Una mordaz historia del arte
Libros
Tusquets recupera los libros de Fran Lebowitz en 'Un día cualquiera en Nueva York', un conjunto de textos en los que la autora carga contra todos desde una deliciosa misantropía
Elegir una profesión, salga bien o mal la jugada, consiste en seguir unos pasos básicos: formarse para prosperar en ese oficio, poseer unas habilidades para desempeñarlo. Hay, no obstante, como apunta Fran Lebowitz, algunos puestos que requieren condiciones particulares. Si uno quiere ser Papa, ayudará que sus amigos lo llamen Sumo Pontífice, un apodo contundente que imprime carácter, también tener por costumbre lavarles los pies a los pobres para purgar los pecados. Los tímidos y pusilánimes deberán abstenerse si les tienta convertirse en dictadores totalitarios: si uno no se divierte una tarde de domingo mandando gente al exilio, o no siente un arrebato irrefrenable de mandar ejecutar a quien le lleva la contraria, será porque el destino le tiene reservado otro papel. Asúmanlo: son pocas las ambiciones que se saldan con un final feliz.
Esta Guía vocacional para tipos realmente ambiciosos, donde el lector puede resolver mediante un sencillo test si tiene madera de santo padre, tirano, rica heredera o emperatriz, es una de las muchas ocurrencias con que Lebowitz (Morristown, Nueva Jersey, 1950) deslumbra a los lectores en Un día cualquiera en Nueva York, un libro que publica Tusquets y que brinda todo un festín de la inteligencia abrumadora y la comicidad irresistible que caracterizan a la autora norteamericana. El volumen recupera dos obras que la editorial española lanzó por separado en los 80, Vida metropolitana y Ciencias sociales, dos títulos fundamentales en los que se concentra la mirada incisiva y genial de Lebowitz. La serie Supongamos que Nueva York es una ciudad (Pretend it’s a city), que este año estrenó Netflix, y en la que ella prolongaba su alianza con Martin Scorsese, con quien ya grabó Public Speaking, ha reforzado felizmente la popularidad de una figura fascinante, que entre otros episodios fue una de las firmas de Interview, donde no tuvo demasiada afinidad con Andy Warhol, por cierto, o interpretó a una juez en Ley y orden, quizás por su facilidad para emitir sentencias rotundas que nadie se atreve a rebatir.
En estas páginas brilla esa pensadora corrosiva que hipnotizaba con su pragmatismo y su lucidez al espectador de Supongamos que Nueva York es una ciudad, esa mujer que mientras expresa su misantropía despierta en el receptor las ganas de darle un abrazo, como si la mordacidad tuviera un parentesco inesperado con la ternura. Lebowitz opina sobre todo en estos textos que ella define como "estudios sobre arte", aunque se trate de "una historia del arte moderna, pertinente, de nuestro tiempo, muy reciente. Historia del arte en plena gestación", apuntaba en un prólogo de 1994.
Desde el primer fragmento, en el que resume cómo sería un día cualquiera, se gana el entusiasmo del lector con su magnífica ironía. "Suena el teléfono. No tiene gracia. Esta no es mi manera preferida de despertarme. Mi manera preferida de despertarme es que cierta estrella de cine francesa me susurre suavemente al oído a las dos y media de la tarde que, si quiero llegar a Suecia a tiempo para recoger mi Premio Nobel de Literatura, tengo que pedir ya el desayuno. Cosa que ocurre con bastante menos frecuencia de lo que una querría". Tras una conversación con un agente de Los Ángeles "audiblemente bronceado", Lebowitz intenta pagar a la compañía telefónica una deuda pendiente con invitaciones al cine que le envían. No hay suerte: al otro lado insisten en los 148 dólares, y ella les advierte "de lo soso que resulta vivir dedicada a la ciega búsqueda de dinero".
"La paz interior no existe. Sólo hay nerviosismo o muerte. Y cualquier otro intento de demostrar lo contrario constituye una conducta inaceptable", dirá más adelante. Lebowitz resulta desternillante en su visión sarcástica del mundo, en la virulencia con la que carga contra unos y otros: contra quienes defienden las cenas ligeras o la ropa estampada, contra los djs que te fastidian la noche con "dieciséis minutos seguidos con el batir de tambores de una tribu de África", los camareros de Cannes que harán lo posible por no tomar nota de tu pedido o los científicos, "pocas veces puede haber científicos entre la gente divertida. Torpes en las fiestas, tímidos con los extraños, carentes de ironía, no les ha quedado otra salida que dirigir su atención al estudio de los objetos de uso diario". Particularmente despiadada se muestra con quienes se obcecan con escribir: "Haber tenido mala prensa en el colegio no es razón para publicar un libro", concluye.
A esa mujer perezosa que se reconoce del "gremio de los exhaustos" y describe el sueño como "la muerte desprovista de responsabilidades", le acompaña también una imaginación generosa que hace de la lectura de Un día cualquiera en Nueva York un verdadero deleite: olimpiadas que se celebran en la Gran Manzana y que incluyen, claro, pruebas con taxis; madres que preparan con verdadero empeño a sus hijos para ser maître y les exigen comportarse con altivez y desdén; caseros que entre sus deberes tienen el de suministrar cucarachas a sus inquilinos. Todo expuesto con ese carácter huraño, entrañable, desde el que no quiere casarse con nadie y reclama su independencia: "Mi posición política se basa principalmente en mi aversión a los grandes grupos de personas, y si algo sé de los comunistas es que los grandes grupos forman parte de su esencia. Yo no trabajo bien en compañía de otros y no quiero aprender a hacerlo. Ni siquiera consigo bailar bien en grupo, si el grupo es numeroso, y no me cabe la menor duda de que las discotecas comunistas están horriblemente atestadas de gente".
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