El lenguaje como insumisión
Muere Caballero Bonald
El catedrático de la Universidad de Sevilla José Manuel Camacho Delgado descubrió gracias a 'Ágata ojo de gato' que la palabra podía ser el centro del mundo
En el momento de terminar la última versión de mi tesis doctoral sobre la novela de la dictadura, centrada fundamentalmente en El otoño del patriarca, de García Márquez, no dudé ni un instante en utilizar como pórtico-paratexto del futuro libro un poema de Caballero Bonald titulado Glorias heredadas, perteneciente a su obra Descrédito del héroe (1977). Con ese pequeño y sentido préstamo poético quise dejar constancia de la importancia creciente que había adquirido su poesía en mi manera de leer y descodificar el complejo mundo de las letras, cualquiera que fuera el género en el que el maestro jerezano hubiese decidido cincelar su obra con un estilo tan exquisito como rutilante. Pero también fue un pequeño ajuste de cuentas con un escritor al que siempre vi inalcanzable e inaccesible, un coloso literario con un pie puesto en el Coto de Doñana y otro en la tradición áurea española, un clásico siempre lejano para mí a pesar de las veces que me crucé con él por Sanlúcar, o en los alrededores de la playa de Montijo (en donde firmó algunas de sus obras), y no porque no fuera un hombre de trato cortés y afable, de modales casi aristocráticos, sino porque siempre lo vi como un clásico de las letras, alguien que se movía en una atmósfera propia, con un ecosistema verbal propio, con un magnetismo propio, un escritor neobarroco y postmoderno con una inteligencia despierta y afilada, nada complaciente, capaz de enfrentarse a dentelladas verbales contra la cultura almidonada y contra todo aquello que tuviera tufo a conservadurismo político y a ideologías apolilladas.
Mi acercamiento a su obra, no obstante, no se produjo a través de la poesía, sino de la narrativa. En mis primeros años de universitario, fascinado con cada uno de los prodigios de la nueva narrativa hispanoamericana que iba descubriendo, apareció en una de las colecciones de bolsillo que se distribuían en los quioscos del ramo, una obra que me produjo desde el primer momento una verdadera conmoción como lector: Ágata ojo de gato. La novela, que había sido publicada en 1974, poco después de su paso como profesor de Literatura por la Universidad Nacional de Bogotá, tenía el mismo aire de familia que las grandes novelas latinoamericanas, con la recuperación de sus grandes mitos genésicos y apocalípticos, la creación de un mundo autónomo a partir del carácter inmanente de la palabra literaria, las mudas temporales, la polifonía de sus voces telúricas, la importancia para el imaginario colectivo de las genealogías y las formas complejas de la violencia, su impronta descarnada a partir de una formidable gavilla de motivos míticos, real maravillosos o mágicorrealistas que convertían la experiencia lectora de la novela en una suerte de realismo alucinado. Ágata ojo de gato cambió definitivamente mi perspectiva lectora por su absoluta libertad lingüística y su ambigüedad genérica –como lo puede ser también Paradiso de Lezama Lima-, zigzagueando siempre entre los recursos narrativos del boom latinoamericano y los registros más experimentales de la poesía de la vanguardia, pero sobre todo nos hizo comprender que el lenguaje podía ser el centro del mundo, dándole la razón al filósofo francés Henri Bergson para quien sólo se podía llegar al paraíso de lo inmediato por medio de un lenguaje altamente sofisticado.
Resulta evidente que no se puede escribir esa obra y buena parte de su poesía sin retorcer el lenguaje literario, sin convertirlo en un brillante amasijo de códigos irreverentes e insumisos que tiene mucho que ver con la personalidad de Caballero Bonald, un escritor de raigambre clásica pero nada complaciente, de los que zarandean y dignifican el canon tradicional, al tiempo que su poesía, su narrativa y sus ensayos parecen provocar una auténtica ventolera en la modernidad literaria.
Pocos escritores como él han sabido crear un territorio mítico, esté localizado en las marismas del Guadalquivir, en las viñas de su Jerez natal o en el mundo de los cortijos y las bodegas que impregnaron su narrativa con un aroma agridulce. En un momento en que se reivindica el neorruralismo o neoagrarismo en la narrativa actual, Caballero Bonald dejó para sus lectores varias obras que forman parte de lo mejor de la novelística de la Generación del 50, como Dos días de septiembre (1962. Premio Biblioteca Breve) o En la casa del padre (1988). El mundo portuario del Sur y las complejas relaciones humanas fueron desarrolladas de manera brillante en novelas como Toda la noche oyeron pasar pájaros (1981) o Campo de Agramante (1992).
Sin embargo, son muchos los lectores que consideran que su gran aportación a la literatura panhispánica viene dada por su obra poética, cada vez más enconada con la realidad, más disconforme con el pensamiento dominante, más rebelde e insumisa ante la penetración imparable del neoliberalismo y las ideologías conservadoras, visible en poemarios como Manual de infractores (2005), La noche no tiene paredes (2009) o Entreguerras (2012). El Premio Cervantes, concedido en el 2012, junto con una buena ristra de distinciones al más alto nivel, vino a paliar en parte algunos inexplicables ninguneos que sufrió en su larga y fecunda vida literaria, en donde no faltaron las fanfarronadas tardofranquistas, los vetos académicos, ni los rancios alfileretazos de las capillas literarias y los parnasos locales, como una prueba más de la miopía institucional con la que va dando tumbos nuestra maltrecha sociedad española. Ya lo dijo, a modo de epitafio, en Glorias heredadas: "Sólo la historia a la que pertenecen / pudo engullir tan deleznable historia".
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