a ella pero con una intención distinta y complementaria, la tarea de los filólogos que no se limitan al campo de su especialidad y tratan de abrir puentes, es quizá en nuestro tiempo más necesaria que nunca.

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