De los nombres del mundo
Equívocos Árboles Caligrafías Personas | Crítica
El poeta malagueño David Delfín vuelve a las librerías con ‘Equívocos Árboles Caligrafías Personas’ (Maclein y Parker), una exploración de las posibilidades del asombro en el hombre contemporáneo
La Ficha
Equívocos Árboles Caligrafías Personas. David Delfín. Prólogo de Jesús Aguado. Epílogo de Agustín Fernández Mallo. Maclein y Parler. Sevilla, 2022. 80 páginas. 11, 50 euros.
En el siempre cambiante panorama poético español, la escritura de David Delfín (Málaga, 1968) se ha vertido en una labor soterrada, discreta, fuera de los focos al uso, en virtud de una independencia consciente y defendida a cal y canto aunque objeto, eso sí, de una atención notoria, traducida en un notable puñado de libros y en otras tantas antologías de las que el autor ha formado parte. Nombrar el silencio (1994) abrió este caudal, por el que transitaron después títulos de alta enjundia como El orden razonable (2000), Principia (2004) o Los matemáticos no saben pilotar aviones (2014), siempre al margen de modas y tendencias pero con la más afinada intuición a la hora de alumbrar una poesía certera y pertinente en cada caso, con el poema en prosa consolidado como instrumento preferente. Resulta revelador el modo en que el último libro de Delfín, Equívocos Árboles Caligrafías Personas, recientemente publicado por la editorial sevillana Maclein y Parker, viene no sólo a aportar una mayor dosis de coherencia a esta trayectoria, sino también a, de alguna forma, responder y alumbrar, como en un círculo perfecto, lo sugerido en aquel primerizo Nombrar el silencio: el escritor recupera aquí el uso más propio de la poesía, nombrar la realidad, orientado en este caso a la definición y concreción de la experiencia en el mundo contemporáneo, con sus muchas inseguridades y sus pocas certezas. Este empeño en reconocer el nombre propio de las cosas y en proceder a su designación bautismal vuelve a conectar con la materia mística y joánica que tan cara es a David Delfín, cristalizada sin embargo con más distancia y, por ello, más precisión. La querencia popular del poeta le permite, de nuevo, encontrar las vías exactas para conducir el poema a la boca, al decir, con una prosa que, ciertamente, parece más tendida al oído, cuyo vínculo con el corazón ya reconocieron los propios místicos. Sí, Delfín no renuncia al balbuceo propio del lenguaje que se esfuerza en la palabra justa, pero es ese balbuceo, a menudo, el que define tanto el mundo contemporáneo como las posibilidades favorables aún en él al asombro. Cuando el descreimiento parecía haber tomado posesión igual que el Rey Tullido en su Tierra Baldía, bastaba con llamar árbol al árbol para que ese asombro sucediera. David Delfín es un autor capaz de elevar a tal menester la palabra poética. De ahí su consideración imprescindible.
Escribe David Delfín de la mano de la última gran pontífice del misticismo, María Zambrano: “La claridad tienen tantos bosques. Mi primera conjuntivitis fue la infancia”. Y en su epílogo a Equívocos Árboles Caligrafías Personas se pregunta Agustín Fernández Mallo “cómo se puede decir algo así. Cómo se puede leer algo así sin caer en el vértigo de lo familiar y, sin embargo, ignoto”. Seguramente la respuesta, o lo más parecido a una respuesta, tenga que ver con esa doble disposición entre el decir y el leer. Tal vez lo que a la lectura resulta un misterio halla su clarificación en la palabra dicha o, mejor, cantada: es ahí donde cada palabra es susceptible de significar cualquier cosa, como una partícula perdida en el cosmos cuántico. Si José Ángel Valente aspiraba al canto en una escritura cada vez más pertrechada en el silencio, David Delfín asume la misma empresa en el ruido cotidiano. No hay aquí elevación, ni retiro, ni noche oscura, sino la celebración de la palabra poética en un mundo donde todo parece que se ha dicho mil veces hasta el punto de no poder decirse más. Delfín comulga, al menos en cierta medida, con la renuncia al sentido sostenida por la postmodernidad, pero le basta llevar el significante a la boca para dotar a esta renuncia de un contenido ético. Es aquí, en el nombre prestado al mundo, donde la poesía es un arma común, fraternal, en la que nadie es excluido, igualados todos ante lo que no podemos conocer: “La renuncia entonces desbordando bares, pesadumbres y estacionamientos, quebrando voces e interfonos que ya no sabían quiénes éramos ni cuáles nuestras mentiras de siempre, ni por qué nos despertábamos con las primeras luces si la inexactitud era ya otra”.
Afirma por su parte Jesús Aguado en el prólogo que en ‘Equívocos Árboles Caligrafías Personas’ se da “una escritura cuyo futuro está detrás”. De hecho, ese porvenir siempre inexacto conduce a 1984, el año de la distopía de George Orwell y de la muerte de Julio Cortázar, incluidos entre las muchas referencias del libro a modo de cartografía de asideros: Delfín se vale de lo que han escrito otros para escudriñar el presente, hasta desvestir a la escritura de sus perversiones cronológicas. Para que cualquier palabra adquiera cualquier significado todo se escribe, se dice y canta en el ahora: “Tu corazón -ya entonces- a punto de romperse por el lado más débil de la felicidad”, apunta el poeta, cerca de Rafael Pérez Estrada y Antonio Muñoz Quintana. Y es que David Delfín logra nombrar la sustancia sin dejarse distraer por los accidentes. Para Jesús Aguado, los poemas aquí reunidos constituyen “un catálogo de fragilidades”, y es justo en el lado más débil de la felicidad donde con más facilidad podemos acoger a los que ya se fueron y a los que quedan por venir, desde esa fraternidad camusiana (no pocas certezas intuyó Albert Camus respecto a los místicos) en la que nadie nos es ajeno, en la que los emblemas y distinciones tan pregonadas en los púlpitos son, con mucho, lo de menos. Desde esta convicción, Equívocos Árboles Caligrafías Personas revela su cualidad de diccionario elemental, de enciclopedia cuya consulta será, lo sabemos, recurrente y necesaria.
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